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Cuando se levantó me quedé sentada en la tierra, encogida sobre mí misma. Él me agarró del brazo y me obligó a ponerme de pie. Me llevó a rastras hasta la moto. En todo el camino a casa no cruzamos una palabra. Me dejó en el portal y subí por las escaleras convencida de que yo tenía la culpa de todo por haberle acompañado hasta el maldito bosquecillo.

Contemplando a Antonio acodado en la barra, convertido en una sombra de lo que una vez había sido, aferrado a su vaso de whisky con la misma desesperación con que un bebé se aferra al pezón de su madre, comprendí perfectamente la postura de esos filósofos que opinan que Dios existe pero que le damos igual, que se limitó a dejarnos en la tierra y que se ha desentendido de nosotros. Y de la misma manera hay gente que nos crea, que nos convierte en las personas que somos, gente cuyas acciones marcan el resto de nuestras vidas de forma que nunca volveremos a ser como antes, y que, sin embargo, no se responsabilizan de nosotros. Antes de que Antonio pasara por mí, yo había sido una persona, y después de aquello me convertí en otra totalmente diferente. Y allí estaba Antonio para demostrarlo, completamente ajeno al hecho de que una vez había sido una tormenta que devastó a su paso todas las flores, dejando tras de sí la mala hierba, las zarzas y los cardos, las ortigas, los espinos.

Borja apareció de repente entre la masa. Mi marido me cogió del brazo.

– Este sitio es horrible -dijo.

– A mí me gusta -respondió Antonio, aunque su voz apagada no denotaba excesivo entusiasmo.

– Anda, que si hay que fiarse de lo que te guste a ti… -replicó Borja. Completamente cierto: a Antonio le gustaban unas cosas rarísimas.

Volvimos a casa sin hablar demasiado, tuvimos que coger un taxi porque estábamos demasiado borrachos para conducir. Al llegar a casa me disculpé aduciendo cansancio y me fui directamente a la cama. Abrí el botiquín y encontré una caja de polaramines. El médico me los había recetado un año antes para combatir un brote de alergia, pero entonces apenas seguí el tratamiento más de tres días porque las pastillas me daban sueño. Así que me metí cuatro pastillas de golpe con un trago de agua del grifo y me fui a la cama.

Soñé con cuchillos y serpientes, con murciélagos y sangre, con gusanos y brasas ardiendo, soñé que una enorme sombra oscura me perseguía y yo no podía correr porque las piernas se hacían cada vez más pesadas, y de pronto miraba las piernas, las mismas piernas que no podían correr, y veía goterones de sangre negra que resbalaban perezosamente por mis muslos.

Soñé con un pequeño delfín negro que era apenas más grande que la palma de mi mano. El delfín vivía dentro del lavabo, pero yo sabía que algún día crecería y pronto llegaría el día en que no cabría en el lavabo, y poco después tampoco cabría en la bañera, y me obsesionaba pensando en cómo lograría mantenerlo vivo dentro de mi cuarto de baño, cómo lo alimentaría, cómo me las arreglaría para llevarlo hasta el mar el día en que creciera, y entretanto, poco a poco, el agua del lavabo iba tiñéndose de rojo.

Desperté sudando. Borja dormía plácidamente a mi lado. Eran las siete. Parpadeé varias veces para recuperar el contacto con la realidad. Tenía la boca seca, como si hubiera masticado tiza, y la cabeza me pesaba más que la mala conciencia.

Me restregué los ojos y vi cómo entraba por la ventana la primera luz de la mañana y bañaba el cuarto de un suave color melocotón. En la casa se respiraba una calma total.

Me dirigí hacia el cuarto de baño y comprobé que no había ningún delfín en el lavabo. Abrí el botiquín y cogí la cala de ovoplex, y luego fui sacando una por una las diminutas pastillitas blancas, empujándolas con la uña, haciéndolas salir de su pequeña celda plastificada y dejándolas caer en la taza del retrete, mientras caían las contaba, una, dos, tres, cuatro… viernes, sábado, domingo, lunes, y creo que en realidad se trataba de un ritual, no sé, me parece que invocaba la protección de la diosa de la fertilidad, aunque quizá entonces yo no supiese bien lo que estaba haciendo, pero sabía, eso sí, que iba a quedarme embarazada.

Borja y Antonio no se levantaron hasta el mediodía. A mí se me escapó el cuchillo mientras preparaba la ensalada y me hice un tajo en el dedo que ensució de sangre el blanco mostrador de la cocina. Pero no sentí dolor. Veía la sangre fluir como si fuese ajena, y me embobaba contemplando las gotas caer sobre una mancha roja que se hacía cada vez más grande. Tardé un rato en darme cuenta de lo extensa que se estaba haciendo la mancha de sangre y pensé que quizá no debería haber tomado las pastillas. Me sentía tan lenta…

Durante el desayuno creía flotar. No estaba en el comedor, me sentía como si estuviese sumergida en una piscina de agua caliente. Ni Antonio ni Borja hablaban mucho, evidentemente como consecuencia de una resaca seria, y el sol entraba por la ventana y reflejaba una aureola alrededor de la rubia cabeza de Antonio, y Antonio, por un momento, rejuveneció lustros y se convirtió en un querubín perezoso que jugaba con las miguitas de pan. Toda la escena poseía un aire irreal, una atmósfera de cosa soñada.

