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Se levantó y avanzó unos pasos hacia la escalera. Entonces se volvió, puso una mano en el hombro de mi tía y, dirigiéndose a todas las presentes, anunció:

– Hay algo más que todas deberíais plantearos. Esta mujer ha hecho un buen trabajo con su hija, y me he fijado en que Luna Hermosa y Lirio Blanco son muy buenas amigas. Si nos ponemos de acuerdo respecto a esta relación de laotong para Lirio Blanco, que ayudaría a acrecentar sus posibilidades de casarse con alguien de Tongkou; creo que sería conveniente buscar esposo también allí a Luna Hermosa.

La propuesta nos pilló desprevenidas. Olvidando el decoro, me volví hacia mi prima, que estaba tan emocionada como yo.

La señora Wang levantó una mano y trazó un arco en forma de luna en cuarto creciente.

– Claro que puede que ya os hayáis comprometido con la señora Gao. No quisiera inmiscuirme en sus asuntos… locales -añadió, y con eso quería decir «inferiores».

Aquello dejaba claro, para empezar, que mi madre no podía competir con la experiencia negociadora de la señora Wang, que en ese momento se dirigió directamente a ella:

– Considero que esto es una decisión de mujeres, una de las pocas que puedes tomar respecto a la vida de tu hija, y quizá también a la de tu sobrina. Sin embargo, el padre también debe estar de acuerdo para que podamos seguir adelante. Madre, antes de marcharme te daré un último consejo: aprovecha tus encantos femeninos para defender tus intereses.

Mientras mi madre y mi tía acompañaban a la casamentera hasta el palanquín, Hermana Mayor, Luna Hermosa y yo, muy emocionadas, nos quedamos de pie en medio de la habitación, abrazándonos y comentando lo ocurrido. ¿Cómo era posible que me sucedieran cosas tan maravillosas? ¿Se casaría también Luna Hermosa con alguien de Tongkou? ¿De verdad pasaríamos juntas el resto de nuestra vida? Hermana Mayor, que tenía motivos para lamentar su destino, expresó sus más sinceros deseos de que todo cuanto había propuesto la casamentera se hiciera realidad, consciente de que la familia se beneficiaría de ello.

Eramos muy jóvenes y estábamos locas de alegría, pero sabíamos cómo teníamos que comportarnos. Luna Hermosa y yo volvimos a sentarnos para dar descanso a nuestros pies. Hermana Mayor ladeó la cabeza hacia el abanico que yo todavía tenía en la mano.

– ¿Qué pone?

– No sé leerlo todo. Ayúdame.

Abrí el abanico. Hermana Mayor y Luna Hermosa miraron por encima de mis hombros. Examinamos juntas los caracteres y reconocimos algunos: «niña», «buen carácter», «tareas domésticas», «hogar», «tú», «yo».

Mi tía, sabedora de que era la única que podía ayudarme, fue la primera en volver a la habitación de las mujeres. Señaló los caracteres uno a uno con un dedo. Yo memoricé de inmediato las palabras: «Me han dicho que en vuestra casa hay una niña de buen carácter y hábil en las tareas domésticas. Esa niña y yo nacimos el mismo año y el mismo día. ¿No podríamos ser almas gemelas?»

Antes de que yo respondiera a aquella niña, Flor de Nieve, mi familia debía analizar y sopesar muchos detalles. Aunque Hermana Mayor, Luna Hermosa y yo no podíamos influir en decisiones como ésa, pasamos horas escuchando desde la habitación del piso de arriba cómo mi madre y mi tía evaluaban las hipotéticas consecuencias de que yo tuviera una laotong. Mi madre era muy perspicaz, pero mi tía procedía de una familia más culta que la nuestra y sus conocimientos eran más profundos. Con todo, como era la mujer de rango inferior de la casa, debía hablar con prudencia, sobre todo teniendo en cuenta que mi madre controlaba por completo su vida.

– Una unión con una laotong es tan importante como un buen matrimonio -afirmaba mi tía para iniciar la conversación. Repetía muchos de los argumentos de la casamentera, pero siempre volvía al único elemento que consideraba verdaderamente relevante-: La relación con una laotong se establece por decisión propia, con el objetivo de lograr una camaradería emocional y una fidelidad eterna. En cambio, la boda no se celebra por decisión propia y sólo tiene un objetivo: engendrar hijos varones.

Al oír esa referencia a los hijos, mi madre intentaba consolar a su cuñada.

– Tú tienes a Luna Hermosa. Es una niña muy buena y todos están muy contentos con ella…

– Y me dejará para siempre cuando se case y se marche a otro pueblo. En cambio, tus dos hijos vivirán contigo el resto de tu vida.

Las dos mujeres llegaban todos los días a ese mismo punto de la conversación, y todos los días mi madre trataba de encauzarla hacia aspectos más prácticos.

– Si Lirio Blanco se convierte en laotong, no tendrá hermandad. Todas las mujeres de nuestra familia… -«la han tenido», pensaba decir mi madre, pero mi tía terminaba la frase de otro modo.

– … pueden actuar como hermanas de juramento en las ocasiones en que sea preciso. Si crees que necesitamos a más muchachas cuando llegue el momento de Sentarse y Cantar en la Habitación de Arriba antes de la boda de Lirio Blanco, puedes invitar a las hijas solteras de nuestros vecinos para que la ayuden.

– Esas niñas no la conocerán bien -objetaba mi madre.

