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Nos miró a todos con sus brillantes ojos antes de fijarse en mi primer hijo, que ya había cumplido ocho años. Tío Lu, que debería haber saludado primero a su hermano, estiró un brazo y puso una mano surcada de venas sobre el hombro de mi hijo.

– Lee mil libros -dijo con tono afable, si bien su voz delataba los muchos años que había vivido en la capital-, y tus palabras fluirán como un río. Y ahora, pequeño, muéstrame el camino de tu casa. -Dicho esto, el hombre más estimado de la familia dio la mano a mi hijo y juntos traspusieron las puertas de Tongkou.

Pasaron dos años más. Yo acababa de tener un tercer varón, y todos trabajábamos mucho para que todo siguiera como siempre, pero era evidente que con la caída en desgracia de tío Lu y la rebelión contra el aumento de las rentas la situación había cambiado. Mi suegro empezó a reducir su consumo de tabaco; mi esposo pasaba más horas en los campos, e incluso a veces cogía un apero y ayudaba a nuestros campesinos en sus tareas. El profesor se marchó y tío Lu se encargó personalmente de las lecciones de mi hijo mayor. En la habitación de arriba, las discusiones entre las esposas y las concubinas arreciaban a medida que disminuían los regalos de seda e hilo de bordar. Ese año, cuando Flor de Nieve y yo nos encontramos en mi casa natal, apenas estuve con mi familia. Sí, comíamos juntos y por la noche nos sentábamos fuera, como hacíamos cuando yo era pequeña, pero no había ido a Puwei para ver a mis padres. Lo que quería era ver a Flor de Nieve y estar con ella. Habíamos cumplido treinta años y hacía veintitrés que éramos laotong. Costaba creer que hubiera pasado tanto tiempo, y costaba más aún creer que antaño habíamos sido como una sola persona. Yo le profesaba un gran cariño, pero mis hijos y mis tareas cotidianas ocupaban todo mi tiempo. Tenía tres hijos y una hija, y ella tenía dos hijos y una hija. Compartíamos una relación emocional más profunda que los vínculos que nos unían a nuestros esposos y creíamos que nunca se rompería, pero la pasión de nuestro amor había disminuido. Eso no nos preocupaba, pues la monotonía de los años de arroz y sal hace mella en todas las relaciones profundas. Sabíamos que cuando nos llegaran los años de recogimiento volveríamos a estar tan unidas como en el pasado. De momento lo único que podíamos hacer era compartir al máximo nuestra vida cotidiana.

En casa de Flor de Nieve las últimas cuñadas se habían casado y marchado, de modo que ya no tenía que trabajar para ellas. Su suegro había muerto. Estaba matando un cerdo y en el último momento el animal se agitó bruscamente; el cuchillo se le escapó de las manos y le hizo un profundo corte en un brazo; se desangró en el umbral del hogar familiar, como habían hecho tantos cerdos. Desde entonces el marido de Flor de Nieve era el amo de la casa, aunque él -y todos los que vivían bajo aquel techo- todavía estaba en gran medida controlado por su madre. Consciente de que Flor de Nieve no tenía nada ni a nadie, su suegra redobló sus críticas y sus quejas, al tiempo que su esposo dejaba de protegerla. Sin embargo, ella se consolaba con su segundo hijo, un niño robusto y risueño. Todo el mundo lo adoraba, mientras que nadie creía que su primer hijo llegara a cumplir veinte años, quizá ni siquiera los diez.

