Pero el terror que tío Lu tanto temía no llegó en la forma de los taiping. Lo último que oí antes de que los fantasmas de la muerte descendieran sobre nosotros fue que Flor de Nieve volvía a estar encinta. Le bordé un pañuelo para desearle una gestación sana y feliz, y lo decoré con peces plateados que saltaban de un arroyo azul claro, creyendo que ésa era la imagen más propicia y refrescante que podía ofrecer a una mujer que iba a estar embarazada durante el verano.
Aquel año, el gran calor llegó antes. Era demasiado pronto para que volviéramos a nuestra casa natal, así que las mujeres y nuestros hijos languidecíamos en la habitación de arriba esperando, esperando, esperando. Como la temperatura aumentaba día a día, los hombres de Tongkou y de los pueblos de los alrededores llevaban a los niños a bañarse al río. Era el mismo río en que de niña me refrescaba los pies, y sentí una gran alegría cuando mi suegro y mi cuñado se ofrecieron a llevar allí a los niños. Pero también era el mismo río donde las niñas de pies grandes lavaban la ropa y de donde cogían agua para beber y cocinar, porque los pozos del pueblo estaban llenos de larvas de insectos.
El primer caso de fiebre tifoidea apareció en el mejor pueblo del condado, mi Tongkou. Afectó al precioso primogénito de uno de nuestros arrendatarios y se extendió por su casa hasta matar a toda su familia. La enfermedad empezaba con fiebres, seguidas de un fuerte dolor de cabeza y vómitos. A veces también producía tos y ronquera, o un sarpullido de granos de color rosa. Cuando aparecía la diarrea, sólo era cuestión de horas que la muerte pusiera fin a la agonía. En cuanto nos enterábamos de que un niño había caído enfermo, sabíamos qué iba a pasar. Primero moría el niño, luego sus hermanos y hermanas, luego la madre y por último el padre. Era un proceso que se repetía una y otra vez, porque una madre no puede abandonar a su hijo enfermo y un esposo no puede abandonar a su esposa moribunda. Pronto el caos reinó en todas las poblaciones del condado.
La familia Lu se retiró de la vida del pueblo y cerró las puertas de su casa. Las criadas desaparecieron; no sé si mi suegro las echó o huyeron atemorizadas. No supe más de ellas. Las mujeres de la familia reunimos a los niños en la habitación de arriba creyendo que allí estarían más seguros. El hijo de Cuñada Tercera fue el primero en presentar los síntomas de la enfermedad. Le ardía la frente y tenía las mejillas muy coloradas. Al verlo me llevé a mis hijos a mi dormitorio y llamé a mi hijo mayor. En ausencia de mi esposo, debería haber consentido en su deseo de quedarse con su tío abuelo y el resto de los hombres, pero no lo dejé elegir.
– Sólo yo saldré de esta habitación -dije a mis hijos-. Hermano Mayor se ocupará de vosotros mientras yo no esté aquí. Tenéis que obedecerlo en todo.
Todos los días salía de la habitación una vez por la mañana y otra por la noche. Consciente de la gravedad de la enfermedad, me llevaba el orinal y lo vaciaba yo misma, procurando que nada de la zona donde se acumulaban los excrementos tocara el recipiente, mis manos, mis pies o mi ropa. Sacaba agua salobre del pozo, la hervía y la filtraba hasta que quedaba clara y limpia. Me daba miedo la comida, pero algo teníamos que comer. No sabía qué hacer. ¿Debíamos ingerir alimentos crudos, directamente arrancados del huerto? Cuando pensé en el estiércol que utilizábamos para abonar los campos, comprendí que eso no podía ser aconsejable. Recordé lo único que cocinaba mi madre cuando yo estaba enferma: congee. Lo preparaba dos veces al día.
El resto del tiempo estaba encerrada en mi dormitorio con mis hijos. Durante el día oíamos gente correr de un lado a otro. Por la noche llegaban hasta nosotros los gritos intermitentes de los enfermos y los angustiados lamentos de las madres. Por la mañana yo pegaba una oreja a la puerta y me enteraba de quién se había marchado al más allá. Las concubinas, que no tenían a nadie que se ocupara de ellas, agonizaban y morían solas, con la única compañía de las mismas mujeres contra las que hasta entonces habían conspirado.
Tanto de día como de noche me preocupaba por Flor de Nieve y mi esposo. ¿Mi laotong pondría en práctica las mismas medidas preventivas que empleaba yo? ¿Estaría bien? ¿Habría muerto? ¿Habría perecido su primer hijo, que siempre me había parecido tan débil? ¿Habría muerto toda la familia? ¿Y mi esposo? ¿Habría muerto en otra provincia o en algún camino? Si algo malo le pasaba a alguno de los dos, no sabía qué iba a hacer. Me sentía enjaulada por el miedo.
En mi dormitorio sólo había una ventana y estaba demasiado alta para asomarme a ella. Los olores que desprendían los hinchados cadáveres que la gente dejaba ante las casas impregnaban la húmeda atmósfera. Nos tapábamos la nariz y la boca, pero no había escapatoria: el hedor hacía que nos escocieran los ojos y se nos adhería a la lengua. Yo repasaba mentalmente todas las tareas que debía realizar: rezar constantemente a la diosa, envolver a los niños con tela rojo oscuro, barrer la habitación tres veces al día para asustar a los fantasmas que acecharan en busca de presas. También enumeraba todas las cosas de que debíamos abstenernos: nada de comida frita ni salteada. Si mi esposo hubiera estado en casa, tampoco deberíamos haber tenido trato carnal. Pero él estaba lejos, y era yo la que debía permanecer alerta.
Un día, mientras preparaba las gachas de arroz, mi suegra entró en la cocina con un pollo muerto en la mano.
