Pena de muerte.
Motsamai confía en que sea abolida. «Liquidada y despachada» (dado que es polígloto, probablemente lo que él tenía en la punta de la lengua era el expresivo giro utilizado en el slang inglés-afrikaans, «finished and klaar»). Sin embargo, mientras el hombre asesinado en ese sofá está bajo tierra, bajo los cimientos del adosado y de la cárcel, y Duncan está en una celda, aparece en la legislación del país, es el derecho de la ley, el derecho del Estado: el derecho a matar.
De la misma manera que Harald y Claudia se planteaban la amplia y abstracta cuestión de la moralidad de una nación civilizada, cuando ni se imaginaban que tuviera nunca una relación concreta con ellos ni con su propia moral, esa noche aquella vaga cuestión no tenía lugar en la cegadora inmediatez: Duncan en una celda, esperando a que se dictara sentencia. Eran dos criaturas atrapadas en los faros de una catástrofe. No había nada entre Duncan y el juez que dictaba la sentencia, excepto Motsamai y su confianza en sí mismo. El abrazo de su confianza ¿no era expresión del hombre, más que del abogado? Ahora, la compasión se encontraba en el otro lado -el lado interno- de su mando condescendiente, la cáscara del ego que había tenido que bruñir para llegar hasta donde había llegado, considerado el mejor abogado disponible para aquel caso, entre otros abogados blancos.
Ninguno de los dos podía dejar de pensar en la repulsión que habían sentido, sin poder rehuirla, al ver a Duncan, ante su situación entre dos vigilantes, en la última ocasión que lo vieron en la sala de visitas, esa sala despojada de todo lo que no fuera confrontación. En la cárcel, todo era confrontación, todo: el autor del crimen se enfrentaba al carcelero, se convertía en víctima de éste y no tardaba en traicionar el amor que sus padres le habían dado; los padres traicionaban el compromiso que habían adquirido con él. El desagrado que habían sentido repentinamente en aquella ocasión; no, en las últimas ocasiones, ante él, en la sala de visitas. Era el rechazo lo que los había unido. Rechazo contra su propio niño, su hijo, su hombre -no importa lo que haya hecho-, engendrado por una antigua, primera pasión de apareamiento. Les inspiraba pesar su vergonzosa degeneración; náuseas la conspiración de rechazo que había revitalizado el matrimonio hundido por la pena. Acostados, él la rodeó con los brazos, con la espalda y las piernas de Claudia contra las suyas, sus pies tocándose como manos, en lo que a ella le gustaba llamar posición de cuchara y tenedor, y permanecieron mudos. Imposible decirlo: sentenciado a muerte. Pasaron mucho rato acostados así. Al final, ella notó que él se había quedado dormido, la mano que tenía sobre ella se movía en una aflicción sumergida, como las patas del perro cuando soñaba que escapaba corriendo. Harald ya no reza. De repente, ella se dio cuenta; y fue terrible. Lloró, con cuidado para no despertarlo, con la boca abierta en un grito ahogado, las lágrimas rodando hacia ella.
Plano.
Duncan tiene una mesa, una regla para trazar paralelas, un cartabón ajustable, un escalímetro y una plantilla de círculos en la celda de la cárcel y, mientras espera el juicio y la sentencia que llegarán dentro de un mes justo, dibuja un plano. ¿Entiende que tal vez vaya a morir? ¿Supone eso un desafío -un plano, un futuro- precisamente porque lo entiende? O se debe a que tiene alguna idea enloquecida, una fe inexpresable y desesperada en que saldrá de ese lugar y volverá a su vida. Se liberará de lo que ha contado, aunque lo ha contado: que mató a un hombre. El tiempo se rebobinará, deslizándose como una de esas cintas de vídeo que él y la chica debían de ver desde la cama por la noche: estaban en la mesa de bambú junto con los periódicos y el cuaderno, y la diversión de ese jueves terminará de manera no muy distinta de otras veces.
Un muerto, tal como ha dicho Harald, no está presente para recibir perdón; un muerto no tiene ningún plano.
