Aparentemente, no sabía qué quería ser. Entendía Claudia que esta observación cómplice se refería a la sexualidad de su hijo. Ni siquiera en esa extraña nueva intimidad que había sustituido a la otra (revitalizada de un modo que no debía analizarse), él podía decirle qué era lo que estaba pensando: «… el hombre es como desea ser y como, hasta su último aliento, no ha cesado nunca de desear ser. Se ha recreado en darla muerte».
Las afirmaciones que parecen haber sido vaciadas de todo significado tras innumerables repeticiones son las más ciertas. La sabiduría convencional es la más demostrable: la vida sigue. No se detuvo aquel viernes por la tarde; eso no era posible, nunca lo es. Harald tuvo que aceptar esa imposibilidad, si no como voluntad de Dios en su sabiduría, por lo menos como el destino del hombre; también Claudia, desde su experiencia racional, que decía que bajo algunas condiciones que parecen terminales persiste cierta apariencia de vida. Hamilton dijo que estaba satisfecho con la preparación de los puntos del alegato y que, de camino a su casa, podía pasar por la de sus clientes y ponerlos al día, por qué no, no era ninguna molestia. De manera que sacaron una bandeja con vasos, hielo, soda y botellas. A Hamilton le gusta tomar una copita de coñac. Unos días antes, mientras esperaba en un semáforo, Claudia hizo un gesto mecánico a un hombre que brincaba sosteniendo un candelabro de lirios rojos y compró flores otra vez, como acostumbraba a hacer de regreso de la consulta. Las lámparas con pantalla iluminaban la habitación. Hamilton entró en aquella puesta en escena que ilustraba el fluir de la vida como lo hacía en la igualmente bien amueblada sala de su bufete; como si cualquier lugar estuviera dispuesto para su presencia. Agradeció algo para beber; probó el coñac, chasqueó la lengua y se levantó de la butaca que había escogido para servirse un chorro de soda.
– La noticia que traigo es que se ha fijado la fecha. Será dentro de un mes justo.
– ¿No podía ser antes?
– Ya sé que parece mucho, pero Duncan lo entiende. Y el juez es el que yo esperaba. Así que…
– ¿Qué es lo que Duncan entiende, Hamilton? -Harald no quería que lo engatusara y lo convenciera de las ventajas del retraso-. No hemos conseguido sacarle casi nada. Pero ya lo sabes, lo hemos comentado muchas veces. ¿Comprende Duncan que confías en que la chica deje claro que fue ella quien lo llevó hasta el límite de la locura y que eso hizo posible que hiciera lo que hizo? ¿Lo dirá ella, con sus propias palabras? Quiero decir que si él lo cree así: que fue ella. Que él, en cierta medida, estaba poseído. No veo cómo esta manera de utilizarla podría ayudar a Duncan si él no quiere aceptar esta maniobra de…, no sé cómo llamarla…, justificación.
– No, no; no me refiero al acto en sí, sino al estado mental, el estado mental, Harald. No fue algo premeditado. Él estaba en una situación límite y fue ella quien lo puso allí, ¡fue ella! ¡En el sofá con Jespersen! ¡Fue ella!
Motsamai estaba sentado con los muslos muy separados, inclinado hacia ellos, movido por el énfasis de su cuerpo, tal como lo hacía desde detrás de la mesa en su bufete; el brillo de los esfuerzos del día relucía en la obsidiana de su rostro, su negrura tenía el sello de la autoridad en la habitación.
– El dice que es culpable. Eso es todo. Voy a demostrar por qué. Voy a demostrar quién es también culpable. Cómo es posible.
– Así que, ahora, la odia. Esté dispuesto o no a echarle la culpa por lo que hizo. La odia por lo que él vio. -Claudia miró a Harald.
Motsamai contestó dirigiéndose a ambos, pero reflexionó primero.
– No habla sobre ella. No quiere pensar en ella, ésa es la impresión que tengo. En esta dirección no he tenido éxito con él. Así que deduzco que lo deja en mis manos. Sabe que yo también la interrogaré.
– La odia. O la quiere.
La lacónica disyuntiva que plantea Claudia carece de importancia para Motsamai.
– Naturalmente, sabe también que citaré a Khulu Dladla. Ejeee…
– Para lo de la aventura con Jespersen.
– Oh, claro. Claro que lo haré, Harald. Jespersen tiene… tuvo también influencia en el estado mental, naturalmente. Mu-chí-si-ma influencia. El, y también la chica. Una combinación fatal. ¿No hay motivos para pensar que, no contento con dejar plantado a su amante, buscó un placer suplementario al acostarse con la mujer de su ex amante? Quizá fue por desprecio o algún tipo de venganza: el amante ha abandonado al grupo de la casa y, por así decir, ha cambiado de bando sexual. ¡Preferir a las mujeres! Quién puede seguir estas variaciones bisexuales. Los dos eran amantes de Duncan. Quizá los dos tenían algún resentimiento contra él, ya sabéis cómo son estas cosas, incluso en las cuestiones amorosas corrientes. Dios mío, si conocierais algunos de los motivos con los que tropiezo en mis casos. ¡Pero bueno! Esa pareja de sinvergüenzas pudo haber actuado por resentimiento, para divertirse con ello. Desde luego, no podía habérseles ocurrido mejor manera de herir, humillar y empujar a un hombre como él a la autodestrucción. Una confesión de culpabilidad puede ser una especie de suicidio. Eso es lo que veo en este caso y mi trabajo es salvar a mi cliente de ello. Por eso voy a interrogar yo también a la señorita Natalie James y voy a llamar como testigo al señor Nkululeko Dladla.
