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– Si hubiera sabido la verdad, nada habría cambiado. Flor de Nieve es mi laotong.

Mi madre compuso un gesto porfiado y cambió de táctica.

– Todo cuanto hicimos fue por tu propio bien.

Le hinqué las uñas aún más fuerte.

– Querrás decir por vuestro propio bien.

Yo era consciente del dolor físico que le estaba causando, pero mi madre no dio muestras de ello, sino que adoptó una expresión amable y suplicante. Yo sabía que intentaría justificarse, pero jamás habría podido imaginar la excusa que me presentó.

– Tu relación con Flor de Nieve y la perfección de tus pies os garantizaban una buena boda a ti y a tu prima. Luna Hermosa merecía ser feliz.

Me indignó que desviara la conversación del tema que a mí me preocupaba, pero mantuve la compostura.

– Luna Hermosa murió hace dos años -dije con voz ronca-. Flor de Nieve vino a esta casa hace diez años. Y tú nunca encontraste el momento de hablarme de sus circunstancias.

– Luna Hermosa…

– ¡No estamos hablando de Luna Hermosa!

– Tú la llevaste fuera. Si no lo hubieras hecho, ella seguiría con vida. Destrozaste el corazón a tu tía.

Debería haber supuesto que mi madre, como buen mono, tergiversaría los hechos. Aun así, la acusación era demasiado cruel. Pero ¿qué podía hacer yo? Era una buena hija. Dependía de mi familia hasta que quedara encinta y me marchara definitivamente a la casa de mi esposo. ¿Cómo una muchacha nacida bajo el signo del caballo iba a ganar la batalla contra un artero mono?

Mi madre debió de darse cuenta de que tenía ventaja, porque añadió:

– Si fueras una hija decente, me agradecerías…

– ¿Qué debería agradecerte?

– Te he dado la vida que yo no pude tener por culpa de estos pies -afirmó señalando sus deformes extremidades-. Te vendé los pies y ahora has recibido la recompensa.

Sus palabras me transportaron a las largas horas de sufrimiento, cuando ella solía repetirme una versión de aquella promesa. Me di cuenta, horrorizada, de que durante aquellos espantosos días mi madre no me había demostrado su amor maternal. En realidad, el dolor que me había infligido tenía que ver con su egoísmo, sus deseos y sus necesidades.

Sentía una rabia y una decepción insoportables.

– Nunca volveré a esperar de ti la menor muestra de bondad -le espeté, y le solté el brazo con una mueca de asco-. Pero recuerda esto: me educaste para que algún día llegara a tener poder para controlar lo que ocurre en esta familia. Seré una mujer buena y caritativa, pero no creas que olvidaré lo que me has hecho.

Mi madre se agachó, recogió su bastón y se apoyó en él.

– Me compadezco de la familia Lu. El día que te marches de esta casa será el más feliz de mi vida. Hasta entonces, no vuelvas a comportarte como una estúpida.

– ¿O si no qué? ¿No me darás de comer?

Mi madre me miró como si yo fuera una desconocida. Luego dio media vuelta y fue renqueando hasta su silla. Cuando llegó mi tía con el té, no dijimos nada.

Así fue como quedaron las cosas. Yo me mostré más amable con los demás: mis hermanos, mi tía, mi tío y mi padre. Quería borrar por completo a mi madre de mi vida, pero mis circunstancias me lo impedían. Tenía que permanecer en mi casa natal hasta que me quedara embarazada y estuviera a punto de dar a luz. E incluso cuando me instalara en el hogar de mi esposo, la tradición me obligaría a volver con mi familia varias veces al año. Con todo, intentaba mantener una distancia emocional con mi madre (aunque pasábamos muchos días en la misma habitación) comportándome como si hubiera madurado y ya no necesitara su cariño. Era la primera vez que lo hacía -en apariencia cumplía las tradiciones y las normas, liberaba mis emociones brevemente y luego me aferraba a mi resentimiento como un pulpo a una roca-, y la verdad es que funcionaba. Mi familia aceptó mi conducta, y yo seguí pareciendo una buena hija. Más tarde volvería a hacer algo similar, aunque por motivos muy diferentes y con resultados desastrosos.

Tenía más estima que nunca a Flor de Nieve. Nos escribíamos a menudo y la señora Wang hacía de correo. A mí me preocupaban sus circunstancias (si su suegra era amable con ella, cómo la trataba su esposo en la cama y si la situación había empeorado en su casa natal), y ella temía que yo no la quisiera como antes. Nos habría gustado vernos, pero ya no teníamos el pretexto de trabajar en nuestros ajuares para reunimos y sólo se nos permitía salir para las visitas conyugales.

Yo pasaba cuatro o cinco noches al año en la casa de mi esposo. Cada vez que me marchaba del hogar paterno, las mujeres de mi familia lloraban por mí. Siempre me llevaba comida, pues mis suegros no me alimentarían hasta que fuera a vivir definitivamente con ellos. Cada vez que iba a Tongkou, me animaba el trato que allí recibía. Cuando volvía a mi casa natal, las emociones de mi familia eran agridulces, porque cada noche que pasaba lejos de ellos me hacía parecer más valiosa y les recordaba que pronto los abandonaría para siempre.