– Pero su laotong sí. Cuando esas dos niñas se casen y se marchen de la casa natal, se conocerán mutuamente mejor de lo que tú o yo conocemos a nuestros esposos. -Mi tía hacía una pausa al llegar a este punto-. A Lirio Blanco se le presenta la oportunidad de seguir un camino diferente del que tomamos tú o yo para llegar hasta aquí -añadía-. La relación con una laotong incrementará su valor y demostrará a los habitantes de Tongkou que merece una buena boda con alguno de ellos. Y, como la unión de dos laotong es para siempre y no se interrumpe cuando las muchachas contraen matrimonio, se fortalecerán los lazos con la gente de Tongkou y tu esposo (y todos nosotros) estará más protegido. Todo eso contribuirá a asegurar la posición de Lirio Blanco en la habitación de arriba de la casa de su futuro esposo. No será una lisiada, sino una mujer con unos lotos dorados perfectos, que ya habrá demostrado lealtad, fidelidad y capacidad para escribir en nuestra caligrafía secreta, pues durante años habrá sido la laotong de una niña del pueblo de su marido.

Esta conversación, con innumerables variaciones, tenía lugar todos los días, y yo la escuchaba siempre. Lo que no lograba oír era cómo mi madre trasladaba todo esto a mi padre por la noche, en la cama. Mi unión con Flor de Nieve le resultaría cara a mi padre -el continuo intercambio de regalos entre las laotong y sus familias, compartir nuestra comida y el agua con ella durante sus visitas a nuestra casa y los gastos de mis viajes a Tongkou-, y él no tenía dinero. Pero, como había dicho la señora Wang, era tarea de mi madre convencerlo de que aquella unión nos convenía. Mi tía también colaboraba susurrando cosas al oído de mi tío, pues el futuro de Luna Hermosa estaba ligado al mío. Quien diga que las mujeres no pueden influir en las decisiones de los hombres comete un enorme y estúpido error.

Al final mi familia escogió la opción que yo deseaba. Después hubo que decidir cómo contestaría a Flor de Nieve. Mi madre me ayudó a acabar un par de zapatos que yo estaba bordando para enviárselos como primer regalo, pero no sabía aconsejarme respecto a la respuesta escrita. Normalmente el mensaje de respuesta se mandaba en otro abanico, que pasaría a formar parte de lo que podríamos considerar el intercambio de regalos de «boda». Pero a mí se me había ocurrido algo que rompía con la tradición. Cuando vi la guirnalda entretejida de Flor de Nieve en la parte superior del abanico, pensé en el viejo dicho: «Jacintos y papayas, largas enredaderas y profundas raíces. Las palmeras que crecen tras los muros del jardín, con profundas raíces, duran mil años.» Para mí esas palabras resumían cómo deseaba que fuera nuestra relación: profunda, entrelazada, eterna. Quería que aquel abanico fuera el símbolo de ello. Sólo tenía siete años y medio, pero ya intuía en qué se convertiría aquel abanico con todos sus mensajes secretos.

Cuando estuve convencida de que quería enviar mi respuesta en el mismo abanico que me había regalado Flor de Nieve, pedí a mi tía que me ayudara a componer la respuesta correcta en nu shu. Estuvimos varios días dando vueltas a las frases. Si quería ser original con mi regalo, debía ser todo lo convencional que fuera posible con mi mensaje secreto. Mi tía escribió el texto que habíamos escogido y yo lo copié hasta que mi caligrafía me pareció aceptable. Cuando quedé satisfecha, molí una barrita de tinta en el tintero de piedra y mezclé el polvo con agua hasta conseguir un negro intenso. Cogí un pincel, lo coloqué recto asiéndolo con el pulgar, el índice y el dedo corazón, y lo mojé en la tinta. Empecé pintando una diminuta flor del árbol de nieve en medio de la guirnalda de hojas que había en la parte superior del abanico. Para escribir mi mensaje elegí el pliegue contiguo al que contenía la hermosa caligrafía de Flor de Nieve. Tras una introducción tradicional escribí las frases de rigor para una ocasión como aquélla:

Te escribo. Escúchame, por favor. Aunque soy pobre e indigna, aunque no estoy a la altura de la alcurnia de tu familia, hoy te escribo para decirte que el destino ha querido unirnos. Tus palabras llenan mi corazón. Somos un par de patos mandarines. Somos un puente sobre el río. Todo el mundo envidiará nuestra acertada unión. Sí, mi corazón está decidido a ir contigo.

Yo no sentía todo aquello, desde luego. ¿Cómo podíamos concebir el amor verdadero, la amistad o el compromiso eterno si sólo teníamos siete años? Ni siquiera nos conocíamos y, aun en caso contrario, no teníamos ni idea de qué significaban aquellos sentimientos. Sólo eran palabras que escribíamos con la esperanza de que algún día se hicieran realidad.

Puse el abanico y el par de zapatos que había confeccionado sobre un trozo de tela. Como ya no tenía nada en que ocupar las manos, un sinfín de preocupaciones asaltaba mi mente. ¿No era yo demasiado humilde para la familia de Flor de Nieve? ¿Al ver mi caligrafía se darían cuenta de que no estaba a su altura? ¿Pensarían que había roto la tradición y que eso era señal de mala educación? ¿Interrumpirían la relación? Esos perturbadores pensamientos -mi madre los llamaba «fantasmas de zorro de la mente»- me atormentaban, y sin embargo lo único que podía hacer era esperar, seguir trabajando en la habitación de las mujeres y descansar los pies para que los huesos, al soldarse, adquirieran la forma adecuada.

Cuando la señora Wang vio lo que yo había hecho con el abanico, apretó los labios en señal de desaprobación, pero tras un silencio asintió en un gesto de complicidad y dijo:

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