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Le quité la cesta de las manos. Como seguía sin moverse, le indiqué por señas que se marchara. Ella dejó escapar un suspiro de resignación, hizo una pequeña reverencia, caminó de espaldas hasta la puerta, se dio la vuelta y salió.

Subí por la escalera, sujetando la cesta con una mano. Cuando me acerqué a Flor de Nieve, vi que las lágrimas resbalaban por sus mejillas. Mi laotong, al igual que la otra mujer, llevaba prendas acolchadas de color gris, gastadas y remendadas. Me paré un escalón antes del rellano.

– Nada ha cambiado -dije-. Somos almas gemelas.

Ella me dio la mano, me ayudó a subir el último peldaño y me condujo a la habitación de las mujeres. En otros tiempos aquella estancia también debía de haber sido muy bonita. Parecía tres veces más amplia que la equivalente de mi casa natal. En lugar de una celosía con barrotes verticales, cubría la ventana una pantalla de madera delicadamente tallada. Por lo demás, la habitación estaba casi vacía; sólo había una rueca y una cama. La hermosa mujer a la que yo había visto abajo estaba sentada con elegancia en el borde de la cama, con las manos pulcramente entrelazadas sobre el regazo.

– Lirio Blanco -dijo Flor de Nieve-, te presento a mi madre.

Crucé la estancia, junté las manos y me incliné ante la mujer que había traído al mundo a mi laotong.

– Te ruego que disculpes nuestra pobreza -dijo la madre de Flor de Nieve-. Sólo puedo ofrecerte té. -Se levantó y añadió-: Tenéis mucho que contaros. -Dicho esto, abandonó la habitación con la sublime elegancia que proporciona un vendado de pies perfecto.

Cuatro días atrás, cuando salí de mi casa natal, yo había llorado de pena, alegría y miedo, todo a la vez. Ahora, sentada con Flor de Nieve en la cama de aquella habitación, vi en sus mejillas lágrimas de remordimiento, culpabilidad, vergüenza y turbación. Deseaba gritarle: «¡Cuéntame!», pero esperé a que ella hablara y me dijera la verdad, consciente de que cada palabra que saliera de sus labios le haría perder el poco prestigio que todavía conservaba.

– Mucho antes de que nos conociéramos -dijo por fin-, mi familia era una de las mejores del condado. Como ves -añadió señalando la estancia-, esta casa fue hermosa en otros tiempos. Éramos una familia muy próspera. Mi bisabuelo, el funcionario imperial, recibió muchos mou del emperador.

Yo la escuchaba atentamente, y mi mente no paraba.

– Cuando murió el emperador, mi bisabuelo cayó en desgracia y decidió retirarse aquí. Llevaba una vida tranquila. Cuando falleció, mi abuelo ocupó su lugar. Tenía muchos trabajadores y muchas criadas. También tenía tres concubinas, pero sólo le dieron hijas. Mi abuela tuvo por fin un hijo varón y se aseguró su lugar en la familia. Casaron a ese hijo con mi madre. Dicen que mi madre era como Hu Yuxiu, aquella mujer tan inteligente y adorable que sedujo a un emperador. Mi padre no era funcionario imperial, pero había estudiado los clásicos. Decían que un día sería el jefe de Tongkou, y mi madre así lo creía. También había quien vaticinaba un futuro diferente. Mis abuelos reconocían en mi padre la debilidad propia de los varones que crecen en una casa llena de hermanas y con demasiadas concubinas, mientras mi tía sospechaba que era cobarde y propenso a los vicios.

Flor de Nieve tenía la mirada perdida mientras rememoraba el pasado.

– Mis abuelos murieron dos años después de mi nacimiento -continuó-. Mi familia lo tenía todo: ropa lujosa, comida en abundancia, criados. Mi padre me llevaba de viaje; mi madre me llevaba al templo de Gupo. De niña vi y aprendí muchas cosas. Pero mi padre tenía que ocuparse de las tres concubinas de mi abuelo y casar a sus cuatro hermanas y a sus cinco hermanastras, las hijas de las concubinas. Además tenía que proporcionar trabajo, alimento y cobijo a los trabajadores del campo y a las criadas. Concertó la boda de sus hermanas y sus hermanastras. Intentó demostrar a todos que era un hombre importante. Cada vez hacía regalos más caros a las familias de los novios. Empezó a vender campos al gran terrateniente del oeste de nuestra provincia para comprar más seda y más cerdos con que obsequiar a los novios. Mi madre es una mujer muy hermosa, ya lo has visto, pero por dentro es como era yo antes de conocerte: mimada e ignorante de las tareas de las mujeres, con excepción del bordado y el nu shu. Y entonces mi padre… -Vaciló un momento, y soltó de corrido-: Mi padre se aficionó a la pipa.

Recordé el día que la señora Gao nos había incomodado hablando de la familia de Flor de Nieve. Había mencionado el juego y las concubinas, pero también había comentado que el padre se había aficionado a la pipa. Entonces yo tenía nueve años y pensé que se refería a que fumaba demasiado tabaco. Ahora comprendí no sólo que el padre de mi laotong había caído en las garras del opio, sino que todas las mujeres que se encontraban en la habitación de arriba aquel día, salvo yo, sabían muy bien de qué hablaba la señora Gao. Mi madre lo sabía, mi tía lo sabía, la señora Wang lo sabía. Todas lo sabían y se habían puesto de acuerdo para que yo no me enterara.

– ¿Tu padre todavía vive? -pregunté tímidamente. Lo lógico era pensar que si hubiera fallecido, mi alma gemela me lo habría dicho, pero, puesto que me había contado tantas mentiras, también podía haberme engañado en eso.

