Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Finalmente mi esposo comentó:

– Me han dicho que eres muy hermosa. ¿Es verdad?

– Ayúdame a quitarme el tocado y juzga tú mismo.

Pronuncié esas palabras con más aspereza de la que pretendía, pero mi esposo se limitó a reír. Un instante después dejó el tocado en una mesita. Entonces se dio la vuelta y me miró. Sólo estábamos a un metro el uno del otro. Escudriñó mi rostro, y yo escudriñé el suyo sin disimulo. Lo que la señora Wang y Flor de Nieve me habían dicho acerca de él era verdad. No tenía marcas de viruela ni cicatrices de ninguna clase. No tenía la piel tan curtida como mi padre o mi tío, lo cual indicaba que no pasaba muchas horas trabajando en los campos de su familia. Tenía los pómulos marcados y su barbilla denotaba seguridad, pero no insolencia. Un rebelde mechón de cabello le caía sobre la frente y le daba un aire despreocupado. Sus ojos chispeaban y revelaban buen humor.

Avanzó un paso, me cogió las manos y dijo:

– Me parece que tú y yo podemos ser felices.

¿Acaso podía esperar mejores palabras una muchacha de diecisiete años de la etnia yao? Al igual que mi esposo, yo adivinaba un esplendoroso futuro para nosotros. Esa noche, él siguió todas las tradiciones; me quitó los zapatos de boda y me puso las zapatillas rojas de dormir. Yo estaba tan acostumbrada a las suaves caricias de Flor de Nieve que no sabría describir cómo me sentí cuando me cogió los pies; sólo puedo decir que encontré ese acto mucho más íntimo que lo que vino después. Yo no sabía qué estaba haciendo, pero él tampoco. Sólo intenté imaginar qué habría hecho Flor de Nieve si hubiera sido ella, no yo, la que hubiera estado debajo de aquel hombre.

El segundo día de la boda me levanté temprano. Dejé a mi esposo durmiendo y salí de la cámara nupcial. Estaba muy angustiada desde que había leído la carta de Flor de Nieve, pero no podía hacer nada: ni durante la boda, ni la noche anterior ni ahora. Debía tratar de seguir los ritos hasta que volviera a ver a mi laotong, pero resultaba muy difícil porque estaba hambrienta, agotada y dolorida. Tenía los pies cansados, porque en los días pasados había caminado mucho. También me dolía en otro sitio, pero intenté olvidarme de todo eso mientras iba hacia la cocina, donde había una criada de unos diez años acuclillada, al parecer esperándome. Era mi criada particular; nadie me había hablado de eso. En Puwei nadie tenía sirvientes, pero me di cuenta de que aquella niña lo era porque no le habían vendado los pies. Se llamaba Yonggang, que significa «valiente y fuerte como el hierro». (Pronto comprobaría que la niña hacía honor a su nombre.) Ya había encendido el fuego en un brasero y llevado agua a la cocina; lo único que yo debía hacer era calentarla y llevársela a mis suegros para que se lavaran la cara. También preparé té para todos los habitantes de la casa y, cuando fueron a la cocina, se lo serví sin derramar ni una sola gota.

Al cabo de unas horas mis suegros enviaron más carne de cerdo y dulces a mi familia. Los Lu celebraron un gran banquete en el templo de los antepasados, otro festín en el que no me estaba permitido comer. Mi esposo y yo nos inclinamos ante el Cielo y la Tierra, ante mis suegros y ante los antepasados de la familia Lu. Luego recorrimos el templo inclinando la cabeza ante todas las personas que eran mayores que nosotros. Ellas, a su vez, nos dieron dinero envuelto en papel rojo. Después… volvimos a la cámara nupcial.

El siguiente día, el tercero de la boda, es el que todas las novias esperan, porque es entonces cuando se leen los libros nupciales del tercer día que han compuesto su familia y sus amigas. Pero yo sólo pensaba en Flor de Nieve y que por fin la vería en aquella celebración.

Llegaron Hermana Mayor y la esposa de Hermano Mayor portando los libros y comida que por fin pude comer. Muchas mujeres de Tongkou se unieron a las de la familia de mi esposo para leer aquellos textos, pero no aparecieron ni Flor de Nieve ni su madre. Yo no lo entendía. Me sentía muy dolida… y me asustaba la ausencia de mi alma gemela. Estaba en el que se considera el más alegre de los ritos nupciales, pero no podía disfrutarlo.

Mis sanzhaoshu contenían los consabidos versos acerca de la tristeza de mi familia ahora que no viviría con ella. Al mismo tiempo, ensalzaban mis virtudes y repetían frases como: «Nos gustaría convencer a esa noble familia de que espere unos cuantos años antes de llevarte.» O bien: «Es triste que ahora estemos separadas.» Además, rogaban a mis suegros que fueran indulgentes y me enseñaran las costumbres de su familia con paciencia.

El sanzhaoshu de Flor de Nieve también era tal como yo esperaba, e incorporaba el amor que ella sentía por los pájaros. Empezaba así: «El fénix se une a la gallina dorada, una unión celestial.» Hasta mi laotong había escrito frases estereotipadas.

