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Así, según lo cuento, da la impresión de que Cristina estaba completamente loca y de que, además, era insoportable, pero para nada. Cuando Cristina estaba de buenas no había niña más encantadora en el mundo, y como encima era monísima, que todavía lo es, se traía a todo el mundo de calle. Tenía tantos novios, o amigos, o lo que fuera, que nos resultaba imposible llevar la cuenta, y cuando ya le habíamos cogido cariño a uno entonces teníamos que olvidarnos de él y hacernos al siguiente, y la pobre Rosa se hacía un lío con los nombres de los unos y los otros. Todos se parecían, todos más o menos guapos, con moto, y siempre con las mismas pintas, cazadora de cuero y pelo cortísimo, muy modernitos ellos, y siempre babeando por detrás de los pasos de mi hermana. A mamá casi le daba un telele cada vez que veía a uno de esos pintas esperando en el portal de casa, porque ya sabía que por fuerza tenía que tratarse de una de las últimas adquisiciones de Cristinita, adquisiciones que a ella no le hacían ninguna gracia, por supuesto. De la misma forma que no le hacía gracia la manía de Cristina de escuchar sus discos a todo volumen, aquellos discos que parecían pasos de Semana Santa, con unos cantantes que ni cantaban ni nada, en cuyas portadas andaban todos vestidos de negro y cubiertos de crucifijos, o su manía de pasarse días enteros sin comer, o de empeñarse en llevar medias con agujeros. Por no hablar de aquella vez que apareció con el pelo rapado al uno, que parecía recién salida de un campo de concentración, y que los vecinos todavía deben de recordarlo, porque los gritos que pegó mi madre cuando la vio entrar en casa debieron de oírse hasta en Sebastopol, según me contó Rosa.

Y también tenía millones de amigas, compañeras de clase tan chaladas como ella que se empeñaban en llevar las uñas pintadas de verde y el pelo cortado en forma de palmera, y vestidas todas de negro, como una cofradía de plañideras, y que se colaban en la habitación de Cristina silenciosas y rápidas como un ejército de cucarachas, porque mamá, por supuesto, no podía ni verlas. Y entre los novios que la perseguían y las amigas que la llamaban para contarle sus penas la cuestión es que los fines de semana el teléfono de casa de mamá estaba bloqueado a todas horas, y a mamá, claro, se la llevaban los demonios.

Un día mamá me llamó histérica y me pidió que por favor fuese a casa corriendo porque a Cristina le había dado uno de sus arrebatos después de haber tenido una bronca monumental con ella y se había encerrado en el cuarto de baño con un cuchillo y no atendía a razones, y conociendo a Cristina cualquiera sabía por dónde podía salir la niña.

Así que agarré el bolso y me planté en casa en un santiamén, más que nada porque mamá me lo había pedido, porque a saber qué iba a poder hacer yo con Cristina, yo, que no levanto dos palmos del suelo y que nunca he entendido a mi hermana pequeña. Pero ya he dicho que a mí mamá me tenía por la sensata y la madura, y debió de pensar que quizá conmigo la niña se avendría a razones, porque con mamá ya ni se hablaba, y a Rosa parecía que la niña le daba igual, Rosa siempre encerrada en su cuarto, echando codos, sin importarle otra cosa que sus libros.

Cuando llegué a casa mamá y Rosa estaban esperándome con cara de preocupación. Mamá fumaba sin parar un cigarrillo tras otro, y Rosa, siempre tan pragmática, insistía en que nos lo tomásemos con calma, que no llegábamos a ninguna parte poniéndonos al mismo nivel de Cristina.

Cristina llevaba varias horas encerrada en el cuarto de baño y se negaba a abrir la puerta. Rosa se empeñaba en que lo mejor era tirar la puerta abajo no fuera que la niña se hubiese metido otro bote de pastillas, porque todos sabíamos que a la mínima que mamá se descuidaba Cristinita se las arreglaba para hacerse con pastillas de la farmacia. Pero mamá, siempre tan preocupada por el qué dirán, insistía en que mejor no hacerlo, porque con el escándalo que íbamos a montar tirando la puerta abajo se enterarían todos los vecinos. A mí, sinceramente, me parecía un poco absurda aquella obsesión de mamá con los vecinos, ¡como si a estas alturas todos nuestros vecinos no estuviesen al corriente de los numeritos que montaba Cristina!