– Ya no tiene sentido que reservemos los pollos -dijo con aspereza. Mientras lo descuartizaba y picaba ajo, me previno-: Tus hijos morirán si no comen carne y verdura. Vas a matarlos de hambre y ni siquiera habrán tenido tiempo de enfermar.
Me quedé contemplando el pollo. Se me hacía la boca agua y me rugía el estómago, pero por primera vez desde que me había casado hice oídos sordos a los comentarios de mi suegra. No dije nada. Puse el congee en cuencos y los coloqué en una bandeja. Cuando me dirigía a mi dormitorio, me detuve ante la puerta de tío Lu, llamé con los nudillos y dejé un cuenco para él. Tenía que hacerlo, porque no sólo era el miembro de más edad y más respetado de nuestra familia, sino que además era el maestro de mi hijo. Los clásicos nos enseñan que la relación del maestro y el alumno es la segunda en importancia después de la del padre y el hijo.
Llevé los otros cuencos a mis hijos. Jade protestó al ver que no había cebollas ni trozos de cerdo, ni siquiera verduras en conserva, y le di una fuerte bofetada. Los otros niños se tragaron sus quejas, mientras su hermana se mordía el labio inferior y contenía las lágrimas. No les hice caso. Cogí la escoba y me puse a barrer.
Pasaban los días y los síntomas de la enfermedad seguían sin aparecer en nuestro dormitorio, pero el calor era insoportable y empeoraba los olores de la enfermedad y la muerte. Una noche, cuando fui a la cocina, encontré a Cuñada Tercera de pie, como una aparición, en medio de la habitación oscura, vestida de pies a cabeza con prendas blancas de luto. Deduje por su atuendo que sus hijos y su esposo habían muerto. Su mirada, vacía y perdida, me dejó paralizada. Ella no se movió ni dio muestras de haberme visto, pese a que yo estaba a sólo un metro de ella. Estaba tan asustada que no me atrevía a retirarme ni a avanzar. Oí el canto de las aves nocturnas y el débil gemido de carabao. Entonces se me ocurrió una idea estúpida: ¿por qué no morían los animales? ¿O sí morían y no había nadie para decírmelo?
– ¡La cerda inútil sigue viva! -exclamó una voz amarga y virulenta detrás de mí.
Cuñada Tercera ni siquiera parpadeó, pero yo me di la vuelta. Era mi suegra. Se había quitado las horquillas y unos grasientos mechones de cabello enmarcaban su cara.
– Nunca debimos dejarte entrar en esta casa -añadió-. Estás destruyendo el clan Lu, asquerosa y corrupta cerda. -A continuación escupió a Cuñada Tercera, que ni siquiera se limpió la cara-. Te maldigo -prosiguió mi suegra, roja de ira y de dolor-. Espero que mueras. Si no mueres, el señor Lu te echará de aquí cuando llegue el otoño. Y espero que la diosa te haga sufrir. Pero, si estuviera en mi mano, no vivirías lo suficiente para ver la luz del día.
Mi suegra, que parecía no haber reparado siquiera en mí, dio media vuelta, apoyó una mano contra la pared y salió tambaleándose de la cocina. Miré a mi cuñada, que seguía pareciendo ausente de este mundo. Yo sabía que lo que iba a hacer no era conveniente, pero me acerqué a ella, la abracé y la guié hasta una silla. Puse agua a calentar y, haciendo acopio de valor, mojé un trapo en un cubo de agua fresca y limpié la cara a mi cuñada. Luego arrojé el trapo al brasero y vi cómo ardía. Cuando hirvió el agua, preparé té, le serví una taza y se la puse delante. Ella no la cogió. No sabía qué más podía hacer, así que me puse a preparar el congee, removiendo con paciencia el fondo del cazo para que el arroz no se pegara ni se quemara.
– Me esfuerzo por oír el llanto de mis hijos. Busco a mi esposo por todas partes -murmuró Cuñada Tercera, Me di la vuelta, creyendo que se dirigía a mí, pero comprendí por su mirada que hablaba sola-. Si vuelvo a casarme, ¿cómo podré reunirme con mi esposo y con mis hijos en el más allá?
Yo no podía ofrecerle palabras de consuelo, porque no las había. Cuñada Tercera no tenía ningún árbol robusto que la protegiera, ni ninguna montaña fiel se alzaba detrás de ella. Se levantó y salió de la cocina tambaleándose sobre sus delicados lotos dorados, frágil como uno de esos farolillos que soltamos en la Fiesta de los Farolillos. Seguí removiendo el congee.
A la mañana siguiente, cuando bajé, me pareció que algo había cambiado. Yonggang y otras dos criadas habían regresado y estaban limpiando la cocina y amontonando leña. Yonggang me informó de que esa misma mañana habían encontrado muerta a Cuñada Tercera. Se había suicidado bebiendo lejía. A menudo me pregunto qué habría pasado si hubiera esperado unas horas más, porque durante la comida mi suegra empezó a tener fiebre. Ya debía de estar enferma la noche anterior, cuando fue tan cruel con su nuera.
Yo tenía que tomar una decisión difícil. Hasta ese momento había mantenido protegidos a mis hijos en mi dormitorio, pero mi deber como esposa era servir a mis suegros antes que a nadie. Eso no significaba sólo llevarles el té por la mañana, lavarles la ropa o aceptar sus críticas con resignación. Servirlos significaba que debía apreciarlos más que a nadie, más que a mis padres, mi esposo o mis hijos. Como mi marido no estaba en la casa, no me quedaba otro remedio que olvidar el miedo a la enfermedad, expulsar de mi corazón todos los sentimientos que tenía hacia mis hijos y cumplir con mi deber. Si no lo hacía y mi suegra moría, mi vergüenza sería insoportable.