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Al cabo de tres días el carnicero, su hijo y los esposos e hijos de las hermanas de juramento llevaron el ataúd a la tumba. Andaban muy deprisa, como si no tocaran el suelo con los pies. Cogí casi todos los escritos de nu shu de Flor de Nieve, incluidas casi todas las cartas que yo le había enviado, y los quemé para que nuestras palabras la acompañaran hasta el más allá.

Luego regresamos a la casa del carnicero. Luna de Primavera preparó té y las tres hermanas de juramento y yo fuimos a la habitación de arriba para eliminar de allí todo rastro de la muerte.

Fueron ellas quienes me revelaron mi mayor vergüenza. Me dijeron que Flor de Nieve no era su hermana de juramento. Yo no las creí. Intentaron convencerme de que decían la verdad.

– Pero ¿y el abanico? -exclamé, presa de la frustración-. Flor de Nieve me escribió que se había unido a vuestra hermandad.

– No -me corrigió Loto-. Escribió que no quería que siguieras preocupándote por ella, porque tenía amigas que la consolaban.

Me pidieron que les dejara ver las palabras de mi laotong y así me enteré de que les había enseñado a leer nu shu. Apiñadas alrededor del abanico, lanzaban exclamaciones y señalaban detalles de los que Flor de Nieve les había hablado a lo largo de los años. Cuando llegaron a la última anotación, sus rostros se ensombrecieron.

– Mira -dijo Loto señalando los caracteres-. Aquí no pone que entrara en nuestra hermandad.

Les arrebaté el abanico de las manos y me lo llevé a un rincón para examinarlo sola. «Tengo demasiados problemas -había escrito Flor de Nieve-. No puedo ser lo que tú deseas. Ya no tendrás que oír mis quejas. Tres hermanas de juramento han prometido amarme tal como soy…»

– ¿Lo ves, señora Lu? -dijo Loto-. Flor de Nieve quería que la escucháramos. A cambio, nos enseñó la escritura secreta. Era nuestra maestra y nosotras la respetábamos y amábamos. Pero ella no nos amaba a nosotras, sino a ti. Quería que tú correspondieras a su amor sin las cargas de tu vergüenza y tu impaciencia.

Que yo hubiera sido superficial, testaruda y egoísta no alteraba la gravedad ni la estupidez de lo que había hecho. Había incurrido en el mayor error que puede cometer una mujer que conoce el nu shu: no había tenido en cuenta la textura, el contexto ni los matices de significado.

Peor aún, mi egocentrismo me había hecho olvidar lo que había aprendido el día que conocí a Flor de Nieve: que ella siempre era más sutil y sofisticada en sus palabras que la segunda hija de un vulgar campesino. Durante ocho años Flor de Nieve había sufrido por culpa de mi ceguera y mi ignorancia. Durante el resto de mi vida -casi tantos años como los que tenía Flor de Nieve cuando murió- no he dejado de lamentarlo.

Pero las hermanas de juramento no habían terminado conmigo.

– Ella intentaba complacerte en todo -prosiguió Loto-, incluso teniendo trato carnal con su esposo poco después de dar a luz, sin respetar los plazos de purificación.

– ¡Eso no es verdad!

– Cada vez que Flor de Nieve perdía un hijo, no le ofrecías más compasión que su esposo o su suegra -intervino Sauce-. Siempre decías que su único valor residía en su capacidad de engendrar hijos varones, y ella te creía. Le decías que volviera a intentarlo, y ella te obedecía.

– Eso es lo que debemos decir -repuse, indignada-. Así es como las mujeres nos consolamos…

– ¿Crees que esas palabras la consolaban cuando acababa de perder otro hijo?

– Vosotras no estabais allí. Vosotras no la oíais…

– ¡Inténtalo otra vez! ¡Inténtalo otra vez! ¡Inténtalo otra vez! -dijo Flor de Ciruelo-. ¿Vas a negar que era eso lo que le decías?

No. No podía negarlo.

– Exigías que siguiera tus consejos en eso y en muchas otras cosas -terció Loto-. Y, cuando lo hacía, tú la criticabas…

– Estáis tergiversando mis palabras.

– ¿Ah, sí? -preguntó Sauce-. Flor de Nieve siempre hablaba de ti. Jamás te censuró, pero nosotras entendíamos lo que pasaba.

– Te quería como se debe querer a una laotong, por todo lo que eras y por todo lo que no eras -concluyó Flor de Ciruelo-. Pero tú tenías una mentalidad demasiado masculina. Tú la querías como la habría querido un varón y sólo la valorabas según las reglas de los hombres.

Loto cambió de tema.

– ¿Te acuerdas de cuando estábamos en las montañas y perdió el niño que llevaba en el vientre? -me preguntó con un tono que me hizo temer lo que diría a continuación.

– Sí, claro que me acuerdo.

– Entonces ya estaba enferma.

– No puede ser. El carnicero…

– Es posible que su esposo acelerara el proceso ese día -admitió Sauce-, pero la sangre que salía de su cuerpo era negra y vieja, y nadie vio que expulsara un feto.

Una vez más, Flor de Ciruelo zanjó la cuestión.

– Hemos pasado muchos años aquí, a su lado, y eso ocurrió varias veces más. Ya estaba gravemente enferma cuando tú le cantaste tu Carta de Vituperio.

Hasta entonces yo no había podido desmentir sus palabras, así que ¿cómo iba a discutir ese punto? Era evidente que el tumor llevaba mucho tiempo creciendo. De pronto empezaron a encajar otros detalles del pasado: la pérdida de apetito de Flor de Nieve, la palidez de su piel y su falta de energía cuando yo la chinchaba para que comiera más, se pellizcara las mejillas a fin de darles color y realizara todas las tareas que se esperaba de una esposa para que la armonía reinara en el hogar de su esposo. Entonces recordé que sólo dos semanas atrás, cuando llegué a su casa, Flor de Nieve se había disculpado. Yo no le había pedido perdón… ni siquiera cuando ella soportaba un dolor atroz, ni siquiera cuando su muerte era inminente, ni siquiera mientras, con suficiencia, yo me decía que todavía la amaba. Su corazón siempre había sido puro, pero el mío estaba duro, reseco y arrugado como una nuez vieja.

A veces pienso en esas hermanas de juramento, que ya han muerto. Tenían que ser prudentes cuando hablaban conmigo, porque yo era la señora Lu, pero no estaban dispuestas a dejar que me marchara de aquella casa sin saber la verdad.

Regresé a mi hogar y me refugié en la habitación de arriba con el abanico y unas cuantas cartas que se habían salvado. Molí tinta hasta obtener un líquido negro como el cielo nocturno. Abrí el abanico, mojé el pincel en la tinta e hice la que creí sería mi última anotación.

«Tú, que siempre conociste mi corazón, vuelas ahora más allá de las nubes, acariciada por el sol. Espero que un día volemos juntas.» Tendría muchos años para reflexionar sobre esas palabras y hacer todo lo posible para remediar el daño que había causado a la persona a quien más quería.

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