Yo me acerqué a la puerta del cuarto de baño y sin mucho convencimiento susurré aquello de Cristina, soy yo, Ana, ¿te encuentras bien? Al principio no hubo respuesta, pero al cabo de un rato la puerta se abrió un poco, sólo un poco, y entreví la cabecita desgreñada de mi hermana que, cuando comprobó que ni mamá ni Rosa estaban a la vista, abrió la puerta un poco más y me dejó pasar. Yo entré en el cuarto de baño y Cristina volvió a echar el cerrojo tras de mí.

Había una enorme mancha roja sobre los azulejos blancos. Brillaba muchísimo y parecía palpitar, como si estuviera viva, y es que estaba en perpetuo movimiento, porque era una mancha de sangre aún fresca, roja, brillante, líquida, sin solidificar. Había sangre por todas partes. Los azulejos blancos aparecían salpicados de motitas carmesí, y el papel higiénico teñido de escarlata. Cuando me fijé bien reparé en que Cristina, que iba en camisón, estaba cubierta de sangre de cintura para abajo, y lo primero que pensé es que tenía el período, porque supongo que ésa es una de las cosas que nos diferencian a hombres y mujeres: que los hombres ven sangre y piensan en violencia y nosotras vemos sangre y pensamos en óvulos desperdiciados o en niños no nacidos. Pero no se trataba ni de lo uno ni de lo otro, sino que la chalada de mi hermana pequeña había estado todo aquel tiempo haciéndose cortes en las piernas con una cuchilla de afeitar. No caí en la cuenta hasta que vi la cuchilla en la mano y me fijé bien en sus muslos, llenos de arañazos, por los que la sangre fluía como si fuese salsa de tomate rezumando de una jarra rota. Dios bendito, Dios bendito, pero ¿por qué has hecho esta barbaridad?, le pregunté. No me cabía en la cabeza cómo había sido capaz de hacerse aquello y lo curioso es que lo primero que pensé cuando lo vi no fue que mi hermana estuviera loca ni nada por el estilo, sino que hacía falta mucho valor para ser capaz de ignorar de semejante manera el propio dolor. Entonces mi hermana se sentó en el borde de la bañera y se secó las lágrimas de la cara, con lo que sólo consiguió embadurnársela de rojo, porque tenía las manos ensangrentadas. Me recordaba el cuento de Blancanleves, cuando la reina está bordando en la ventana y una gota de sangre cae sobre el alféizar de ébano, y la reina pide un deseo: tener una niña con las mejillas rojas como la sangre, la piel blanca como la nieve y los cabellos negros como el ébano. Mi hermana podría haber sido una Blancanieves pálida, con los ojos brillantes como copas de cristal de Bohemia recién lavadas y el pelo corto y negro cayéndole sobre la cara, con una belleza trágica y convulsa, como una heroína de novela de Bárbara Cartland (sólo que con el pelo corto, claro). Cristina empezó entonces a susurrar, como si recitase una letanía, y exactamente igual que si estuviera rezando el rosario. Intentó explicarme que se hacía daño porque no podía aguantarse a sí misma y que se odiaba, y no hacía más que quejarse de mi madre. Según Cristina, mi madre no la soportaba y no la dejaba vivir en paz, nunca le dirigía una palabra agradable y era incapaz de encontrar algo bueno en nada de lo que ella dijese o hiciese. Y yo, allí, sentada en el borde de la bañera, presa de un temor respetuoso que no había sentido desde aquellas mañanas frías en que las monjas nos hacían rezar maitines en la helada capilla del colegio, con el aire todavía dormido y la luz del día por aparecer. Yo musitaba incoherentes tonterías de conveniencia e intentaba convencerla de que mi madre era una buena persona y que no la odiaba, pero la verdad es que siempre se habían llevado a matar la una y la otra, y me daba la impresión de que tampoco tenía yo muchos argumentos para animar a Cristina. Y entonces ella empezó a sollozar y a repetir que nadie la quería, que papá se había marchado y que Gonzalo se había marchado y que nadie la quería. Y resultaba difícil entenderla, porque hablaba tan bajito y se interrumpía constantemente con los hipidos y los sollozos, y al final no hacía más que repetir de forma incoherente el nombre de Gonzalo y no entendía yo a qué venía semejante perra con Gonzalo, aunque quizá simplemente no quisiera entenderlo.

