Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Apoyándose en el primer relato de la creación del hombre que dice «macho y hembra los creó», una tradición rabínica hace de Lilith la primera mujer, creada antes de Eva. De este modo ella sería igual al hombre, por haber salido, como él, del barro de la tierra. La Cábala la hace disputar con Adán y huir. Se habría convertido en un demonio, súcubo e instigadora de los amores ilegítimos.

Pero a los que escribieron la Biblia no les gustó el primer relato de la creación del hombre. Para subrayar la necesaria sumisión de la mujer al hombre inventaron la figura de Eva, creada a partir de la costilla de Adán, que fue seducida por la serpiente y se convirtió por ello en la responsable de todos los males de sus descendientes. Esta segunda primera mujer había nacido del hombre y debía depender, por tanto, de él.

Hoy en día casi nadie sabe quién era Lilith, aunque todo el mundo conoce el mito de Eva. Los redactores de la Biblia se salieron con la suya.

Y, sin embargo, pese a ellos, algunas mujeres fuertes se colaron entre las páginas de la Biblia y demostraron que no eran el apéndice de nadie. Débora, jueza y profetisa que dirigió la campaña contra Sísara apoyada por Baraq. Atalía, reina de Judá, única mujer que gobernó un reino judío, aunque para conseguirlo tuviera que matar uno a uno a sus seis hermanos. Betsabé, la mujer favorita de David, su consejera y su apoyo. Ester, la mujer judía del rey persa Vastí, que arriesgó su vida y su situación para impedir la matanza programada de su pueblo. Judit, la asesina de Holofernes, el general asirlo, que gracias a su astucia e inteligencia consiguió acabar con el asedio del pueblo judío…

Lo que viene a demostrar, supongo, que por muchos impedimentos que se le pongan por delante, por mucho que se haga por ocultar su existencia, una mujer fuerte siempre puede conseguir lo que se propone. Y resulta paradójico que yo aprendiera esta lección precisamente en un colegio de monjas, un colegio en el que las hermanas me alentaban a hacer los deberes porque «algún día tendría que ayudar a mis hijos a hacer los suyos».

Fortaleza no es lo que creéis. La fortaleza no se mide según el grosor de los músculos ni según el número de kilos que una persona pueda levantar. Fortaleza significa, sobre todo, aguantar, no romperse. Es una virtud femenina.

A veces odio a esos productos de familias felices que me rodean, a esos pastilleros que vienen al Planeta X, esos niños bien que viven en Mirasierra o la Moraleja, que tienen un chalet con jardín y piscina y perro, y un padre trabajador y una madre saludable y bronceada, y nada que olvidar o de lo que avergonzarse. Tienen un padre y una madre que se adoran, o que al menos se soportan con mutua tolerancia, unos padres que les regalaron su primer coche al aprobar la selectividad, que les han pagado la universidad y las vacaciones, un mes en Marbella en verano y una semana en Saint Lary en invierno. Tienen unos amigos que han esquiado y han montado a caballo con ellos desde la infancia. Tienen un ordenador y un vídeo en su habitación, y pantalones Caroche y cazadoras de Gaultier y botas de auténtica piel de serpiente (a cuarenta talegos el par) y van vestidos como si fueran yorikis, yorikis de lujo, imitando las pintas de Matt Dillon en Drugstore Cowboy, aunque, eso sí, su nevera está repleta y nunca han dormido en la calle.

Uno de estos chicos me contó en la barra, entre cubata y cubata, las dos grandes tragedias de su vida: una novia que le había dejado y un atraco que había sufrido en la Gran Vía. ¿Cómo iba a explicarle yo que mi padre se había largado un buen día sin razón aparente, que mi madre no ha sido capaz de dirigirme más de cinco palabras seguidas en toda su vida, que cuando yo tenía nueve años me lo hacía con mi primo de veinte, que mi mejor amiga se pasa el día yendo y viniendo del hospital, que tengo un tajo de siete puntos en el brazo derecho que me hice yo misma con un cuchillo y que a los dieciséis años intenté matarme por primera vez?

Si le contara alguna de estas cosas pensaría que soy una persona muy desgraciada y muy problemática, y, sin embargo, yo no me veo así. Estoy segura de que él ha sufrido mucho más por su novia que yo por Iain. Me lo imagino ahogando sus penas en éxtasis y alcohol, haciendo esfuerzos hercúleos por olvidar su nombre y su cara, evitando sistemáticamente los bares a que solían ir juntos y las terrazas por las que paseaban, desarmado ante el primer golpe de su vida, puesto que nadie le había curtido en una batalla previa, puesto que nadie se había encargado de hacerle resistente a la frustración. Nadie le había advertido de que en la vida, por una cuestión de simple estadística, le tocaría, una vez al menos, enfrentarse a un desamor, y a un accidente de coche, y a un amigo desleal, y que todo el dinero y el amor de sus padres no iban a poder evitar lo inevitable. Piensa en nosotras, por ejemplo, en las hermanas Gaena. ¿Nos van tan mal las cosas como parece?

Asumamos que Iain me ha dejado y que nunca va a volver. Quizá nunca le quise. Quizá sólo quería que llenase este agujero enorme que tengo en mi interior. Es hora de que aprenda que no puedo perderme en la vida de otra persona sin haber vivido la que me pertenece y que yo, y sólo yo, puedo llenar mis propios huecos.