Todo está cambiado. De manera que a Harald no le parece extraño que haya cambiado de carácter ese viejo edificio que domina una de las crestas que discurren hacia el norte desde la meseta donde se asienta la ciudad, con su fachada rojiza, como el rostro de los padres imperialistas que lo hicieron construir con una amplia entrada y frisos de madera en las galerías. Mientras se acerca, contempla la fachada del viejo Hospital de Infecciosos, pero no es ya un lugar de aislamiento para los que podrían contagiar la enfermedad entre la población, sino la sede del Tribunal Constitucional. Albergará la antítesis de la confusión y la desorientación propias de la mente febril: formará parte de una ampliación del territorio de la justicia ponderada que existe en otros lugares, un tribunal al que cualquier ciudadano puede llevar cualquier ley que le afecte para que se examine en relación con los derechos individuales, tal como los consolida la nueva Constitución. El Tribunal Constitucional, el Juicio Final, será el árbitro postrero de la conducta humana en la ciudad, en todo el país. Su justicia se basará en la moralidad del Estado mismo, tierra y cobijo, libertad de expresión, de movimiento, de trabajo: sin duda, en esto se basarán algunos de los recursos presentados ante el Tribunal, pero son sólo componentes del derecho definitivo al que se consagra este tribunal como ningún otro puede estarlo: el derecho a la vida. El derecho a la vida: está grabado en el documento fundacional del Estado, es el valor nacional por excelencia; allí está, en la Constitución. Es el territorio de la salud y no de la enfermedad; de la vida, y no de la muerte.
La primera petición que verá el Tribunal, la primera vez que se convoque, es la de dos hombres que esperan su ejecución en sendas celdas de Pretoria. Existen gracias a la moratoria. No saben cuándo terminará ésta, ni siquiera si terminará nunca; la pena de muerte sigue vigente en las leyes del país. Ninguno de los dos ha cometido un crimen castigado con la pena de muerte por una causa más importante que él mismo, como medio para un objetivo político; ambos son lo que se conoce como un preso común, y este preso común ha sido condenado por asesinato en conformidad con el debido proceso en un tribunal. Él no dice que no sea culpable, sino que rechaza el derecho del Estado a asesinarlo a su vez. Su alegato se basará en que la pena de muerte contraviene la Constitución. El derecho a la vida.
Harald ha leído todo esto en los periódicos. Acude, como si se tratara de una cita clandestina, al viejo Hospital de Infecciosos. Es una cita para él; sube los escalones rápidamente y en el vestíbulo no sabe a qué zona enmoquetada debe acudir. El lugar debe de haber sido renovado por completo, tiene una elegancia gubernamental y no queda el menor tufillo a desinfectante: una hilera de ascensores tras un suelo con un rompecabezas de piedra de colores, palmeras en maceta. La atmósfera se parece menos a la del acceso a la sala B17 que a la de los seminarios de negocios en los centros de conferencias de los hoteles de grandes cadenas. Hombres y mujeres, funcionarios menores, cruzan y vuelven a cruzar el vestíbulo con esa mirada que no ve que cultivan los camareros que no quieren ser llamados. Pero alguien que es miembro de consejos de administración tiene una presencia física tan palpable como si fuera un traje del que no pudiera despojarse, aunque él mismo piense que no acaba de caerle bien; una mujer joven la percibe y consiente en prestarle atención suficiente para indicarle el piso y la sala correctos.
En el destino que ha encontrado, la gente se mueve de un lado a otro con aires de importancia; no cabe duda de que ha llegado pronto. Últimamente se dedican a enviarlo de un lugar desconocido a otro: éste es un submarino bien arreglado, con un techo bajo iluminado sobre un estrado elíptico donde unas vacías butacas oficiales de alto respaldo están dispuestas a cada lado de una imponente butaca presidencial. Tras la tarima, un telón parece disimular una entrada de uso restringido. Delante de todo esto, hay unos pulidos paneles y mesas con instrumentos de grabación para los escribas y, acordonadas por una barandilla simbólica de madera (ha aprendido ya que ésos son los muebles típicos de los edificios de la ley), hay hileras de asientos para el público que ha acudido allí a oír cómo se administra la justicia final; o, como él, por otros motivos.
