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Ya no soy la mujer que era hace dos meses, aquella que lijaba y barnizaba y pintaba estanterías. Siento que vuelvo a ser Anita, me emborracho con mi propio llanto, mantengo largas conversaciones conmigo misma y lloro en silencio lágrimas saladas, pequeñas cuentas de cristal. La vida se me escapa por los ojos brillantes, y paso horas tumbada en la cama, incapaz de reunir fuerzas para levantarme. Paseo la mirada por la habitación, recorriendo uno a uno los pequeños detalles que he llegado a aprenderme de memoria: la casi imperceptible mancha de humedad en el papel pintado, el pequeño hueco en forma de rectángulo que dejó una madera que un buen día decidió abandonar el suelo de parquet y fue a parar Dios sabe dónde, los dibujos geométricos del kilim, rosas, verdes y granates, los desconchados de la lámpara de porcelana. Debería dejar de llorar, yo, que lo tengo todo, todo lo que acumulé para demostrarle a Antonio que sobreviviria, que valía mucho más de lo que él se creía: el suelo de gres, la cristalería Ruiz de la Prada, el sofá Roche Bobois, las cortinas de Gastón y Daniela, la mesa de Ricardo Chiara, la vidriera de Vilches, los cuartos de baño con grifería de bronce de Trentino, el salón que merecería figurar en las páginas centrales del Elle decoración, el marido guapo y brillante, el armario repleto de modelos de Sibila y Jesús del Pozo. Lo tengo todo alrededor, pero ya no tengo nada dentro.

En aquellos tiempos nadie hablaba de violaciones. La Anita que yo era ni siquiera sabía qué significaba la palabra y pensaba que todo había sido culpa suya. Ella le había acompañado al monte. Había ido sola en la moto. Se lo había buscado. Los hombres son animales. No pueden reprimir sus instintos. Eso me habían dicho las monjas toda la vida, y era responsabilidad mía mantener intocado mi cuerpo, ese templo sagrado que Dios me había dado. Mía y sólo mía. Antonio me había tratado como una puta y yo había organizado toda mi vida para demostrarle a él, al mundo y a mí misma que no lo era.

Pero Antonio se ha muerto y el mundo, por su parte, también ha cambiado, y mi hermana pequeña se acuesta con unos y con otros, con quien le da la gana, y nadie dice nada, nadie se lo cuestiona. Y yo, yo, ¿qué? Yo sólo he conocido a dos hombres, y ninguno merecía la pena. Como tampoco mereció la pena hacerles caso a mi madre y a las monjas.

No ha merecido la pena esforzarme en demostrar que soy una buena chica. Antonio se ha muerto y no me Importa. Borja está vivo y no me importa. Lo único que importaba, lo único que ha importado siempre, era limpiar una mancha. Pero eso tampoco importa ya. Al fin y al cabo, la limpieza ya no me obsesiona. Anita organizó una revancha de opereta y Ana duerme ahora con un extraño, confinada en una casa que ha demostrado no necesitarla, recluida en un calabozo que ella misma ha decorado. Y yo me siento vacía como una mujer burbuja.

De la vida se puede hablar de mil millones de maneras diferentes, pero para mí ya sólo hay dos formas de vivirla: con drogas o sin ellas, o lo que es lo mismo, a pelo o anestesiada. Drogas, drogas, drogas. El éxtasis es el pan nuestro de cada día y ya no sabemos vivir sin él. Nos metemos por lo menos una pastillita por semana, para pasar el fin de semana como Dios y el underground mandan, pero lo normal es que también caiga alguna entre semana. Después de constatar que nos gastamos una pasta en las putas pastillitas, hemos decidido que nos traía más a cuenta hacernos con nuestras reservas del mes de una tacada, no sólo porque va a salirnos más barato, sino porque ayer nos enteramos de que acababa de llegar un material que difícilmente podremos volver a encontrar: MDMA puro, del que ya no se hace, recién llegado de Holanda. Salía a cinco talegos la pastilla, pero por haber comprado una cantidad tamaño familiar, y como deferencia al hecho de que yo trabajaba en el Planeta X (que al fin y al cabo era su centro de operaciones), Carlos el Topo, alias Tantangao, nos ha hecho un precio especial: treinta pastillas a setenta y cinco napos, o sea, dos talegos y medio por pastilla. Considerando que se trataba de una oportunidad que no podíamos desaprovechar, Line, Gema y yo hemos decidido hacer un fondo común, y aquí estamos, a las seis de la mañana, dentro del coche de Gema, las tres marías, Line, Gema y yo, cada una con nuestra bolsita, que contiene nueve pastillitas blancas, nueve, que acabamos de pillar. Nueve en la bolsita y una en el estómago, porque no hemos podido resistir la tentación de probar una nada más pillarlas. Acabamos de salir del Planeta X. Son las seis de la mañana y yo me las he arreglado para salir antes que de costumbre porque es martes y en el local no había mucha gente.

