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Me vuelvo hacia ella con una sonrisa, decidida a echar una nueva paletada de tierra sobre el túmulo de la verdad. Media hora de conversación intrascendente y habré cumplido con mis deberes de hermana. Habré cumplido. Como siempre.

Cristina se ha marchado y ha dejado en el aire su perfume, un aroma dulzón que no sé identificar. No es una marca conocida. Será pachuli o algo así que habrá comprado en un mercadillo de esos modernos. Habría podido decirle muchas cosas, y sin embargo he pasado la mayor parte del tiempo sin abrir la boca, revolviendo inútilmente la cabeza en busca de un tema de conversación. Creo que al final se ha marchado porque no me aguantaba más. La aburro, o la deprimo, o ambas cosas a la vez. Y la verdad es que no la culpo. Me ha dejado sola en este salón. Sola, como paso casi todas las mañanas. Borja está en el trabajo y el niño en la guardería. No tengo de quién cuidar, excepto de mí misma.

Y ni siquiera eso sé hacerlo bien.

Rendijas de luz se filtran a través de las cortinas y arañan el suelo para recordarme que fuera existe un día por vivir. Un día que transcurre ajeno a mí, sin que yo haga nada por evitarlo, no sé. Esta mañana había venido al salón decidida a coser, pero al cabo de dos puntadas me ha entrado un cansancio horrible y al final me he quedado mirando la tele, sin hacer nada. Pensaba aprovechar las cortinas, los vestidos y los manteles viejos para confeccionar una colcha de patchwork, cosiendo distintos trozos y retales los unos a los otros hasta que acabasen componiendo una única superficie.

La historia de papá y mamá está confeccionada como un edredón, como un trabajo de patchwork. Yo, que soy la mayor, he visto más, he vivido más, he escuchado más; y de todas maneras, no sé, me parece que sólo sé que no sé nada, como dijo el filósofo aquel.

Puedo relatar la historia a partir de viejos álbumes de fotos, de conversaciones espiadas a mamá y a tía Carmen, de inesperadas confidencias que mamá se ha permitido alguna vez, cuando la tristeza le oprimía como una faja demasiado ceñida. Algunas cosas me las han contado, otras las he deducido, otras, quizá, sólo las imagino. Yo necesitaba una historia porque todos necesitamos un pasado, y yo confeccioné una historia como si de una colcha de patchwork se tratase, uniendo como pude trozos de recuerdo y retales de memoria, para que compusieran una historia que, creo, es la que más se ajusta a la verdad.

Yo siempre he estado orgullosa de este salón. Lo he mantenido pulcrísimo, y tampoco es que sea tan fácil. Hay que pasar la aspiradora una vez al mes, como mínimo, por sillas, sofás y cortinas. Hay que lavar los visillos también una vez al mes con agua y jabón, sin frotarlos ni retorcerlos. Para darles consistencia una vez limpios hay que sumergirlos en agua con azúcar y colgarlos todavía húmedos a fin de eliminar cualquier arruga.

Si la vida se pudiera limpiar igual que unos visillos, si pudiéramos hacer desaparecer nuestras manchas en una lavadora, todo sería más fácil. De todas formas, hace tiempo que no me preocupan mis visillos ni mis cortinas. Ahora todo me da igual.

Hace más o menos un mes que no dejo de llorar. Mamá era una niña de familia bien de San Sebastián que se vino a Madrid a estudiar farmacia. En Madrid se alojaba en una residencia para señoritas regentada por unas monjas, en la que la existencia estaba sujeta a imposiciones y horarios. Había una hora para levantarse y una hora para comer y una hora para estudiar y una hora para llegar a dormir.

Las fotos de entonces, borrosos testimonios en blanco y negro, me la presentan con los rasgos difuminados merced al polvo que el álbum ha ido acumulando con los años. Mamá, que todavía no es mamá, tiene una larga melena rubia alisada a fuerza de plancha y toga, y unos ojos claros que alguien le dibujó en la cara con trazo segurísimo, adornados con unas pestañas enormes que debían confundirse con mariposas cuando mamá pestañeaba y las hacía aletear. Mamá no se atrevía a usar minifalda y lleva un vestido cuadrado, que yo diría que es de Scherrer, y es posible, porque entonces mamá tenía dinero de sobra para pagarse un traje de Scherrer si quería, y la falda le sube un milímetro exacto por encima de una rodilla escueta y bien dibujada. Mamá es guapa. Muy guapa. Los chicos de su clase la apodan la Sueca por lo de la melena lacia y rubia y los ojos grises. Aquella melena larguísima era su orgullo, me contó una vez mamá. Cada noche, antes de dormir se entregaba a un ritual diario de cepillado. Media hora. Cien golpes de cepillo. Para que brillara. Para que resplandeciera en la universidad y él pudiera sentirse orgulloso de ella.