Los asientos están vacíos, pero le piden que se vaya del que ha escogido, ni demasiado cerca ni demasiado lejos de delante, porque alguien está colocando tarjetas de «reservado» en su fila. Debe evitar las columnas que sostienen el techo; duda antes de escoger otro sitio y tiene la misma sensación que si estuviera en una especie de teatro y tuviera que poder seguir la actuación sin obstáculos. Un funcionario trae jarras de agua a la mesa curva situada delante de las butacas oficiales; un micrófono sometido a prueba gargariza y chilla; los funcionarios se dan unos a otros órdenes amistosas en una mezcla de inglés y afrikaans… el pensamiento vaga… así que este nivel del funcionariado (y el de los vigilantes que permanecen de pie a cada lado del preso en la sala de visitas) todavía es el coto cerrado de estos hombres y mujeres blancos, en otros tiempos gentes escogidas, viejos que terminan sus días resollando como conserjes, los hombres y mujeres más jóvenes de la última generación a la que, cuando salía del colegio, el Estado garantizaba un empleo, una sinecura reservada a los blancos. Se apresuran de un lado a otro, delante y detrás de Harald; todas las mujeres jóvenes parecen llevar un uniforme por un acuerdo tácito, una especie de conjunto con algunas variaciones según la fantasía y el deseo de realzar el atractivo sexual de cada una. En blanco y negro, como las figuras de la sala de un tribunal en las reproducciones de las litografías de Daumier que él y Claudia encontraron en los puestos de libros callejeros de París; deberían dárselas a Hamilton, era justo lo que faltaba en los iconos de prestigio legal de aquella sala, con su brillante extensión -el escritorio- y el armarito resucitador del que saca el coñac que ofrece con amabilidad, en el momento adecuado, a un hombre que se ahoga en lo que acaba de revelarle. Harald recuerda su situación en aquel momento mientras mira el reloj. Y la gente está empezando a llegar y a ocupar asientos a su alrededor.
No conoce a nadie, aunque reconoce una o dos expresiones vistas en las fotografías de los periódicos o los debates de la televisión: se trata de un público que acude movido por sus principios, gente que pertenece a organizaciones defensoras de los derechos humanos o está comprometida políticamente en posturas a favor o en contra de temas como el que se va a abordar. Él y su esposa nunca han formado parte de los que convierten sus opiniones privadas en una expresión pública, en lo que él supone que es la transformación de opiniones en convicciones: ahora está allí, entre esos hombres y mujeres. A su derecha, surge repentinamente un aroma a linos, una mujer perfumada se acomoda con una mirada cortés a modo de saludo dirigida a un vecino que, sin duda, será un aliado de un tipo u otro: si no, ¿por qué otro motivo podría estar presente? La mujer tiene el cabello largo y rojizo, y es consciente de su abundancia, porque repite varias veces el gesto gracioso de levantárselo de la nuca mientras busca algo en una carpeta que tiene sobre las rodillas. Al otro lado, un hombre negro permanece sentado durante unos minutos, dirige la vista alternativamente hacia abajo, en dirección a sus brazos cruzados, y levanta la cabeza para mirar a izquierda y derecha, y, cuando se levanta, un anciano blanco ocupa su asiento y se desparrama en él con su obesidad y sus voluminosas ropas. Harald, ajeno al medio en donde semejante código de vestimenta es significativo, no puede saber si es pobre o si los tejanos grandes y desteñidos en las rodillas y en las zonas que sobresalen, la camisa a cuadros de obrero y el chaleco de piel ajada son su expresión de indiferencia por las cosas materiales. Sin embargo, se aparta un poco para no molestar al hombre. Así es como pasan los minutos; no pensar, no pensar por qué motivo, él, Harald, está allí. Se da cuenta de lo extraordinario de su presencia entre aquella gente por un motivo que ellos ignoran.