Me daba miedo inyectarme, para qué negarlo. La aguja, el pinchazo, la grima de sentir el jaco entrándote por la vena. Uno puede fumar el jaco o esnifarlo, pero la gente se inyecta en la vena para ahorrar material y porque dicen que el efecto inmediato es mejor. La forma más fácil de encontrar la vena es pincharse en el antebrazo, pero hay gente que no lo hace para evitar las marcas delatoras, los estigmas de yonki. 0, simplemente, porque ya no pueden hacerlo, porque tienen el brazo hecho un acerico, atravesado por una cordillera de bultos encallecidos de tanto hurgar en ellos. Se pinchan en los pies o en las manos, algunos incluso en la lengua, pero entonces la vena es más difícil de encontrar. Algún colgado que conozco se ha pinchado en la polla. Hay que hacerlo con cuidado, pincharse en la vena, nunca en la piel, si no habrá que limpiar la aguja varias veces, porque se obturará con la sangre coagulada.
¿Entendéis ahora mi pasión por las pastillas, esas dosis de felicidad comprimida que se deslizan sin sentirlo por tu esófago, que no exigen sacrificios ni autoperforaciones? Yo, que tengo terror hasta a los análisis de sangre, ¿cómo iba a meterme una aguja, así, a lo bruto? Sentía compasión por la carne penetrada y las venas violadas.
De modo que les dije que salía a hacer pis, más que nada porque no soporto ver cómo alguien se pone un pico. Prefería volver cuando todo el ritual de la jeringuilla y la vena hubiera terminado, y entonces meterme una raya tranquilamente.
– Tú haz lo que quieras -dijo Santi-, pero yo pienso meterme ahora mismo.
– Pues yo te acompaño, Cris -me dijo Line-, que también me estoy meando viva.
Si Santi pretendía impresionarla, se había lucido. Así que Line y yo salimos del coche y buscamos un lugar apartado entre los arbustos donde poder dar rienda suelta a nuestra incontinencia, mientras Santiago se ponía a gusto. Hicimos pis en cuclillas entre unos arbustos, intentando sin mucho éxito no salpicar nuestras flamantes Doctor Martens. Cuando nos levantábamos a Line se le cayó al suelo su bolsito en forma de corazón. Debía de tenerlo mal cerrado y el contenido se desparramó sobre la hierba. Nos costó Dios y ayuda encontrar las llaves, que habían ido a parar debajo de un alibustre, y debido a la poca luz y a lo mucho que habíamos bebido tardamos por lo menos media hora en dar con ellas. Cuando las encontramos caímos en la cuenta de que quizá habíamos perdido demasiado tiempo. Probablemente Santiago ya se hubiese largado, apunté yo, y ¿dónde coño íbamos a encontrar un taxi a semejantes horas, y, para colmo, en el culo del mundo?
– No te preocupes tanto -dijo Line-, si está puesto, seguro que se ha quedado donde estaba. Si el material es tan bueno como asegura, ni se habrá enterado de cuánto tiempo hemos tardado.
Volvimos a la carretera y divisamos su coche a lo lejos. El coche seguía allí. Santiago estaba apoyado contra el volante, inmóvil. Pensé que iría tan puesto que se había quedado grogui, sin más. Le sacudí.
– Eh, levántate, que no podemos quedarnos aquí toda la noche. -Le zarandeé, pero él no contestaba-. Line, me temo que va a tocarte conducir, que este tío no reacciona.
Y entonces me fijé bien en Santi. La aguja clavada en el brazo, la cara blanca como el papel y una mancha de sangre alrededor de los labios morados, entumecidos como si le hubieran asestado un puñetazo. Los ojos abiertos, la mirada fija en un punto indeterminado. Unas enormes ojeras malva, tan exageradas que parecían maquillaje, cuyo color hacía juego con los labios. El cuerpo duro, contraído, tumefacto. Parecía embalsamado, como si le hubiesen inyectado pegamento bajo la piel. Su carne sin sangre, casi transparente, semejaba la de un lagarto inmóvil, aterido y debilitado, al que el invierno hubiese pillado desprevenido.
Me asusté, y empecé a sacudirle todavía más, entre gritos, pero él seguía sin reaccionar. Line se acercó y, cuando le vio, se puso casi tan blanca como él. Luego le tomó el pulso y apretó su cabeza contra el pecho de él. Exactamente igual a como yo había visto hacer en las películas.
– Este tío está muerto -anunció. Fue la única vez en la vida que oí su voz su voz, no su vocecita, sin el timbre agudo que normalmente la caracteriza.
– ¿Cómo lo sabes? Quizá sólo esté en coma -dije.
– Está muerto. Estoy totalmente segura.
– ¿Por qué? ¿Cómo puedes tenerlo tan claro? Yo quería creer que quizá sólo estuviese en coma o inconsciente.
– Porque soy socorrista. Sé tomar el pulso y sé reconocer a un cadáver. Y este tío está muerto. Vámonos de aquí. -Parecía asustada de verdad-. Qué suerte hemos tenido de no haber sido las primeras en probar el material.
Me escandalizó la frase con que había rematado la cuestión. Parecía no afectarle el que uno de nuestros amigos, precisamente el que hacía cualquier cosa por ella, la hubiese palmado. Sólo le importaba que la china no le había tocado a ella.
