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Contemplé el pintarrajeado rostro de la señora Wang mientras sopesaba sus palabras. Quería odiarla, pero no podía. Ella había hecho todo lo posible por la persona a quien yo más quería en el mundo.

Como la hermana mayor de Flor de Nieve no podía entregar los libros del tercer día, fui yo en su lugar. Mi familia natal me envió un palanquín y no tardé en llegar a Jintian. No había adornos ni estridentes sonidos de una banda nupcial que hicieran sospechar que ese día sucedía algo especial en el pueblo. Me bajé del palanquín en un callejón de tierra, delante de una casa con el tejado bajo y un montón de leña arrimado a la pared. A la derecha de la puerta había algo que parecía un gigantesco wok empotrado en una plataforma de ladrillos.

A mi llegada debería haberse celebrado un banquete. No lo hubo. Las mujeres más importantes del pueblo deberían haber salido a recibirme. Lo hicieron, pero la tosquedad de su dialecto, pese a que sólo estaban a unos pocos ti de Tongkou, concordaba con el desagradable carácter de la gente de Jintian.

Cuando llegó el momento de leer los sanzhaoshu, me condujeron a la sala principal. A primera vista la casa se parecía a aquella donde yo había nacido. De la viga central colgaban pimientos puestos a secar. Las paredes eran de ladrillo basto y no estaban pintadas. Yo confiaba en que el parecido con mi hogar se reflejara también en sus moradores. Aquel día no conocí al esposo de Flor de Nieve, pero sí a su suegra, y he de decir que era una mujer muy malcarada. Tenía los ojos muy juntos y los labios delgados que caracterizan a las personas de mentalidad cerrada y espíritu mezquino.

Flor de Nieve entró en la sala, se sentó en un taburete junto a sus libros del tercer día y esperó en silencio. Yo tenía la impresión de que había cambiado al casarme, pero ella estaba igual que siempre. Las mujeres de Jintian se apiñaron alrededor de los sanzhaoshu y empezaron a toquetearlos con sus sucias manos. Hablaban entre sí de las puntadas de los bordes y de los recortes de papel, pero ninguna hizo ni un solo comentario acerca de la calidad de la caligrafía ni de los sentimientos expresados. Al cabo de unos minutos tomaron asiento.

La suegra de Flor de Nieve se dirigió hacia un banco. No le habían vendado los pies tan mal como a mi madre, pero tenía unos andares extraños, que revelaban su baja extracción social aún mejor que los sonidos guturales que salían de su boca. Se sentó, miró con desdén a su nueva nuera y a continuación posó su severa mirada en mí.

– Tengo entendido que te has casado con el hijo de la familia Lu. Tienes mucha suerte. -Sus palabras eran educadas, pero por la forma en que las pronunció parecía que yo me hubiera bañado en estiércol-. Dicen que mi nuera y tú domináis el nu shu. Las mujeres de nuestro pueblo no practican ese pasatiempo. Sabemos leerlo, pero nos gusta más oírlo.

No la creí. Esa mujer era como mi madre: no sabía nu shu. Recorrí la habitación con la mirada evaluando a las otras mujeres. No habían hecho ningún comentario sobre la caligrafía porque seguramente no sabían nada de ella.

– No necesitamos ocultar nuestros pensamientos en unos garabatos escritos sobre papel-prosiguió la suegra de Flor de Nieve-. Todas estas vecinas saben cómo pienso. -La frase fue recibida con unas risitas nerviosas. La mujer levantó tres dedos para mandar callar a sus amigas-. Nos haría gracia oírte leer los sanzhaoshu de mi nuera. Será interesante saber lo que una muchacha venida de una casa importante de Tongkou tiene que decir acerca de mi nuera.

Todas las palabras que pronunciaba eran despectivas. Yo reaccioné como lo haría cualquier muchacha de diecisiete años. Cogí el libro del tercer día que había escrito la madre de Flor de Nieve y lo abrí. Recordé su refinada voz e intenté imitarla cuando leí:

– «Presento esta carta a tu noble familia tres días después de tu boda. Soy tu madre y llevamos tres días separadas. La desgracia golpeó a nuestra familia, y ahora tú te has casado y te has ido a un pueblo difícil donde la vida es dura.» -A continuación, siguiendo la tradición de los libros del tercer día, la madre de Flor de Nieve se dirigía a la nueva familia de su hija-. «Espero que seáis compasivos con el modesto ajuar de mi hija. Todas sus prendas son sencillas. No os burléis de ella, por favor.» -El texto continuaba refiriendo la mala suerte que había tenido la familia de Flor de Nieve, su pérdida de posición social y la pobreza en que vivían, pero mis ojos pasaron por encima de los caracteres escritos como si no existieran, e improvisé-: A una mujer honrada como nuestra Flor de Nieve le corresponde una buena casa. Merece una familia decente.

Dejé el libro. La habitación estaba en silencio. Entonces cogí mi libro del tercer día y lo abrí. Busqué con la mirada a la suegra de mi laotong. Quería que supiera que mi alma gemela siempre tendría en mí a una protectora. Luego, mirando a Flor de Nieve, canté:

– «Somos dos niñas que se han casado y se han marchado de su casa natal, pero nuestros corazones siempre permanecerán unidos. Tú bajas y yo subo. Tu familia sacrifica animales. La mía es la mejor del condado. Estás tan cerca de mí como mi propio corazón. Nuestros futuros están unidos. Somos como un puente sobre un ancho río. Caminamos juntas.» -Quería que la suegra de Flor de Nieve me oyera y entendiera mis palabras, pero ella me miraba con desconfianza, los delgados labios apretados en una mueca de desagrado.