La verdad

En circunstancias normales el cuarto día después de la boda yo habría regresado a Puwei, con mi familia, pero tenía planeado desde hacía tiempo ir primero a casa de Flor de Nieve para pasar con ella el mes del rito de Sentarse y Cantar en la Habitación de Arriba. Ahora que estaba a punto de volver a verla, estaba más nerviosa que nunca. Estrené uno de mis trajes de diario: una túnica de seda verde claro y unos pantalones con un bordado de tallos de bambú. Quería causar buena impresión no sólo a cualquiera con quien me cruzara por Tongkou, sino también a la familia de Flor de Nieve, sobre la que tanto había oído hablar en los últimos años. Yonggang, la criada, me guió por los callejones de Tongkou. La niña llevaba en una cesta mi ropa, mi hilo de bordar, mi tela y el libro del tercer día que yo había compuesto para Flor de Nieve. Era una suerte que Yonggang me hiciera de guía, y sin embargo su compañía me molestaba. La criada era una de las muchas novedades a las que tendría que acostumbrarme.

Tongkou era mucho mayor y próspero que Puwei. Los callejones estaban limpios y no había gallinas, patos ni cerdos correteando a su antojo. Nos detuvimos ante una casa que era tal como Flor de Nieve la había descrito: de dos plantas, tranquila y elegante. Yo acababa de llegar a ese pueblo y no conocía sus costumbres, pero algo funcionaba exactamente igual que en Puwei: no gritamos desde la calle ni llamamos a la puerta para anunciar nuestra llegada, sino que Yonggang se limitó a abrirla y entró en la casa de Flor de Nieve.

La seguí y de inmediato me asaltó un extraño hedor, en el que un repugnante olor dulzón se mezclaba con el de excrementos y carne podrida. No sabía de dónde procedía, pero me pareció humano. Se me revolvió el estómago, pero aún me trastornó más lo que vieron mis ojos.

La sala principal era mucho más amplia que la de mi casa natal, pero con bastantes menos muebles. Vi una mesa, pero ninguna silla; vi una balaustrada tallada que conducía a la habitación de las mujeres. Aparte de esos pocos elementos -de una calidad muy superior a la de cualquier mueble de mi hogar-, no había nada. Ni siquiera chimenea. Estábamos a finales de otoño y hacía frío. Además, la habitación se veía sucia y con restos de comida por el suelo. Había varias puertas que debían de conducir a los dormitorios.

El interior de la vivienda no sólo no era lo que cualquier transeúnte habría esperado encontrar tras ver la fachada, sino que no se parecía en nada a como Flor de Nieve me lo había descrito. Sin duda me había equivocado de casa.

Cerca del techo había varias ventanas, todas cegadas, excepto una por la que entraba un solo haz de luz que atravesaba la oscuridad. Cuando mi vista se acostumbró a la penumbra, vi a una mujer acuclillada junto a una palangana. Llevaba la ropa sucia y raída, como una modesta campesina. Cuando nuestras miradas se encontraron, se apresuró a desviar la vista. Cabizbaja, se levantó y se colocó bajo el haz de luz. Tenía un hermoso cutis, pálido y terso como la porcelana. Juntó los dedos de las manos e hizo una inclinación.

– Bienvenida, Lirio Blanco, bienvenida. -Hablaba en voz baja, pero no por deferencia a mi recién adquirida posición, sino más bien con miedo-. Espera aquí. Voy a buscar a Flor de Nieve.

Me quedé pasmada. Así pues, no me había equivocado, me encontraba en la casa de mi laotong. ¿Cómo era posible? Cuando la mujer cruzó la sala en dirección a la escalera, vi que sus lotos dorados eran casi tan pequeños como los míos, algo asombroso tratándose de una sirvienta.

Agucé el oído. Oí a la mujer hablar con alguien en el piso de arriba y, a continuación, algo a lo que me costó dar crédito: la voz de Flor de Nieve, con tono obstinado y discutidor. Me sentía cada vez más consternada. Por lo demás, en la casa reinaba un silencio inquietante. Y en medio de ese silencio noté que me acechaba algo parecido a un espíritu maligno del más allá. Todo mi cuerpo reaccionó para defenderse de esa sensación. Se me puso carne de gallina. Temblaba dentro de mi traje de seda verde claro, que me había puesto para impresionar a los padres de Flor de Nieve, pero que no me protegía del húmedo viento que entraba por la ventana ni del miedo que me producía hallarme en un lugar tan extraño, oscuro, hediondo y aterrador.

Flor de Nieve apareció en lo alto de la escalera.

– Sube -dijo.

Me quedé paralizada, tratando de asimilar lo que veían mis ojos. De pronto algo me tocó la manga y di un respingo.

– No creo que a mi amo le guste que te deje aquí -dijo Yonggang con gesto de preocupación.

– Tu amo sabe dónde estoy -repuse sin pensar.

– Lirio Blanco. -La voz de Flor de Nieve traslucía una triste desesperación que jamás había percibido en ella.

En ese momento acudió a mi mente un recuerdo reciente. Mi madre me había dicho que, como mujer, no siempre podría evitar la indignidad y que tenía que ser valiente. «Te has comprometido de por vida -me había dicho-. Sé la dama que te hemos enseñado a ser.» Comprendí que no se refería al trato carnal con mi esposo, sino a esto. Flor de Nieve era mi alma gemela para toda la vida. Yo le profesaba un amor mayor y más profundo que el que jamás sentiría por mi esposo. Ése era el verdadero significado de la relación de dos laotong.

Di un paso y Yonggang emitió un débil gemido. Yo no sabía qué hacer, porque nunca había tenido criadas. Le di unas palmaditas en el hombro, vacilante.

– Vete. -Adopté el tono que suponía utilizaban las señoras, aunque no sabía exactamente cómo era-. No pasa nada.

– Si por algún motivo tienes que marcharte, sal a la calle y pide ayuda -me aconsejó Yonggang, que estaba muy preocupada-. Aquí todo el mundo conoce a mi amo y a la señora Lu. Cualquiera te acompañará hasta la casa de tus suegros.

27
{"b":"95874","o":1}