Conducimos por la calle de San Bernardo abajo, con el loro a todo volumen. Suena una cinta que el pincha me ha regalado esta misma noche y yo, con mucho afán didáctico pero escaso éxito, intento iniciar a Gema en los misterios de la cultura cyberchic.

– ¿Ves, Gemita?, esto que suena ahora mismo es trance.

– ¿Quieres decir que lo que sonaba hace cinco minutos no era trance? -preguntó Gema con cara de no enterarse.

– No, lo que sonaba hace cinco minutos era hardcore techno.

– Jarcotezno? -Gema abre mucho los ojos y me dedica su mejor mueca escéptica.

– Hardcore techno -repito yo, con perfecto acento, que para algo he tenido un novio irlandés-, que es lo que aquí se conoce como bacalao.

– ¿Y qué diferencia hay entre el jarcotezno y el trans? -pregunta ella-. Lo digo porque a mí me ha sonado a lo mismo.

– Pues que el hardcore techno es como más machacón, más maquinita, o sea chunda-chunda-chunda-chunda, mientras que el trance es como más envolvente y espacial. Una cosa tipo tiritiritiritiririlili-tiritiritiritiririllilili-uauuuú-uauuuú. Y luego está el ambient, que es mucho más relajado, tin… plin… tirirrirín… plin. Algo así como la New Age de la música de baile. Y luego está el jungle…

– ¿Yanguel? -La cara de susto de Gema se hace más evidente por segundos.

– Jungle, que es algo así como el sonido tribal de la música de baile, pero hecho con ordenador y aceleradísimo. -Hago una pausa en mi discurso cuando advierto que lo que suena es uno de mis temas favontos-. Vaya, esto que suena ahora mismo son los Underworld. Me encantan.

– Cristina, que diferencies entre estilos ya me parece sorprendente, pero que llegues al punto de reconocer las canciones tiene un punto preocupante, qué quieres que te diga -advierte Gema.

– No, si a mí también me parecía un horror, pero desde que trabajo en el bar me he enganchado completamente. Allí es que no oyes otra cosa. Lo peor es que me he grabado algunas recopilaciones de trance, me las he llevado a casa, y ya no escucho nada más. Me levanto escuchando trance, me lavo los dientes oyendo trance, me ducho con trance, y hago la comida a ritmo de trance… Estoy totalmente enganchada.

– No, si al final vas a acabar necesitando una terapia de desprogramación… Te veo en El Patriarca antes de fin de año. -Line, que iba muy calladita en el asiento de atrás, abre la boca por primera vez-. Por cierto -continúa-, hablando de desprogramaciones, ¿has sabido algo de Iain?

– No, ni ganas -respondo yo, seca como el esparto. Gema se dirige a mí, curiosa.

– ¿El tal Yan es el novio ese del que me hablabas?

– Sí, mi novio -confirmo yo, decidida (la falta de costumbre), pero enseguida rectifico-. 0 sea, mi ex novio. Era mi novio hasta anteayer, como quien dice.

Gema me mira asombrada.

– ¿Lo habéis dejado?

– Lo hemos dejado hace un mes, y estoy hecha polvo. Como casi ni me ves últimamente ni te habías enterado.

– Si se trata de un reproche velado te recuerdo una vez más que he estado muy ocupada con mi tesis.

– Tú y tu tesis… «Melibea, la primera feminista.» Típico tema de bollera concienciada. Resulta que ahora una mema que no hace más que quedarse en casa y suspirar por un lechuguino es la primera feminista. Lo que hay que oír. A vosotras las de hispánicas se os va un poco la olla.

He tocado su talón de Aquiles, su tesis, su obra magna, su alhaja, su prenda, la niña de sus ojos.

– No empieces, que lo de mi tesis lo hemos discutido muchas veces. Aparte que la tuya tampoco es una maravilla. «Diferentes concepciones del sentimiento amoroso a lo largo de la historia.» Te darán un punto extra por la originalidad…

– Vale. Tregua. Dejo el tema. Tu tesis es cojonuda. No sé, creo me pongo borde cuando oigo hablar de Iain.

– Hala, no te preocupes -me tranquiliza Gema-, que a una chica tan guapa como tú no le faltarán novios.

– ¿Repite eso?

– ¿El qué?

– Lo de que soy guapa.

– Pues nada, pues eso, que eres muy guapa.

– Pues nunca me lo habías dicho.

– Supongo que no hace falta decirlo. Es bastante obvio. Además, no eres el tipo de chica a la que parece que haga falta decírselo, ni tampoco apetece.

– ¿Y por qué no va a apetecer?

– Porque, Cristinita querida, con lo borde que eres no sólo no ibas a dar las gracias, sino que ibas a soltar una frasecita de las tuyas; un «mira que eres babosa», o algo peor.

– ¿Borde yo?

– No, qué va. Dejémoslo en que a tu lado Cruella de Vile era una santa.

– No creas -digo, un poco pensativa-, si ya me lo han dicho muchas veces… El propio Iain, por ejemplo. Éste ya ni me habla.

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