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– No cabe duda de que será una unión perfecta. Las dos niñas no sólo coinciden en los ocho caracteres, sino que además comparten el espíritu del caballo. Esto puede ser… interesante. -Pronunció la última palabra con tono casi interrogativo, y eso avivó la curiosidad que me inspiraba Flor de Nieve-. El siguiente paso es completar los trámites oficiales. Propongo llevar a las dos niñas a la feria del templo de Gupo, en Shexia, para redactar el contrato. Madre, yo me encargaré del transporte de ambas. No tendrán que caminar mucho.

Dicho esto, la señora Wang cogió las cuatro puntas del trozo de tela, envolvió con él el abanico y los zapatos y se los llevó para entregárselos a mi futura laotong.

Flor de Nieve

Durante los días siguientes apenas podía quedarme sentada para que se me curaran los pies, como debía hacer, pues no paraba de pensar que estaba a punto de conocer a Flor de Nieve. Hasta mi madre y mi tía estaban nerviosas, y me daban consejos acerca de lo que Flor de Nieve y yo podíamos escribir en nuestro contrato, aunque ninguna de las dos había visto uno jamás. Cuando el palanquín de la señora Wang llegó a nuestra puerta, yo ya me había aseado y vestido con la ropa sencilla que llevábamos las muchachas del campo. Mi madre me bajó en brazos y me llevó fuera. Diez años más tarde, cuando me casara, también me esperaría un palanquín; la nueva vida que se abriría ante mí me asustaría y estaría triste por dejar atrás todo lo conocido. Sin embargo, en aquella ocasión estaba entusiasmada y muy nerviosa. ¿Qué impresión causaría a Flor de Nieve?

La señora Wang mantuvo abierta la puerta del palanquín; mi madre me dejó en el suelo y yo subí al reducido cubículo. Flor de Nieve era mucho más hermosa de lo que había imaginado. Sus ojos eran dos perfectas almendras. Tenía el cutis muy claro, lo cual indicaba que no había pasado tanto tiempo como yo al aire libre durante su primera infancia. A su lado colgaba una cortina roja, y una luz rosada bañaba su negro cabello. Llevaba una túnica de seda azul celeste con nubes bordadas. Por los bajos de su pantalón asomaban los zapatos que yo le había regalado. No dijo nada, quizá porque estaba tan nerviosa como yo. Me sonrió y yo le devolví la sonrisa.

Sólo había un asiento, de modo que tuvimos que apretujarnos las tres en él. Para que el palanquín estuviera equilibrado, la señora Wang se sentó en el medio. Los porteadores nos levantaron y enseguida cruzaron trotando el puente por el que se salía de Puwei. Era la primera vez que iba en palanquín. Los cuatro porteadores intentaban correr de modo que el balanceo fuera mínimo, pero con las cortinas echadas, el calor, mi nerviosismo y aquel extraño movimiento rítmico pronto empecé a marearme. Además, nunca me había alejado de mi casa, así que, aunque hubiera podido mirar por la ventanilla, no habría sabido dónde estaba ni cuánto camino quedaba por recorrer. Había oído hablar de la feria del templo de Gupo, por descontado. Las mujeres acudían allí cada año el décimo día del quinto mes para pedir hijos varones a la diosa. Se decía que en esa feria se congregaban miles de personas, idea que a mí me resultaba incomprensible. Cuando empecé a oír ruidos diferentes al otro lado de la cortina -los cascabeles de los carros tirados por caballos, los gritos de nuestros porteadores indicando a la gente «¡Apartaos del camino!», y las voces de los vendedores ambulantes que animaban a los clientes a comprar varillas de incienso, velas y otras ofrendas para poner en el templo-, supe que habíamos llegado a nuestro destino.

El palanquín se detuvo y los porteadores lo bajaron con un movimiento brusco. La señora Wang se inclinó hacia mí, abrió la portezuela, nos ordenó que nos quedáramos donde estábamos y se apeó. Cerré los ojos, agradecida de que hubiéramos dejado de movernos, y me concentré en calmar mi estómago. En ese momento una voz se hizo eco de mis pensamientos.

– Menos mal que nos hemos parado. Creía que iba a vomitar. ¿Qué habrías pensado de mí entonces?

Abrí los ojos y miré a Flor de Nieve. Su blanco cutis había adquirido el mismo tono verdoso que debía de tener el mío, pero su mirada era de sincera curiosidad. Alzó los hombros hasta pegarlos a las orejas en un gesto de complicidad y esbozó una sonrisa que significaba, como yo no tardaría en comprender, que se le había ocurrido algo que nos causaría problemas. A continuación dio unas palmadas en el cojín y dijo:

– Vamos a ver qué pasa ahí fuera.

La clave de la afinidad de nuestros ocho caracteres era que ambas habíamos nacido en el año del caballo y, por tanto, probablemente teníamos espíritu aventurero. Flor de Nieve volvió a mirarme evaluando el alcance de mi valor, que, he de admitirlo, no era mucho. Respiré hondo y me senté a su lado; ella retiró la cortina. Entonces pude poner caras a las voces que había oído, pero por lo demás mis ojos captaron imágenes asombrosas. Los yao habían montado puestos decorados con piezas de tela de colores mucho más llamativos que los que jamás habían empleado mi madre o mi tía. Un grupo de músicos ataviados con trajes extravagantes pasó a nuestro lado, camino de un espectáculo de ópera. Un hombre caminaba cerca de allí con un cerdo atado de una correa. Nunca se me había ocurrido pensar que alguien pudiera llevar su cerdo a una feria para venderlo. Cada pocos segundos otro palanquín nos esquivaba; dedujimos que en ellos iban mujeres que acudían a hacer una ofrenda a Gupo. Había muchas por la calle -hermanas de juramento que al casarse se habían marchado de su pueblo y se reunían allí con motivo de la feria-; llevaban sus mejores faldas y unos tocados con complejos bordados. Caminaban juntas sobre sus lotos dorados, meneando las caderas. Había infinidad de imágenes hermosas que absorber, y todas se veían realzadas por un olor increíblemente dulce que llegaba hasta el palanquín, seducía mi olfato y calmaba mi estómago.