Pese a que Flor de Nieve tenía una posición muy inferior a la mía, prestaba más atención y escuchaba más que yo. Debí imaginarlo. Siempre le había interesado más que a mí el reino exterior. Me explicó que los rebeldes de los que yo había oído hablar se llamaban taiping y que pretendían un orden armonioso. Creían, al igual que el pueblo yao, que los fantasmas, los dioses y las diosas influyen en las cosechas, la salud y el nacimiento de los hijos varones. Los taiping prohibían el vino, el opio, el juego, las danzas y el tabaco. Decían que había que arrebatar las fincas a los terratenientes, que tenían el noventa por ciento de las tierras y recibían el setenta por ciento de la cosecha, y que los que trabajaban la tierra debían compartirla por igual. En nuestra provincia cientos de miles de personas habían abandonado sus hogares para unirse a los taiping y estaban invadiendo pueblos y ciudades. Me habló de su cabecilla, que creía ser hijo de un famoso dios; de algo que él llamaba su Reino Celestial, de su aversión a los extranjeros y de la corrupción política. Yo no entendía qué intentaba decirme. Para mí un extranjero era alguien de otro condado. Yo vivía dentro de las cuatro paredes de la habitación de arriba, pero la mente de Flor de Nieve volaba hasta lugares lejanos, observando, buscando y preguntando.

Cuando regresé a mi casa y pregunté a mi esposo quiénes eran los taiping, él contestó: «Una esposa debe preocuparse de sus hijos y de hacer feliz a su familia. Si vuelves tan inquieta de tu pueblo natal, la próxima vez no te daré permiso para visitar a tu familia.» No dije ni una palabra más acerca del reino exterior.

La escasez de lluvias y las consecuencias que ésta tuvo en las cosechas hicieron que el hambre asolara Tongkou. Sin embargo, no me preocupé hasta que vi que nuestra despensa empezaba a vaciarse. Al poco tiempo mi suegra comenzó a castigarnos si derramábamos unas gotas de té o encendíamos un fuego demasiado grande en el brasero. Mi suegro se moderaba al servirse carne del plato central, pues prefería que sus nietos comieran antes que él aquel valioso alimento. Tío Lu, que había vivido en el palacio, no protestaba, pero, cuando comprendió la gravedad de la situación, empezó a exigirle más a mi hijo, con la esperanza de convertirlo en una garantía de que la familia recuperaría su buena posición.

Eso suponía un desafío para mi esposo. Una noche, cuando estábamos en la cama con las lámparas apagadas, me confió:

– Tío Lu cree que nuestro hijo tiene talento, y yo me alegré de que se ocupara de sus lecciones, pero ahora miro hacia el futuro y veo que quizá tendremos que enviarlo lejos para que siga sus estudios. ¿Cómo vamos a hacerlo, si todo el condado sabe que pronto tendremos que empezar a vender campos para poder comer? -Mi esposo me cogió la mano en la oscuridad-. Lirio Blanco, se me ha ocurrido una idea y mi padre la apoya, pero estoy preocupado por ti y por nuestros hijos.

Esperé, temiendo qué diría a continuación.

– La gente necesita ciertas cosas para vivir -prosiguió mi esposo-. El aire, el sol, el agua y la leña no cuestan dinero, aunque a veces no sean abundantes. Pero la sal sí cuesta dinero, y todo el mundo necesita sal para vivir.

Mi mano estrechó la suya. ¿Adónde quería llegar?

– He preguntado a mi padre si puedo coger nuestros últimos ahorros -añadió-, viajar hasta Guilin, comprar sal y traerla aquí para venderla. Me ha dado permiso.

El plan de mi esposo entrañaba más peligros que los que yo podía nombrar. Guilin estaba en la provincia vecina. Para llegar hasta allí mi esposo tendría que pasar por territorio ocupado por los rebeldes. Y los que no eran rebeldes eran campesinos desesperados que habían perdido sus hogares y se habían convertido en bandidos que asaltaban a quienes se atrevían a transitar por los caminos. El negocio de la sal era peligroso en sí mismo, y ésa era una de las razones por las que la sal siempre escaseaba. Los hombres que controlaban su comercio en nuestra provincia tenían sus propios ejércitos, pero mi esposo estaba solo. Carecía de experiencia en el trato con los caudillos y los astutos comerciantes. Por si eso fuera poco, mi mente femenina lo imaginaba conociendo a hermosas mujeres en Guilin. Si salía airoso de su aventura, quizá volviera a casa con unas cuantas concubinas. Mi debilidad de mujer fue lo primero que expresé.