– No podemos irnos así como así. No podemos dejarlo aquí -insistí.,
– Mira, Cris, ya no hay nada que podamos hacer por él -dijo Line-. Y yo paso de meterme en líos. Vámonos inmediatamente.
Me cuesta mucho justificar ante mí misma cómo consentí en dejarle allí, solo. Supongo que estaba tan aturdida que me dejé arrastrar por la recién descubierta voluntad férrea de Line. Me pareció que ella tenía razón. Si estaba muerto, nosotras no podíamos ayudarle en nada quedándonos allí. Y si estaba vivo, lo mejor era irnos y llamar una ambulancia. Nada ganábamos permaneciendo a su lado, y teníamos mucho que perder, en cambio, si no nos largábamos. Sobre todo Line, que vive con sus padres y que no podría silenciar el asunto y se vería obligada a ofrecer interminables explicaciones y confrontaciones. Yo lo entendía perfectamente. No hacía falta que ella me dijera nada. Al fin y al cabo no somos más que dos niñas pijas recicladas.
Llegamos andando hasta Moncloa sin intercambiar una sola palabra durante todo el camino. Cuando vimos una cabina entramos y no hizo falta que ninguna le explicase a la otra qué correspondía hacer. Line llamó a la policía e informó de lo que pasaba, describió el sitio donde podrían encontrar el coche y rogó que enviaran una ambulancia lo antes posible. Insistió varias veces en que la cosa iba en serio y acto seguido colgó.
Cuando llegamos a casa intentamos averiguar qué podía haber pasado. No era una sobredosis, Habíamos visto al tío preparar su chute y ni siquiera había metido un cuarto. La cantidad no era excesiva. No podía ser sobredosis. ¿Cuánta heroína hay en un gramo de burro? ¿Un siete por ciento? Probablemente el material estuviese cortado con estricnina o con cal o con cualquier sustancia imposible de analizar. 0 quizá, peor aún, era tan tan bueno como él aseguraba. Eso pasa. Cuando el jaco es demasiado puro es casi más peligroso que cuando lo han adulterado. No estamos acostumbrados a meternos heroína de verdad y no sabemos manejar las cantidades. El caso es que no sé lo que pasó.
No podía olvidar lo que Line había dicho. La suerte que habíamos tenido. Si a mí no me diesen repelús las agujas, si Line no hubiese venido conmigo a hacer pis, si no hubiésemos perdido media hora buscando las llaves, si nos hubiésemos metido las líneas antes que Santi, ¿dónde estaríamos ahora?
Yo me habría metido una línea de aquel jaco mal cortado, me habría disparado directamente al corazón novocaína, lactosa, laxantes, cal de la pared, estricnina, diazepanes, hipnóticos, codeína, aspirina, antibióticos, nesquick, polvo de ladrillo, migas de galleta, vete tú a saber qué, y estaría allí, con los ojos en blanco, y la boca babeante y la cabeza cayéndose sobre un hombro, como Uma Thurman en Pu1p Fíction.
Me dije a mí misma: «Pase lo que pase a partir de ahora, por muy mal que te encuentres y por muy harta de todo que te sientas, recuerda que tienes suerte de seguir con vida. Estás aquí de regalo.»
Una quincena exacta después de aquello conocí a Iain, y me aferré desesperadamente a él como el náufrago a su tablón, porque no quería ahogarme en aquel océano turbulento en que Line y yo navegábamos. Porque quería olvidar la cara azul de Santiago, los labios azules que yo había besado cuando eran rojos, los dedos rígidos que me habían pellizcado el culo cuando aún podían moverse. Quería olvidar a Line, convertida en su propia radiografía, incapaz de conmoverse ya ni por lo bueno ni por lo malo. Necesitaba alguien a quien querer. Necesitaba alguien a quien aferrarme, una razón seria para vivir. Alguien alejado del caballo y de los éxtasis y del Planeta X. Alguien más serio mayor que yo. Uno de esos tipos que describen las rubias de las películas yanquis: un hombre bueno que me quiera y me respete. Pero no funcionó. Yo no soy una rubia de las películas yanquis. Soy una morena excesiva que se ha follado a medio Madrid. Ningún hombre honesto se plantearía retirarme.
Iain no quiere saber nada de mí y a mi vida no le queda un solo agarradero. Mi hermana Rosa no tiene más amigos que su módem y su fax. Mi hermana Ana acaba de darse cuenta que en la vida de una mujer debe haber algo más que armarios y coladas. Pero yo no siento ninguna compasión ni por mis hermanas ni por mí misma. No estamos en nuestro mejor momento, pero superaremos este bache. Hemos pasado por cosas peores. Y si lo que no te mata te hace más fuerte, entonces nosotras somos resistentes como un tentetieso, y abriremos un camino sobre nuestras cicatrices.
Y, por lo menos, estamos vivas. Lo tengo presente cada día. Y tengo que agradecerle no sé a quién, a la mano invisible de la divina providencia, a los ángeles cuya existencia niego, que me haya permitido quedarme. Así que, mientras esté aquí, seguiré adelante, a trancas y barrancas, a trompicones, resbalando, tropezando si hace falta, volviendo a levantarme cuando me caiga. Estoy aquí, pero noviembre llega de color tristeza.