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A veces me apetece llamar a mi hermana porque pienso que ella podría entenderme, que sería la única persona que podría entenderme, porque ella debe de haber pasado por tantas cosas que nada de lo que yo pudiera contarle le sorprendería. 0 quizá sí le sorprendiese. Supongo que le sorprendería saber que yo nunca he fumado un cigarrillo de hachís y que tampoco he usado preservativos, por increíble que resulte, porque Carlos me decía que le resultaba incómodo usar aquella cosa de goma y, además, aseguraba que no se sentía lo mismo, y si él lo decía, a mí me parecía bien, porque al fin y al cabo era él quien tenía experiencia. Supongo que a ella le sorprendería saber que cuando leo los consejos sobre vida sexual en el Mía y veo esas barbaridades que escriben sobre el orgasmo me pregunto si yo alguna vez habré tenido uno, y llego a la conclusión de que no he debido de experimentarlo, porque si hubiese sentido un orgasmo lo sabría, digo yo. Y el caso es que las horas y los días se me pasan sin hacer nada, como una sucesión interminable de hojas en el calendario, y yo no paro de llorar, y ¿quién puede garantizarme que la vida de mi hermana es mejor o peor que la mía? y, ¿quién puede garantizarme que mi hermana la chalada, mi hermana la que ha ido de psicólogo en psicólogo desde que tenía quince años no sería capaz de entenderme, e incluso de darme consejos?

Solía besarme en la espalda. No eran besos normales. Apoyaba sus gruesos labios en mi piel, como si fuesen ventosas. Eran besos mojados. Me acariciaba la espalda durante horas. Me besaba sin parar. El milagro de los peces y los besos. Más hay cuanto más reparto. Nadie me había besado así antes. Temo que nadie volverá a hacerlo. Una conversación telefónica con Line. Yo estaba deprimida. Ciclotimia, se llama. Personalidad depresiva. Infancia conflictiva. Carencia de serotonina. Exceso de testosterona. Colecciono diagnósticos. Me quiero morir dos o tres veces por año. Dos o tres veces al año el mundo se convierte en un desierto inhóspito. El cansancio es enorme. Sólo quiero dormir y llorar. El simple gesto de levantar un brazo para coger el vaso de agua de la mesilla se convierte en un esfuerzo hercúleo. Me siento sola y vacía. No encuentro ni dentro ni fuera de mí ninguna razón para seguir adelante. Deja de quejarte, decía ella. La vida no es tan horrible. De hecho, está bastante bien. ¿Sí?, dije yo. Dame tres razones para vivir. Sólo tres. Sin pensarlo. Lo primero que te venga a la cabeza. No sé…, respondió Line. Así, de golpe… Los éxtasis…, el chocolate… y el sexo anal. ¿Que nunca lo has probado? No me lo creo. Es lo mejor que hay. Iain tenía la piel blanca y cremosa. Increíblemente suave. El pelo rubio y fino. Olía a campo, a champú de hierbas. Yo dormía encerrada en una cárcel cálida, atrapada entre sus piernas y sus brazos. Rodeada de mimos y algodón. Podía pedirle cualquier cosa. Hazme esto, hazme lo otro, bésame en este sitio, en este otro. Fóllame aquí y ahora. Nunca fallaba. Nunca, nunca, nunca fallaba. He sido la niña más mimada de la creación. He follado donde y como he querido. En el sofá, en la cama, en la mesa del comedor, en el portal, en el ascensor. Notaba sus besos en la espalda y sus manos en las caderas y le sentía entrar dentro de mí. ¿Que nunca lo has probado? Es lo mejor que hay. Encendíamos velas rojas y escuchábamos ambient. El éxtasis amplifica la sensibilidad. El contacto físico se convierte en algo místico. El roce de la piel es suficiente para llevarte al orgasmo. Las cosas más vulgares se inflaman de belleza y me encienden las sábanas, y yo me abro entera, y enseño mi cáliz y mi zumo, como una flor. ¿Que nunca lo has probado? Es lo mejor que hay. Él odiaba que trabajara en una barra. Cuando bebía no soportaba a los hombres con los que hablaba. Sus miradas codiciosas y sus sonrisas cómplices. ¿Con cuántos hombres te has acostado? ¿Con cuántas mujeres lo has hecho tú? Decenas y veintenas y treintenas de mujeres que han sentido tus besos en su espalda. Pero ningún otro hombre me ha cogido por detrás. No hablamos de cantidad, hablamos de calidad. Por supuesto que me gusta. Me gustaba más que nada. Habría rogado y suplicado, me habría arrastrado por el suelo para conseguir más. Nunca hago nada que no desee hacer. Sus dedos iban bajando por mi columna vertebral. Al principio duele, ligeramente, luego es una mezcla de placer y dolor, por fin el dolor se diluye y todo es goce. Sientes que hay un millón de laberintos dentro de tu cuerpo, pasadizos secretos que conectan todos sus agujeros con tu cerebro. Millones de circuitos que transmiten descargas eléctricas de tres mil voltios. Dinamita pura. Pequeñas explosiones dentro de tu cuerpo. Eres un terrorista tecnológico. Mi unabomber del sexo. Eres mi ejército de liberación. Dispara tu fusil. Una vez bebió demasiado y cuando salimos del bar empezó a gritarme. Siguió gritando hasta que llegamos a casa. Le dije que yo no era suya, que no era de nadie, y que hacía con mi cuerpo lo que me daba la gana. Que no soporto que me griten. Que ya he oído suficientes gritos a lo largo de mi vida. Que vivo sola porque no quiero oír ni uno más. Pero él seguía gritando. Cuchillos en los oídos. Cogí mi propio cuchillo. Le adverti que si se acercaba a mí le mataría. Estaba dispuesta a hacerlo. No quiero que nadie más me haga daño. Dijo que no tenía valor. Levanté la mano. Dirigí el cuchillo hacia mi brazo. Me hice un tajo profundo a lo largo del antebrazo. Vi la sangre correr. Sentí rayos en el brazo. El dolor viajando desde el brazo hasta el cerebro. A la velocidad de la luz. Sentí el dolor inundarme por completo. Pude sentir el peso del vacío, del cielo azul sobre la sangre roja. Pero no me parecía tan horrible. Ocultaba, al menos, el otro dolor. El dolor que me causaban los gritos. La angustia que me desgarraba por dentro. El dolor que no sangra, el que no se ve. Su sexo olía a almizcle, dulce, mareante. Sabía agridulce, a vainilla y pimentón. En la casa de socorro tuve que explicar que me había cortado preparando la ensalada. Una ateese que me miraba, escéptica. Enormes ojos incrédulos. Un destello de compasión en sus iris azules. De vuelta a casa él me besó el brazo y las puntas de los dedos, una por una. Aseguró que lo sentía. Me folló una y otra vez. Cada vez que acababa yo repetía que luego tendría que irse. Que no pensaba verle más. Que podía follarme todo lo que quisiera y que eso no cambiaría las cosas. Dijo que si le pedía que se marchara no volvería más. Le respondí que ya sabía dónde estaba la puerta. Le vi marcharse y no dije una palabra. Quería morirme. Desintegrarme. Estaba verdaderamente harta de todo. De toda la gente que había utilizado su amor como arma. De toda la gente que me había jodido porque me quería. Quien bien te quiere te hará llorar. Odio esa frase. Le he llamado todos los días. Le he escrito cartas, he dejado recados en su contestador. Quería morirme, desintegrarme. Pero existen tres razones para seguir adelante. Nadie me había besado así antes. Nadie me había follado así antes. Temo que nadie lo volverá a hacer.

