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El médico de Jintian llevaba años atendiéndola, pero decidí mandar a buscar al mío. El hombre miró a mi laotong y meneó la cabeza.

– Esta mujer no tiene cura, señora Lu -afirmó-. Lo único que puedes hacer es esperar a que llegue la muerte. Ya se aprecia en el tono morado de la piel por encima de los vendajes. Primero, los tobillos; luego las piernas, que se hincharán y adquirirán un color morado a medida que su fuerza vital se debilite. Sospecho que pronto cambiará su respiración. Reconocerás las señales. Una inhalación, una exhalación, y luego nada. Cuando creas que ya no va a volver a respirar, inhalará de nuevo. No llores, señora Lu. Entonces el fin estará muy cerca, y ella ni siquiera será consciente de su dolor.

El médico dejó unos paquetes de hierbas para que preparáramos una infusión medicinal; le pagué y juré que no volvería a solicitar sus servicios. Cuando se hubo marchado, Loto, la mayor de las hermanas de juramento, intentó consolarme.

– El esposo de Flor de Nieve ha hecho venir a muchos médicos, pero ninguno podría hacer nada por ella.

El viejo resentimiento amenazó con surgir de nuevo en mí, pero vi compasión en el rostro de Loto, no sólo por Flor de Nieve, sino también por mí.

Recordé que el amargo era el más yin de todos los sabores. Causaba contracciones, reducía la fiebre y calmaba el corazón y el espíritu. Convencida de que el melón amargo detendría el avance de la enfermedad, pedí a sus hermanas de juramento que me ayudaran a preparar melón amargo salteado con puré de judías negras y sopa de melón amargo. Las tres mujeres me obedecieron. Me senté en la cama de Flor de Nieve y se lo di a pequeñas cucharadas. Al principio ella comía sin protestar. Después cerró la boca y desvió la mirada, como si yo no estuviera allí con ella.

La hermana de juramento mediana me llevó aparte. En el rellano de la escalera, Sauce cogió el cuenco que yo tenía en las manos y susurró:

– Es demasiado tarde para esto. No quiere comer. Debes dejarla marchar. -Sauce me acarició la mejilla con ternura. Más tarde, ese mismo día, fue ella quien limpió el vómito de melón amargo de Flor de Nieve.

Mi siguiente y último plan era consultar al adivino. Entró en la habitación y anunció:

– Un fantasma se ha pegado al cuerpo de tu amiga. No te preocupes. Juntos lo expulsaremos de esta habitación y ella se curará. Flor de Nieve -dijo inclinándose sobre la cama-, te he traído unas palabras para que las recites. -A continuación nos ordenó a las demás-: Arrodillaos y rezad.

Luna de Primavera, la señora Wang (sí, la anciana casamentera también estuvo allí la mayor parte del tiempo), las tres hermanas de juramento y yo nos postramos alrededor de la cama y comenzamos a rezar y a cantar a la Diosa de la Compasión, mientras Flor de Nieve repetía las oraciones con un hilo de voz. Cuando el adivino nos vio enfrascadas en nuestra tarea, sacó un pedazo de papel de su bolsillo, escribió unos conjuros en él, le prendió fuego y recorrió varias veces la habitación intentando ahuyentar al fantasma hambriento. Por último cortó el humo con una espada, zas, zas, zas.

– ¡Fuera, fantasma! ¡Fuera, fantasma! ¡Fuera, fantasma!

Pero no sirvió de nada. Pagué al adivino y desde la celosía de Flor de Nieve lo vi subir a su carro tirado por un poni y alejarse por el camino. Juré que a partir de entonces sólo recurriría a los adivinos para buscar fechas propicias.

Flor de Ciruelo, la menor de las hermanas de juramento, vino a mi lado y dijo:

– Flor de Nieve hace todo lo que le pides. Espero que te des cuenta, señora Lu, de que sólo lo hace por ti. Este tormento dura ya demasiado tiempo. Si ella fuera un perro, ¿la obligarías a seguir sufriendo?

Existen muchas clases de dolor: la agonía física que soportaba Flor de Nieve, la pena que me invadía al ver su sufrimiento y pensar que ni yo misma podría aguantar un momento más, el arrepentimiento que sentía por lo que le había dicho ocho años atrás (¿y para qué? ¿Para que me respetaran las mujeres de mi pueblo? ¿Para herir a Flor de Nieve como ella me había herido? ¿O había sido una cuestión de orgullo, pues no quería que ella estuviera con nadie si no estaba conmigo?). Me había equivocado en todo, incluso en lo último, pues durante aquellos largos días vi el consuelo que las otras mujeres proporcionaban a mi laotong. No habían venido a verla sólo en sus últimos momentos, como había hecho yo, sino que llevaban años pendientes de ella. Su generosidad -en forma de pequeñas bolsas de arroz, hortalizas cortadas y leña- la había mantenido viva. Mientras yo estuve allí, acudieron todos los días, sin importarles dejar sus propios hogares desatendidos. No se inmiscuían en la especial relación que teníamos nosotras dos y se movían con discreción, como espíritus benignos, sin que apenas se notara su presencia; rezaban y seguían encendiendo fuegos para ahuyentar a los fantasmas que acechaban a Flor de Nieve, pero siempre nos dejaban tranquilas.

Supongo que dormía, pero no lo recuerdo. Cuando no estaba cuidándola, le preparaba zapatos para el funeral. Elegía colores que sabía que le gustaban. Enhebraba la aguja y bordaba en un zapato una flor de loto, que simbolizaba la continuidad, y una escalera, que simbolizaba el ascenso, para expresar la idea de que Flor de Nieve iniciaba un ascenso continuo hacia el cielo. En otro par bordé pequeños ciervos y murciélagos de curvas alas, símbolos de longevidad -los mismos que aparecen en las prendas nupciales y se cuelgan en las fiestas de cumpleaños-, para que Flor de Nieve supiera que, incluso después de su muerte, su sangre se perpetuaría en sus hijos.