Ella asintió con la cabeza.

– ¿Está abajo? -inquirí, pensando en el extraño y desagradable olor que impregnaba la sala principal.

No respondió. Se limitó a arquear las cejas, y yo interpreté ese gesto como una afirmación.

– La situación empeoró con la hambruna -prosiguió-. ¿Lo recuerdas? Tú y yo todavía no nos conocíamos, pero hubo una mala cosecha, seguida de un invierno extremadamente crudo.

¿Cómo podría haberlo olvidado? En aquella época, en mi casa sólo comimos gachas de arroz con nabos secos. Mi madre administraba las provisiones con prudencia, mi padre y mi tío apenas probaban bocado, y todos habíamos sobrevivido.

– Mi padre no estaba preparado para algo así -admitió Flor de Nieve-. Fumaba su pipa y se olvidaba de nosotros. Un día, sus concubinas se marcharon. Quizá regresaron a sus hogares natales. O murieron en la nieve. No se supo más de ellas. Cuando llegó la primavera, sólo mis padres, mis dos hermanos, mis dos hermanas y yo vivíamos en la casa. De puertas afuera todavía llevábamos una vida elegante, pero en realidad los acreedores empezaban a visitarnos con regularidad. Mi padre vendió más campos. Al final sólo nos quedó la casa. Pero a él le importaba más su pipa que su familia. Antes de empeñar los muebles (no te imaginas lo bonitos que eran, Lirio Blanco), se le ocurrió venderme a mí.

– ¿Como criada? ¡No!

– Peor aún. Como falsa nuera.

Aquello era, a mi juicio, la pesadilla más espantosa de toda niña: que no le vendaran los pies, que la criaran unos desconocidos tan inmorales que no les importaba no tener una nuera auténtica, y que la trataran peor que a una criada. Yo era bastante mayor para comprender que las falsas nueras se convertían en meros objetos que cualquier varón de la casa podía utilizar para satisfacer sus apetitos sexuales.

– Fue la hermana de mi madre quien nos salvó -prosiguió-. Cuando tú y yo nos hicimos laotong, buscó una unión pasable para mi hermana mayor. Mi hermana ya nunca viene aquí. Después mi tía colocó a mi hermano mayor de aprendiz en Shangjiangxu. Ahora mi hermano pequeño trabaja en los campos para la familia de tu esposo. Mi hermana pequeña murió, ya lo sabes…

A mí no me interesaba la vida de unas personas a las que no conocía y sobre las que sólo había oído contar mentiras.

– Y a ti ¿qué te pasó?

– Mi tía cambió mi futuro con tijeras, tela y alumbre. Mi padre se opuso, pero ya conoces a tía Wang. ¿Quién se atreve a decirle que no una vez que ha tomado una decisión?

– ¿Tía Wang? ¿Te refieres a nuestra tía Wang, la casamentera?

– Es la hermana de mi madre.

Me llevé los dedos a las sienes. El día que conocí a Flor de Nieve y fuimos juntas al templo de Gupo, ella se había dirigido a la casamentera llamándola tiíta. Yo pensé que lo hacía por cortesía y respeto, y con el tiempo me acostumbré a llamarla también así. Ahora me sentí muy necia.

– No me lo habías dicho.

– ¿Lo de tía Wang? Eso es lo único que creía que sabías.

«Lo único que creía que sabías.» Intenté asimilar esas palabras.

– Tía Wang había adivinado cómo era mi padre -continuó Flor de Nieve-. Sabía que era un hombre débil. A mí también me conocía bien. Sabía que no me gustaba obedecer, que no prestaba atención, que era una inútil en el arte de las labores domésticas, pero que mi madre podía enseñarme a bordar, a vestirme, a comportarme delante de un hombre, a dominar nuestra escritura secreta. Mi tía no es una mujer como las demás; es una casamentera y por tanto tiene mentalidad de comerciante. Comprendía lo que nos esperaba a mi familia y a mí. Empezó a buscarme una laotong con objeto de que esa relación difundiera por el condado la idea de que yo era una muchacha educada, fiel, obediente…

– Y digna de una buena boda -concluí. Eso también podía aplicarse a mí.

– Buscó por todo el condado, viajó hasta mucho más allá de su territorio, hasta que el adivino le habló de ti. Cuando te conoció, decidió unir mi destino al tuyo.

– No lo entiendo.

Flor de Nieve sonrió con tristeza.

– Tú ibas hacia arriba; yo, hacia abajo. Cuando nos conocimos, yo no sabía nada. Se suponía que tenía que aprender de ti.

– Pero si fuiste tú quien me lo enseñó todo a mí. Siempre has bordado mejor que yo. Y dominabas el nu shu a la perfección. Me enseñaste a vivir en una familia distinguida…

– Y tú me enseñaste a sacar agua del pozo, lavar la ropa, cocinar y limpiar la casa. He intentado enseñar a mi madre, pero ella está anclada en el pasado.

Yo ya había comprendido que la madre de Flor de Nieve se resistía a olvidar un pasado que nunca podría recuperar, pero tras oír a mi laotong contar la historia de su familia pensé que también ella veía las cosas a través del feliz velo de la memoria. Había convivido con mi alma gemela muchos años y sabía que ella concebía el reino interior de las mujeres como un lugar hermoso y libre de preocupaciones. Quizá Flor de Nieve pensaba que se obraría algún milagro y que las cosas volverían a ser como antes.

– Aprendí de ti todo cuanto necesitaba saber para afrontar mi nueva vida -prosiguió-, aunque nunca he limpiado tan bien como tú.

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