Palabras que me definen. Equilibrio tecnológico. Correo electrónico. Memoria Ram. lances. Presupuestos. Informes por triplicado. Curvas de camna. Capital riesgo. Mínimo amortizable. Comité de dirección. an de crecimiento. Inyección de capital. Versión alfa. Fase beta. Proyectos. Equipos. Multimedia. Liderazgo.

Mi vida no es muy apasionante. Mi trayectoria fue meteórica. Acabé la carrera con excelentes notas y empecé a trabajar a los veintidós años. A los veintiocho me nombraron directora financiera y mi foto salió en la sección de negocios de El País.

He tenido cuatro amantes, ninguno de ellos fijo ni particularente memorable. Sé bien que no son muchos, si tenemos en cuenta mi edad.

No ha sido una cuestión de moral. Ha sido, quizá, una cuestión de circunstancias.

No puedo decir que tenga amigos, aunque es cierto que mantengo cierta vida social. A veces voy a cenas de negocios o salgo con colegas del trabajo. También asisto periódicamente a reuniones de antiguos alumnos en las que compruebo cómo los chicos de mi clase se han convertido en señores calvos con barriga y las chicas en madres de familia, como se veía venir.

El único misterio de mi vida, la única nota de aventura, es esa retahíla de llamadas telefónicas sin sentido. Ese toque de atención constante que recibo todas las noches, cuando suena el teléfono a eso de las once y media. Descuelgo el auricular y al otro lado de la línea escucho siempre la misma canción. La hora fatal, de Purcell.

No me imagino quién puede llamarme. Intenté que la compañía telefónica me hiciese llegar un listado de los números de teléfono desde los que se me llama. Imposible. Me explicaron que en Inglaterra existe un sistema por el que puedes localizar el número de la última persona que te ha llamado. Aquí no.

He hecho todo tipo de análisis y cálculos de probabilidades para averiguar la identidad del misterioso llamador anónimo. He revisado minuciosamente el historial de todos mis amantes.

Está aquel profesor con el que perdí mi virginidad, no porque él me gustase demasiado sino porque yo consideré que a los veintiún años ya iba siendo hora de dejar de ser doncella. Él no sabía que yo era virgen y acabó concediéndole a aquel hecho una importancia mucho mayor de la que en realidad tenía. El pobre hombre se sentía obligado conmigo.

Sin embargo, para mí se había tratado simplemente de una prueba empírica, y no particularmente satisfactoria, por cierto. Para mí el tema de la virginidad no tenía mayor importancia.

Mi virginidad no era sino un remanente de mi cuerpo que habría querido guardar para Gonzalo, pero como Gonzalo no había querido cogerlo, me apresuré a regalárselo al primero que lo quiso. Yo había pensado que, estando él casado, la cosa no pasaría de ser una aventura sin importancia.

Pero él no debió de verlo así. Empezó a llamarme a todas horas. Decía que estaba dispuesto a dejar a su mujer. Me asusté. No quería que la cosa trascendiera. Cualquiera podía pensar que obtenía las mejores notas a fuerza de irme a la cama con los profesores. Antes morir que pasar por eso.

Por otra parte, tampoco quería acabar mal con él. Al fin y al cabo, era uno de los candidatos a convertirse en mi director de tesis.

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