– No recojas flores silvestres -le supliqué, utilizando el eufemismo con que denominábamos a esa clase de mujeres que podía encontrar en su viaje.

– El valor de una esposa reside en sus virtudes, no en su rostro -me tranquilizó él-. Me has dado hijos. Mi cuerpo recorrerá una larga distancia, pero mis ojos no mirarán lo que no deben ver. -Hizo una pausa, y añadió-: Sé fiel, evita la tentación, obedece a mi madre y sirve a nuestros hijos.

– Eso haré -prometí-. Pero no me preocupa lo que pueda sucederme a mí.

Intenté expresar mis otros temores, pero él dijo:

– ¿Acaso vamos a dejar de vivir porque unos cuantos estén descontentos? Debemos seguir utilizando nuestros caminos y nuestros ríos, que son de todos los chinos.

Dijo que calculaba estar lejos durante un año.

Tan pronto mi esposo partió, el desasosiego se apoderó de mí. A medida que pasaban los meses, cada vez estaba más nerviosa y asustada. Si le ocurría algo, ¿qué sería de mí? Como viuda, tendría muy pocas opciones. Puesto que mis hijos eran demasiado pequeños para ocuparse de mí, mi suegro me vendería a otro hombre. Sabía que si eso llegaba a ocurrir quizá no volvería a ver a mis hijos, y entendí por qué tantas viudas se suicidaban. Sin embargo, no iba a conseguir nada llorando día y noche abrumada por los riesgos que me amenazaban. Intentaba mantener una apariencia serena en la habitación de arriba, pese a que me preocupaba muchísimo la seguridad de mi esposo.

Pensando que me consolaría ver a mi primer hijo, comencé a hacer algo que no se me habría pasado por la cabeza hasta entonces. Varias veces al día, me ofrecía a ir a buscar el té para las mujeres de la habitación de arriba; una vez abajo, me sentaba y escuchaba las lecciones de mi hijo con tío Lu.

– Las tres fuerzas más importantes son el cielo, la tierra y el hombre -recitaba el pequeño-. Las tres luces son el sol, la luna y las estrellas. Las oportunidades que ofrece el cielo no son iguales a las ventajas conseguidas en la tierra, mientras que las ventajas de la tierra no están a la altura de las bendiciones que proceden de la armonía entre los hombres.

– Esas palabras puede memorizarlas cualquier niño, pero ¿qué significan? -Tío Lu era exigente y riguroso.

¿Creéis que mi hijo erraba alguna vez en las respuestas? Pues no, y os diré por qué. Si no contestaba correctamente a una pregunta o cometía algún error en sus recitaciones, tío Lu le golpeaba en la palma de la mano con una vara de bambú. Si al día siguiente volvía a equivocarse, el castigo era doble.

– El cielo da al hombre el clima, pero sin el fértil suelo de la tierra el clima no tiene ningún valor -contestó mi hijo-. Y el rico suelo es inútil si no reina la armonía entre los hombres.

Sonreí, orgullosa, en mi escondite, pero tío Lu no se contentaba con una sola respuesta correcta.

– Muy bien. Ahora hablemos del imperio. Si fortaleces a tu familia y cumples las normas que están escritas en el Libro de los ritos, habrá orden en tu casa. Eso se extiende de una casa a la siguiente, construyendo la seguridad del estado hasta llegar al emperador. Pero un rebelde engendra a otro rebelde, y pronto reina el desorden. Presta atención, pequeño. Nuestra familia posee tierras. Tu abuelo las gobernó durante mi ausencia, pero ahora la gente sabe que ya no tengo contactos en la corte. Ven y oyen a los rebeldes. Debemos ser prudentes.

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