Antonio se marchó apenas una hora después. Le dio tiempo a darse una ducha rápida y a hacer las maletas. Cuando se despedía hizo amago de besarme en la mejilla, pero yo aparté la cara y le tendí la mano.

La ecografía dijo que era una niña, pero pasaron nueve meses y nació un niño, y el parto se presentó sin complicaciones y todo el mundo dijo que se trataba de un bebé precioso, y en particular Borja, que estaba encantado con la idea de tener un varoncito; pero yo sentí una íntima e inconfesable decepción, sutil y peligrosa como una tela de araña, porque había deseado una niña con todas mis fuerzas, porque había ordenado con mimo los patuquitos y las rebequitas de color rosa, y había entretenido las tardes buscando nombres de hada y de princesa que podrían sentarle bien a una niña. Pero no podía explicarle a nadie lo que sentía porque me habrían acusado de inhumana y lo sabía, pero muy dentro, muy dentro de mí misma, sentía que haber dado a luz a un niño era algo así como pactar con el enemigo.

Los siguientes dos años transcurrieron entre pañales y biberones, cenefas y maceteros, recetas de mousse y punto de cruz, y yo desplegué una actividad frenética y exaltada, incansable, apasionada, para poner a punto una casa de la que mamá se sentiría orgullosa. Quería al niño con locura, pese a que al principio no podía ni verlo, pero eso era normal, o lo era según los médicos, quienes dijeron que se trataba de depresión posparto, algo perfectamente normal. Pero acabé queriendo al niño mucho más de lo que nunca había querido o llegaría a querer a Borja. Yo lo sé, Borja lo sabe y creo que todo el mundo lo sabe, aunque nadie lo haya dicho nunca.

Recibimos muchas, muchas, llamadas de Antonio, pero nunca hubo otra visita. Las amigas de Donosti contaban que Antonio iba de mal en peor, que todo el mundo sabía que estaba muy enganchado a la heroína, y entretanto Borja y Antonio se distanciaban cada vez más.

Hasta que un día, hace de esto más o menos un mes, sonó el teléfono y yo, que estaba preparando una ensalada, me limpié las manos con el delantal y respondí a la llamada sin mucho interés, imaginando que, como de costumbre, al otro lado del auricular escucharía la voz de mamá interesándose por el niño, y me sorprendí muchísimo al oír la voz de Karmele, que sonaba jadeante, entrecortada, contarme que Antonio había muerto a causa de una sobredosis y que la Ertzainza había encontrado su cadáver en un pequeño bosquecillo cerca de la autopista, a la salida de Orio; y que la policía daba por hecho que en el momento de la muerte había estado acompañado, porque no apareció ningún vehículo en las inmediaciones y era bastante difícil suponer que Antonio hubiese llegado hasta allí por su propio pie, sobre todo teniendo en cuenta que el fallecimiento había tenido lugar en una noche de lluvia, así que lo más probable es que Antonio hubiese ido allí en compañía de otro u otros drogadictos, buscando un lugar apartado donde inyectarse heroína, y su acompañante o acompañantes, al ver lo sucedido, habían decidido abandonar el cadáver para evitar problemas con la policía; y me contó también que aquella noche varias personas recordaban haber visto a Antonio recorrer los locales de peor fama de la parte vieja de la ciudad, abrazado a una chica muy joven.

Colgué el auricular y seguí picando cebolla como si tal cosa. Tarareaba las canciones de la radio mientras disponía artísticamente en la ensaladera el apio, el pepino, la zanahoria y los rabanitos, ordenándolos por colores. Cuando Borja regresó del trabajo olvidé incluso comentarle lo de la llamada.

Dos días más tarde volvía a casa en el autobús, cargada de bolsas. El niño estaba en la guardería. Y de pronto, al mirar por la ventana, vi a Antonio cruzar la calle. ¿Qué estaba haciendo Antomo en Madrid? ¿Por qué no había llamado para notificarnos que llegaba? Me levanté para bajarme en la próxima parada en un intento vano para alcanzarle, aunque era consciente de que tenía muy pocas probabilidades de dar con él, que ya se habría perdido entre las calles de Madrid, y cuando estaba a punto de descender por la escalerilla del autobús una idea cruzó por mi mente como un relámpago. No podía tratarse de Antonio. Antonio estaba muerto. Pero bajé de todas formas. Sentía que me faltaba el aire y las piernas me pesaban como si fueran de plomo, y me desplomé en el primer banco que encontré, y calibré el peso exacto de mi cuerpo, los cincuenta y dos kilos que me fijaban al banco y me impedían levantarme, y podía haberme tirado días enteros sentada en aquel lugar, porque, en realidad, no encontraba razones para levantarme, así que cerré los ojos e intenté no pensar en nada. Cero. Desaparecer.

No recuerdo cuánto tiempo pasé sentada en ese banco; pasaron los minutos y quizá las horas, hasta que se acercó aquel señor de cierta edad que me preguntó si me encontraba bien, y no, no me encontraba bien, quería quedarme en aquel banco el resto de mi vida, madurar allí, echar raíces, marchitarme, secarme y desaparecer, pero recordé a tiempo que tenía un niño de dos años que en ese mismo momento probablemente estuviera berreando porque su madre no había ido a buscarle a la guardería, así que me desembaracé del amable señor como pude, y cogí un taxi, conseguí recoger al niño por los pelos y regresé a casa con las pupilas de los ojos dilatadas de tanto llorar y llorar.

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