Flor de Nieve empeoró. La primera vez que le había lavado los pies y se los había vuelto a vendar, vi que tenía los dedos de un color morado oscuro. Tal como había vaticinado el médico, ese color, que anunciaba la muerte, fue ascendiendo por sus pantorrillas. Intenté que Flor de Nieve combatiera la enfermedad. Los primeros días le suplicaba que recurriera a su carácter de caballo para ahuyentar a coces a los fantasmas que venían a reclamarla, pero acabé comprendiendo que lo único que se podía hacer era facilitarle el viaje al más allá.

Yonggang venía todas las mañanas y me traía huevos frescos, ropa limpia y mensajes de mi esposo. Había sido una criada fiel y obediente durante muchos años, pero entonces descubrí que en una ocasión había traicionado mi confianza, y le estaré eternamente agradecida por ello. Tres días antes de la muerte de Flor de Nieve, llegó una mañana, se arrodilló ante mí y dejó un cesto a mis pies.

– Señora, hace muchos años te vi -dijo con la voz quebrada por el miedo-. Sabía que no querías hacer lo que estabas haciendo.

No entendí de qué me hablaba ni por qué elegía ese momento para confesar su falta. Entonces retiró el paño que cubría el cesto, metió una mano en él y empezó a sacar cartas, pañuelos, bordados y nuestro abanico secreto. Yo había buscado esas cosas cuando quise quemar todo recuerdo de nuestro pasado, pero mi criada se había arriesgado a que la echaran de casa para salvarlas durante aquellos días en que yo intentaba por todos los medios Arrancar la Enfermedad de mi Corazón y las había guardado todos esos años.

Al verlo, Luna de Primavera y las hermanas de juramento empezaron a corretear por la habitación revolviendo en el cesto de los bordados de Flor de Nieve y en los cajones, y mirando debajo de la cama en busca de escondites. Pronto tuve ante mí todas las cartas que había escrito a Flor de Nieve y todas las labores que había hecho para ella. Al final todo, excepto lo que yo ya había destruido, se acumuló allí.

Dediqué los últimos días a realizar con ella un viaje a lo largo de toda nuestra vida juntas. Ambas habíamos memorizado muchos textos y podíamos recitar pasajes enteros, pero ella se debilitaba rápidamente y pasó el resto del tiempo escuchándome, cogida a mi mano.

Por la noche, juntas en la cama bajo la celosía, bañadas por la luz de la luna, nos transportábamos a nuestros años de cabello recogido. Yo le escribía caracteres de nu shu en la palma de la mano. «La luz de la luna ilumina mi cama…»

– ¿Qué he escrito? -preguntaba-. Dime los caracteres.

– No lo sé -susurraba ella.

Así pues, yo recitaba el poema y veía cómo las lágrimas escapaban por las comisuras de los ojos de mi laotong, corrían por sus sienes y se perdían en sus orejas.

Durante la última conversación que mantuvimos, me preguntó:

– ¿Puedes hacerme un favor?

– Claro que sí. Haré lo que quieras -contesté.

– Por favor, sé la tía de mis hijos.

Prometí que lo sería.

No había nada que aliviara su sufrimiento. En las últimas horas le leí nuestro contrato y le recordé que habíamos ido al templo de Gupo y comprado papel rojo, que nos habíamos sentado juntas y habíamos redactado el texto. Volví a leerle las palabras que nos habíamos enviado en nuestras misivas. Le leí partes felices de nuestro abanico. Le tarareé viejas melodías de la infancia. Le dije cuánto la quería y que deseaba que estuviera esperándome en el más allá. Le hablé hasta que llegó al borde del cielo, resistiéndome a que se marchara y al mismo tiempo ansiando soltarla para que volara hacia las nubes.

Su piel pasó del blanco fantasmal al dorado. Toda una vida de preocupaciones se borró de su cara. Las hermanas de juramento, Luna de Primavera, la señora Wang y yo escuchamos atentamente el ritmo de su respiración: una inhalación, una exhalación y luego nada. Pasaron unos segundos; otra inhalación, otra exhalación y luego nada. De nuevo unos segundos torturadores, después una inhalación, una exhalación y luego nada. Yo tenía una mano sobre su mejilla, igual que ella solía posar su mano en la mía, para que supiera que su laotong estaría a su lado hasta la última inhalación, la última exhalación y luego nada de verdad.

Lo que sucedió me recordaba a la fábula que mi tía solía cantar acerca de la muchacha que tenía tres hermanos. Ahora comprendo que nos enseñaban esas canciones y esos cuentos no sólo para que aprendiéramos cómo debíamos comportarnos, sino también porque íbamos a vivir versiones parecidas de esas historias una y otra vez a lo largo de la vida.

Bajamos a Flor de Nieve a la sala principal. La lavé y le puse las prendas de la eternidad; estaban desteñidas y deshilachadas, pero conservaban bordados que yo recordaba de nuestra infancia. La mayor de las hermanas de juramento la peinó. La mediana le empolvó la cara y le pintó los labios. La menor le adornó el cabello con flores. Colocamos el cadáver en un ataúd. Una pequeña banda vino a tocar música fúnebre, mientras nosotras nos sentamos alrededor de la difunta en la sala principal. La mayor de las hermanas de juramento tenía dinero y compró incienso para quemar. La mediana tenía dinero y compró papel para quemar. La menor no tenía dinero para comprar incienso ni papel, pero lloró como debe llorar una mujer en una ocasión así.

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