Al rato, cuando Cristinita se calmó y dejó de hipar, avisé a mamá y a Rosa, que cuando entraron en el cuarto de baño y se lo encontraron convertido en los calabozos del castillo de Drácula no dieron crédito a lo que veían. Rosa enseguida se hizo cargo de la situación, como un sargento en un cuartel; metió a Cristina en el coche y se la llevó al hospital, y mamá apareció a los cinco minutos en el baño, cubo y fregona en mano, empeñada en borrar aquel episodio de nuestra memoria a fuerza de Vim Clorex y Cristasol.

Después de aquello mamá decidió enviar a Cristina a una psicóloga, una más joven y más moderna que el anterior, y a la que Cristinita mandó a freír espárragos a los dos meses. Y así comenzó una sucesión de psiquiatras, psicólogos y terapeutas que iban proveyéndonos de una lista de diagnósticos que ni mamá ni yo entendíamos mucho. Mamá no acababa de confiar en aquellos señores ni en sus teorías, pero habría dado cualquier cosa, habría pagado lo que fuera con tal de que uno de esos señores le cambiara a la niña y nos la devolviera tranquilita y calmada, convertida en una versión depurada de Cristina, tan mona y tan encantadora como podía llegar a ser, pero sin los arrebatos de mal genio ni las excentricidades.

Mi hermanita fue creciendo y los numeritos continuaron, pero mi hermanita no estaba loca. No, no lo estaba. 0 no del todo. Había dos Cristinas. Estaba la que gritaba y nos amenazaba con cuchillos y aparecía en casa a las siete de la mañana hecha una facha y se peleaba con mamá día sí y día también, y estaba la Cristinita encantadora cuyos pretendientes bloqueaban la línea telefónica. Algo tenía que tener, supongo, para encandilar de esa manera a los chicos e incluso a mi propio marido, que no paraba de referirse a ella, cuando mi madre llamaba preocupadísima, como a «tu pobre hermanita, con lo mona y lo maja que es la pobre», como si mi pobre hermanita fuese una hermanita de la caridad, olvidando que a mi madre le habían enviado una carta del colegio haciéndole saber que mi pobre hermanita vendía anfetaminas entre sus condiscípulas, anfetaminas que robaba de la trastienda de la farmacia y que ayudaban a sus compañeras de clase a mantenerse desveladas las vísperas de los exámenes, y encima las vendía a precio de oro, porque una caja de Dicel valía por entonces doscientas pesetas, y ése era precisamente el precio a que mi hermanita vendía una sola pastilla, una sola, de una caja de veinte, porque mi pobre hermanita no era tonta, no, ni mucho menos, y sabía muy bien cómo hacer dinero para pagarse las borracheras, porque mamá había decidido no darle un duro más, ni paga ni nada. Y mi marido se olvidaba también de que una tarde, ordenando armaris, mamá se había encontrado en el cajón de las medias una caja de Cristina que contenía hachís y preservativos, además de cartas de sus novios con un contenido que mamá calificaría luego, en su llamada telefónica de aquel día, de pornográfico. Y mi Borja olvidaba también que la Cristinita que tan bien le caía era la misma que había montado el número en nuestra boda, borracha perdida y colgándose del cuello de Gonzalo, con la lengua de trapo de todo lo que había bebido, y entonces sólo tenía catorce años, una niña aún.

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