Con cada viaje me volvía más atrevida. Miraba por la ventanilla del palanquín hasta que llegué a conocer bien el trayecto. El camino solía estar lleno de barro y baches. Estaba bordeado de arrozales y algún que otro campo de taro. En las afueras de Tongkou, un pino se retorcía sobre el sendero, como si saludara a los viajeros. Un poco más allá, a la izquierda, estaba el estanque del pueblo. El río Xiao serpenteaba detrás de mí. Enfrente, tal como había descrito Flor de Nieve, Tongkou se acurrucaba en los brazos de las colinas.

Cuando los porteadores me dejaban ante la entrada principal de Tongkou, los adoquines que yo pisaba formaban un intrincado dibujo que imitaba las escamas de los peces. Esa zona tenía forma de herradura, con el pabellón donde se descascarillaba el arroz a la derecha y un establo a la izquierda. Los pilares de la puerta, decorados con tallas pintadas, sostenían un ornado tejado con aleros que se elevaban hacia el cielo. En las paredes había frescos que representaban escenas de la vida de los inmortales. El umbral era alto, para indicar a los visitantes que Tongkou era el pueblo más importante del condado. Un par de bloques de ónice adornados con peces saltarines flanqueaban la puerta y ayudaban a desmontar a los visitantes que llegaban a caballo.

Detrás del umbral estaba el patio principal de Tongkou, amplio y acogedor, cubierto por una cúpula de ocho lados, tallada y pintada, que tenía un feng shui perfecto. Si traspasaba la puerta secundaria que había a la derecha, llegaba al salón principal de Tongkou, que se utilizaba para recibir a los visitantes comunes y para celebrar pequeñas reuniones. Más allá estaba el templo de los antepasados, que servía para acoger a los emisarios y a los funcionarios imperiales, así como para las celebraciones importantes, como las bodas. Los edificios más humildes, algunos de madera, se apiñaban detrás.

La casa de mis suegros se alzaba al otro lado de la puerta secundaria de la derecha. Todas las viviendas de esa zona eran majestuosas, pero la de mis suegros era particularmente bonita. Incluso ahora me alegro de vivir aquí. Es de ladrillo, de dos plantas, con la fachada enyesada. Bajo los aleros exteriores hay pinturas de hermosas doncellas y apuestos hombres estudiando, tocando instrumentos, practicando caligrafía, repasando las cuentas. Ésas son las cosas que siempre se han hecho en esta casa, de modo que esas pinturas ofrecen a los transeúntes información sobre el carácter de sus moradores y sobre cómo emplean su tiempo. Las paredes interiores están revestidas de las nobles maderas de nuestras colinas, y las habitaciones, ricamente ornamentadas con columnas, celosías y barandillas labradas.

Cuando llegué por primera vez, la sala principal estaba prácticamente igual que ahora: los muebles eran elegantes; el suelo, de madera; el aire entraba por las altas ventanas, y la escalera subía por la pared oriental hasta un balcón de madera decorado con una cenefa de rombos. En aquella época mis suegros dormían en la habitación más amplia de la parte trasera, en la planta baja. Cada uno de mis cuñados tenía su propia habitación alrededor de la sala principal. Al cabo de un tiempo sus esposas vinieron a vivir con ellos. Si no les daban hijos varones, acababan trasladándose a otras dependencias y las concubinas o las falsas nueras ocupaban su lugar en la cama de mis cuñados.

Durante mis visitas dedicaba las noches a tener trato carnal con mi esposo. Debíamos concebir un hijo varón y nos esforzábamos para lograrlo. Aparte de eso, apenas nos veíamos -él pasaba el día con su padre, y yo, con su madre-, pero con el tiempo acabamos conociéndonos mejor y eso hacía que nuestros empeños nocturnos resultaran más llevaderos.

Como ocurre en la mayoría de los matrimonios, la persona con la que era más importante que yo estableciera una relación era mi suegra. Enseguida comprobé que la señora Lu era una mujer muy convencional, tal como me había dicho Flor de Nieve. Me observaba con atención mientras yo realizaba las mismas tareas que hacía en mi casa natal: preparar el té y el desayuno, lavar la ropa de vestir y las sábanas, preparar la comida, coser, bordar y tejer por la tarde, y por último preparar la cena. Mi suegra me corregía y me daba órdenes continuamente. «Corta el melón en dados más pequeños -me decía mientras yo preparaba la sopa de melón-. Eso parece la comida de los cerdos.» O bien: «Tengo la menstruación y he manchado las sábanas. Frótalas bien hasta que queden limpias.» Cuando veía la comida que yo había traído de mi casa, la olfateaba y decía: «La próxima vez, trae algo que no huela tanto. Los olores de tu comida quitan el apetito a mi esposo y a mis hijos.» Cuando terminaba la visita, me enviaban de nuevo a mi casa natal sin darme las gracias ni decirme adiós.

Eso resume más o menos cómo era la vida que llevaba: ni muy mala ni muy buena, sino normal. La señora Lu era comprensiva; yo era obediente y me esforzaba por aprender. Dicho de otro modo, ambas sabíamos qué se esperaba de nosotras y hacíamos todo lo posible por cumplir con nuestras obligaciones. Por ejemplo, a los dos días del primer Año Nuevo después de mi boda, mi suegra invitó a todas las muchachas solteras de Tongkou y a todas las muchachas que, como yo, se habían casado con hombres del pueblo, y les ofreció té y golosinas. Se mostró educada y elegante. Cuando se marcharon, salimos con ellas. Ese día visitamos cinco casas y conocí a cinco nuevas nueras. Si no hubiera sido la laotong de Flor de Nieve, quizá habría escudriñado sus rostros tratando de adivinar cuál de ellas querría formar conmigo una hermandad de mujeres casadas.

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