Suicidio. Pero no volvió el arma contra sí mismo en la casita, la tiró.
Claudia y Harald se encuentran de nuevo ante esa escena.
Suicidio. El Estado puede hacerlo por ti si eres declarado culpable de asesinato. Harald habla en nombre de los dos.
– No hemos hablado nunca de la sentencia. Qué pasa si los atenuantes son tenidos en cuenta. O si no lo son.
El rostro de Hamilton Motsamai y el ronco, tierno y grave, ejeee… mejee…, los envolvieron en un abrazo.
– Sé en qué estáis pensando. Pero la pena máxima hace tiempo que no se aplica, hay una moratoria, como sabréis, desde 1990, cuando se hizo inevitable descartar la vieja Constitución. Ahora depende del Tribunal Constitucional. En realidad, el primer caso que se verá allí es la cuestión de su ilegalidad bajo la Constitución provisional. La pena de muerte. Confío en que el Tribunal determine que es inconstitucional. Será abolida. Estará liquidada y despachada antes de que se dicte nuestra sentencia. Ejeee… Sigue en la legislación del país sólo temporalmente.
Cómo sabéis, ha dicho el asesor legal. Pero en qué medida se habían preocupado por ello, más allá de lo que lo hacía la gente civilizada -dudando en su interior que el crimen pudiera ser desterrado sin la disuasión del castigo máximo- apoyando concienzudamente los derechos humanos y las políticas sociales progresistas que habían sido violados en el pasado del país-. Hubo tanta crueldad en nombre del Estado en el que habían vivido, tantas palizas letales, interrogatorios mortales, un moribundo llevado mil kilómetros, desnudo, en una camioneta de la policía, presos comunes que habían pasado la noche cantando antes de que llegara la mañana de la ejecución, ahorcamientos en Pretoria mientras la segunda rebanada de pan saltaba del tostador… Pero la pena que cumplían los individuos desconocidos no era comparable con el crimen estatal. Nada de aquello tenía que ver con ellos. Asesinos, violadores y maltratadores de niños; si la doctora Lindgard había tenido, en una o dos ocasiones, contacto profesional con las víctimas y había contado a su esposo el daño hecho, ni él ni ella habían tenido en su órbita, ni siquiera remotamente, ninguna posibilidad de conocer a los autores de esos crímenes. (Y, tal vez, después de todo, ¿no sería mejor eliminarlos por el bien general?)
La pena de muerte. Incluso ahora, seguía pareciendo que no tenía nada que ver con ellos, con su hijo. Habían estado preocupados obsesivamente por el motivo por el cual hizo lo que hizo; cómo él, uno de ellos, su hijo, podía haber llevado a cabo un acto de horror: habían sido incapaces de reflexionar sobre nada más, sólo de manera abstracta, confusa, habían pensado rápidamente en qué tipo de castigo podría recibir. El castigo había parecido ser la celda de la cárcel que no habían visto, no podían ver, y la sala de visitas que era el único lugar donde, para ellos, Duncan tenía existencia material. Incluso Harald, que, en su fe religiosa, se preguntaba por el acto en relación con el perdón de Dios y cometía la herejía de negar que su gracia existiera para el que actúa de esta manera: «No va conmigo.» La pena de muerte: destilada en el fondo de la botella relegada al fondo del armario.
Hamilton Motsamai se ha ido. La puerta se ha cerrado tras él, los pasos se han hecho inaudibles, el coche debe de haberse alejado a través de las puertas de seguridad del conjunto residencial de adosados. El era lo que los separaba de la pena de muerte. No sólo había llegado él del Otro Lado; todo les había llegado del Otro Lado, la desnudez ante el desastre final: la impotencia, la indefensión ante la ley. La rara sensación que Harald había tenido mientras esperaba a Claudia en la catedral secular del vestíbulo de los juzgados, la de ser uno más entre los padres de ladrones y asesinos, se confirmaba ahora. La reacción de ir a la catedral para rendir culto entre la gente de la calle, que le había parecido una manera de evitar la amabilidad de sus acomodados congéneres, en realidad había sido el sistema para ocupar su lugar entre los resignados a la desgracia. Lo cierto de todo aquello era que él y su esposa pertenecían ahora a la otra cara del privilegio. Ni su blancura, ni la observancia de las enseñanzas del Padre y el Hijo, ni la piadosa respetabilidad del liberalismo, ni el dinero, que los habían mantenido en un lugar seguro -esa otra forma de segregación-, podrían cambiar su posición social. A su manera, la nueva situación era tan definitiva como los cambios forzosos del antiguo régimen; no era posible quedarse donde habían estado, sobrevivir tal como eran. Ni siquiera el dinero; que sólo podía pagarles el mejor abogado disponible. Podía pagar a Motsamai. Las circunstancias atenuantes de Motsamai se interponían entre ellos -Duncan, Harald, Claudia- y la decisión de otro tribunal, un tribunal que tomaría una decisión que no se basaría en las circunstancias atenuantes del acto de un individuo, sino en la moralidad colectiva de una nación, que es la sustancia de una Constitución: el derecho de un individuo a la vida, aunque ese individuo haya quitado la vida a otro, y aunque el Estado tenga derecho a convertirse en asesino, quitándole la vida a su víctima, colgándola del cuello a primeras horas de la mañana en Pretoria.