– ¿Habías estado antes aquí? -preguntó Flor de Nieve. Negué con la cabeza, y ella continuó-: Yo he venido varias veces con mi madre. Nos lo pasamos muy bien. Visitamos el templo. ¿Crees que hoy iremos al templo? Yo creo que no, tendríamos que caminar demasiado, pero espero que pasemos por el puesto de taro. Mi madre siempre me lleva allí. ¿No lo hueles? El viejo Zuo, el dueño del puesto, hace los mejores dulces del condado. -¿Cómo podía ser que Flor de Nieve hubiera estado allí muchas veces?-. Lo hace así: fríe unos dados de taro hasta que quedan blandos por dentro pero duros y crujientes por fuera. Entonces derrite azúcar en un gran wok puesto al fuego. ¿Has probado el azúcar, Lirio Blanco? Es lo mejor del mundo. Una vez que se pone marrón, echa el taro frito y lo remueve hasta que queda bien recubierto. Después coloca los dados en una bandeja y la lleva a tu mesa, junto con un cuenco de agua fría. No te imaginas lo caliente que está el taro recubierto de azúcar derretido. Si intentaras comértelo así, te harías un agujero en la lengua; por eso hay que coger un trozo con los palillos y sumergirlo en el agua. ¡Crac, crac, crac! Ese es el ruido que hace el azúcar cuando se endurece. Cuando le hincas el diente, notas el crujido de la capa de azúcar, lo crocante del taro frito y por último el interior blando. Mi tía tendría que llevarnos allí, ¿no estás de acuerdo?

– ¿Tu tía?

– ¡Pero si hablas! Creía que sólo sabías escribir palabras bonitas.

– Quizá no hable tanto como tú -repuse con voz queda, un tanto dolida. Ella era la bisnieta de un funcionario imperial y mucho más culta que la hija de un vulgar campesino.

Flor de Nieve me cogió una mano. La suya tenía un tacto seco y caliente, señal de que tenía el chi muy alto.

– No te preocupes. No me importa que hables poco. Yo siempre me meto en líos por hablar demasiado, porque no pienso las cosas antes de decirlas. En cambio, tú serás una esposa ideal, pues siempre elegirás tus palabras con cuidado.

¿Lo entendéis? Allí mismo, el primer día, nos comprendimos la una a la otra, pero ¿impediría eso que cometiéramos errores en el futuro?

La señora Wang abrió la portezuela del palanquín.

– Venid, niñas. Está todo arreglado. Sólo tendréis que dar diez pasos para llegar a vuestro destino. Si os hiciera andar más, rompería la promesa que he hecho a vuestras madres.

Estábamos cerca de un puesto de artículos de papel decorado con cintas rojas, pareados de la buena fortuna, símbolos de doble felicidad carmesíes y dorados e imágenes pintadas de la diosa Gupo. Delante había una mesa donde se amontonaban diversas mercancías de colores chillones. A ambos lados del puesto, que estaba protegido del barullo de la calle por tres largas mesas colocadas en los costados, se abrían sendos pasillos por donde entraban los clientes. En el centro había una mesita con tinta, pinceles y dos sillas. La señora Wang nos indicó que escogiéramos un trozo de papel donde escribir nuestro contrato. Como cualquier niña de mi edad, yo estaba acostumbrada a decidir ciertas cosas (qué hortaliza cogería del cuenco después de que mi padre, mi tío, Hermano Mayor y los otros miembros de la familia hubieran metido sus palillos en él, por ejemplo), pero en ese momento me sentí incapaz de decidirme; mis manos querían tocar todas las mercancías, mientras Flor de Nieve, que sólo tenía siete años y medio, utilizaba el sentido crítico, con lo que daba muestras de mayor madurez.

La señora Wang dijo:

– Recordad, niñas, que hoy lo pago todo yo. Esto sólo es una decisión. Tendréis que tomar otras, así que no os entretengáis demasiado.

– Sí, tiíta -repuso Flor de Nieve hablando por las dos. A continuación me preguntó-: ¿Cuál te gusta?

Señalé una hoja de papel grande que, por su tamaño, parecía la más apropiada, dada la importancia de la ocasión.

Flor de Nieve pasó el índice por el borde dorado.

– El oro es de mala calidad -sentenció. Acto seguido levantó la hoja y la examinó a contraluz-. El papel es delgado y transparente como un ala de insecto. ¿No ves cómo lo atraviesa la luz del sol? -Dejó la hoja en la mesa y me miró con esa franqueza que la caracterizaba-. Necesitamos algo que demuestre eternamente el valor y la perdurabilidad de nuestra relación.

Yo apenas entendía sus palabras; Flor de Nieve hablaba un dialecto ligeramente distinto del de Puwei, pero ésa no era la única razón. Yo era ordinaria y estúpida; ella era refinada y ya superaba los conocimientos de mi madre e incluso los de mi tía.

Me empujó hacia el interior del puesto y me susurró:

– Lo mejor siempre lo guardan ahí detrás. -Y añadió con naturalidad-: ¿Qué te parece éste, alma gemela?

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