Mi hermana Rosa vivió su propia vida sin intromisiones de otros, nadie se lo niega, pero ella misma se ha convertido en su cárcel. ¿Cómo se vive con un disco duro por cerebro y un módem por corazón? Supongo que hay mucha gente que creería que su vida es un desierto sin oasis. Supongo que hay mucha gente que la compadece, que en su mente la retrata como una solterona neurotica, que imagina la vida de mi hermana como una carrera contra reloj intentando dar sentido a su existencia antes de que su reloj biológico se pare, antes de que sea demasiado mayor para tener hijos o seguir resultando sexualmente atractiva. Yo, sin embargo, sé que mi hermana puede conseguir todo lo que quiera.

La he visto durante años encerrada en su cuarto, frente a los lápices y los bolígrafos ordenados por colores, con el entrecejo fruncido y los ojos bien abiertos, decidida a ser la mejor de su promoción. Y si pudo ser la mejor en una carrera prácticamente reservada para hombres, ¿no podría cambiar su vida en el momento en que lo decidiera? Puede que no me lleve mucho con mi hermana, pero, joder, debo reconocer, aunque me pese, que hay momentos en que la admiro profundamente. Y, desde luego, no la compadezco.

A la playa de Ana llegó una ola enorme que le destrozó su castillo de arena. No me preguntéis cuándo ni por qué, porque no lo sé. Sólo sé que lo que tiene no le gusta. La vida se le escapa, lenta e inexorablemente, marcando las horas, como la arena de un reloj. Y cada vez le queda menos tiempo. Mi madre me llama angustiada, me dice que lo suyo es grave. Vale, he visto los ojos vidriosos de Ana fijos en una pantalla, y sus manos lánguidas incapaces de sostener un vaso. La he visto ojerosa y despeinada, incapaz de pronunciar una palabra, y sin embargo no temo por ella.

Porque también la he visto, durante años, eficiente y laboriosa como una hormiguita, despachando facturas y ordenando armarios, abriendo senderos en la cocina a través de montañas de platos sucios y envoltorios vacíos, convertida en la madre que mi madre no sabía ser, administradora, organizada, tranquila y coherente.

Nunca advertimos demasiado su presencia hasta que se casó y resultó tan drásticamente evidente que se había marchado. La casa se hundió de la noche a la mañana en un caos incontrolable. La colada se pasaba días pudriéndose dentro de la lavadora porque se nos olvidaba tenderla, así de simple; teníamos que sobrevivir a base de congelados porque ninguna de nosotras sabía cocinar, y nuestras respectivas habitaciones se cubrieron de capas de polvo y mugre porque durante años ninguna de nosotras había tenido que pasar una bayeta, así que ¿por qué se nos iba a ocurrir que ahora nos tocaba hacerlo?

Ana se marchó y mis discusiones con mi madre empezaron a hacerse cada vez más frecuentes, cada vez más sonadas. Mí madre se desesperaba entre aquel desorden que la rodeaba, que avanzaba lenta pero inexorablemente como una enfermedad incurable, y cuando llegaba a casa de la farmacia, agotada y deprimida, y se encontraba con aquella casa que se descomponía por momentos, estallaba. Nos echaba la culpa a nosotras, claro, pero nosotras, ¿qué podíamos hacer? Yo ni siquiera sabía freír un huevo o aliñar una ensalada, y mucho menos planchar o hacer las camas. Ana no me había enseñado. Rosa se pasaba el día encerrada con sus libros y dejó siempre muy claro que su vocación para las tareas domésticas era nula. Hasta entonces los silencios gélidos de mi madre siempre me habían sacado de quicio. Pero cuando Ana se marchó, mi madre aprendió a gritar y a maldecir en alto, y de golpe afloró a la superficie todo el resentimiento que llevaba acumulado durante décadas, y entonces sí que de verdad perdí los estribos. Ella gritaba y yo gritaba más alto e intercambiábamos todos los insultos que conocíamos, más algunos que inventábamos expresamente para la ocasión. Ella decía que se arrepentía de haberme traído al mundo. Yo respondía que nadie se lo había pedido y que yo no estaba precisamente contenta del sitio a donde había ido a parar. Me largué de casa en cuanto pillé un trabajo y Rosa hizo lo propio dos años después, aunque con la carrera acabada, que es una ventaja.

No nos habíamos dado cuenta hasta entonces de que Ana era el pegamento que nos mantenía unidas. Sin ella, la familia se hacía pedazos.

Por eso nos cuesta tanto asumir que Ana la dulce, Ana la estable, Ana que fuera el epítome de la cordura, se ha despeñado cuesta abajo. Es oficial.

La cosa fue más o menos así, según he podido deducir de las conversaciones que he mantenido al respecto con mi madre y con mi hermana Rosa: una mañana mi hermana Ana se levantó de la cama a las siete, según su costumbre; preparó el desayuno, según su costumbre; despertó al niño, según su costumbre; le cambió el pañal, según su costumbre, y acto seguido, con el niño todavía en brazos, se sentó a la mesa frente a su marido, con los ojos muy abiertos y expresión solemne. Entonces le anunció con voz clara que quería divorciarse. No le dio razones. No había otro hombre, que era lo que Borja esperaba, porque para un hombre como Borja la única razón que puede tener para divorciarse una mujer que tiene todo lo que una mujer pueda desear (un niño sano y guapo, un marido amable y atento y una casa que vale cincuenta millones) es otro hombre (uno que pueda proporcionarle otro bebé sano y guapo y una casa de cien millones). No había otro hombre, le aseguró ella, y Borja no dudó de su palabra porque siempre había mantenido, y aún mantiene, que su mujer es incapaz de serle infiel, él habría puesto y pondría ahora la mano en el fuego, pero ella, erre que erre, sólo podía repetir que quería divorciarse, sin más explicaciones.

42
{"b":"94821","o":1}