Cuando hube terminado de leer, añadí estas palabras:

– No expreses tu tristeza cuando otras personas puedan verte. No dejes que tus ojos viertan lágrimas. No des a la gente maleducada motivos para reírse de ti ni de tu familia. Obedece las normas. Borra las arrugas de tu frente. Seremos almas gemelas para siempre.

Flor de Nieve y yo no tuvimos ocasión de hablar. Me condujeron a mi palanquín y regresé a mi casa natal. Cuando me quedé sola, saqué nuestro abanico de su envoltorio y lo abrí. Ya había tres pliegues llenos de frases que conmemoraban momentos que para nosotras habían sido especiales. Era lógico, porque habíamos vivido más de una tercera parte de lo que en nuestro condado se consideraba una larga vida. Repasé todos aquellos momentos. Cuánta felicidad. Cuánta tristeza. Cuánta intimidad.

Busqué la última anotación de Flor de Nieve, concerniente a mi boda con el hijo de la familia Lu. Preparé tinta y saqué mi pincel más fino. Debajo de las frases con que ella me deseaba buena suerte, dibujé con sumo cuidado nuevos trazos: «Un fénix vuela por encima de un gallo. Siente el viento contra su cuerpo. Nada lo atará a la tierra.» Solo entonces, tras haber escrito esas palabras, me permití por fin pensar en la realidad del destino de mi laotong. En la guirnalda del borde superior pinté una flor marchita de la que goteaban pequeñas lágrimas. Esperé a que se secara la tinta. Entonces cerré el abanico.

El templo de Gupo

Cuando regresé a mi casa natal, mis padres se alegraron de verme. Y aún se alegraron más al ver los dulces enviados por mis suegros. Pero, si he de ser sincera, yo no me alegré de verlos a ellos. Me habían mentido durante diez años y en mi interior hervían emociones despreciables. Ya no era la niña pequeña cuyos sentimientos desagradables se llevaba el agua del río. Quería acusar a mi familia, pero por mi propio bien debía observar las normas de la devoción filial. Así pues, me rebelaba con discreción, aislándome emocional y físicamente.

Al principio mi familia no pareció reparar en mi cambio de actitud. Ellos se comportaban como siempre y yo hacía cuanto podía para rechazar sus tentativas de acercamiento. Mi madre quiso examinarme las partes íntimas, pero me negué alegando vergüenza. Mi tía me preguntó cómo lo había pasado en la cama con mi esposo, pero le di la espalda fingiendo timidez. Mi padre intentó cogerme la mano, pero le insinué que esas muestras de cariño no eran apropiadas para una mujer casada. Hermano Mayor buscaba mi compañía para compartir conmigo risas e historias, pero le dije que para eso ya tenía a su esposa. Hermano Segundo me miraba y guardaba las distancias; yo me limitaba a indicarle con recato que cuando se casara lo entendería. Sólo mi tío, con su mirada de desconcierto y su nerviosismo, me inspiraba cierta simpatía, pero tampoco le dije nada. Hacía mis labores. Trabajaba en silencio en la habitación de arriba. Me mostraba educada. Me mordía la lengua, porque todos ellos, excepto mi hermano menor, eran mayores que yo. Pese a ser una mujer casada, no estaba en posición de acusarlos de nada.

Sin embargo, no podía seguir actuando así mucho tiempo sin despertar sospechas. Para mi madre, mi comportamiento, pese a ser cortés en todo momento, era inaceptable. En aquella pequeña casa convivían varias personas y no estaba bien que yo llenara tanto espacio de lo que ella consideraba mi mezquindad.

Llevaba cinco días en mi casa natal cuando mi madre pidió a mi tía que bajara a buscar té. En cuanto nos quedamos solas, vino hacia mí, apoyó el bastón contra la mesa a la que yo estaba sentada, me agarró por el brazo y me hincó las uñas en la carne.

– ¿Qué te pasa? ¿Te crees mejor que el resto de nosotros? -susurró con rabia-. ¿Te crees superior porque te has acostado con el hijo de un cacique?

Levanté la cabeza y la miré a los ojos. Nunca le había faltado al respeto, pero esa vez no disimulé la ira que sentía. Me sostuvo la mirada, creyendo que la dureza de su expresión me amilanaría, pero yo no me arredré. Entonces, con un rápido movimiento, me soltó el brazo, tomó impulso y me dio una fuerte bofetada. Volví la cabeza y luego la miré de nuevo a los ojos, y mi madre se sintió aún más ofendida.

– Deshonras esta casa con tu comportamiento -afirmó-. Eres una vergüenza.

– Una vergüenza -musité, a sabiendas de que mi madre se enfurecería aún más.

Entonces la agarré por el brazo y tiré de ella hacia abajo para que su cara y la mía quedaran a la misma altura. Su bastón cayó al suelo con estrépito.

– ¿Estás bien, hermana? -preguntó mi tía desde el piso de abajo.

– Sí, trae el té cuando esté listo -respondió mi madre adoptando un tono desenfadado.

Las emociones que rugían en mi interior hacían que me temblara todo el cuerpo. Mi madre se dio cuenta y sonrió. Le clavé las uñas en el brazo, tal como ella me había hecho a mí. Bajé la voz para decir:

– Eres una mentirosa. Me habéis engañado. ¿Creíais que no descubriría la verdad acerca de Flor de Nieve?

– No te dijimos nada por piedad hacia ella -gimió-. Queremos mucho a Flor de Nieve. Ella era feliz aquí. ¿Por qué habríamos tenido que cambiar la opinión que tenías de ella?

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