Lo peor de este salón son los cojines del sofá, que están hechos una pena. Tienen manchas negras del rímel que se ha quedado ahí como testimonio indeleble de mis llantinas, de cuando muerdo el cojín por la noche para evitar que Borja escuche los sollozos.

En cuanto a los cojines, hay que intentar lavarlos sin humedecer el relleno. Lo más fácil es cubrirlos con fundas de quita y pon para lavarlas independientemente, y limpiar la parte interior en seco. No pienso lavar las fundas. Las tiraré directamente. Y compraría otras si no fuera porque no me apetece nada bajar a la calle.

Mamá conoció a papá en un guateque de colegio universitario, un guateque que acababa a las diez y en el que se escuchaban los discos de Paul Anka en un pick-up. No tuvo ni que fijarse en él. Papá se le impuso como una aparición nada más entrar en aquel enorme salón, porque papá se elevaba diez centímetros por encima del resto de los presentes en la sala. Y al segundo de verlo decidió que sería suyo o de ninguna. Menuda tontería, decía mamá más tarde, cuando rememoraba aquel primer arrobamiento de veinte años, la mayor tontería que hice en mi vida.

Acabo de darme cuenta de que hay una abolladura bien visible en el costurero de pino. Este costurero es una pieza de anticuario, pero ¿cómo puedes explicarle eso a un niño de dos años? Y cuando el niño agarra una de sus rabletas y le da por estampar su camión contra la madera, no hay quien le pare.

Para arreglar una abolladura sobre la madera hay que aplicar un trapo blanco húmedo, procurando que empape la madera. Acto seguido hay que colocar otro trapo grueso, también humedecido, y aplicar la plancha de vapor caliente, porque la acción del calor dilatará las fibras y las nivelará.

Ojalá la vida fuese tan fácil de arreglar como los contratiempos domésticos.

Papá era como para cortar la respiración. En mi recuerdo se mezclan la imagen que me queda de aquel papá que conocí hasta los doce años con las fotos del álbum, y el resultado es una especie de Gregory Peck con acento malagueño. El pelo y los ojos son oscuros; la nariz, dibuja un ángulo perfecto de treinta y cinco grados; la sonrisa, inmensa y deslumbrante. Dos filas simétricas de dientes tan blancos como los azahares de pureza que se le ofrecen a la Virgen. Es sorprendente lo mucho que Cristina se le parece, pienso cuando hojeo el álbum, y no puedo evitar una punzada de envidia. A mí también me gustaría ser guapísima, no simplemente mona. Anita es una niña monísima, ideal, dicen mis amigas, las de la cuadrilla de Donosti. Una niña ideal. Pero no soy una niña. Tengo treinta y dos años.

Papá estudiaba económicas y malvivía en un cuartucho desfondado de una pensión de la calle Huertas, en la que el frío era tan intenso que pegaba dentelladas y por la noche lo obligaba a dormir con dos Jerséis puestos y un gorro de lana.

Papá le hacía reír a mamá con su acento malagueño, cambiaba las eses por zetas y se comía las consonantes finales. Decía todo lo que le venía a la cabeza. Su lengua era diez segundos más rápida que su cerebro. Y mamá se reía como no se había reído nunca, como nadie le había hecho reír en los aburridos paseos por el parque de San Sebastián. Papá paseaba con ella por la Gran Vía y ni siquiera podía invitarla a un café porque siempre andaba corto de dinero. Debían de hacer un contraste gracioso, mamá con sus trajes impecables estilo Jacqueline Onassis y papá con su viejo abrigo a cuadros, heredado de su padre y que le venía corto, y su raída bufanda de punto enmarcando su cuadrada mandíbula de actor de cine.

No había dos personas más diferentes. Ella era rubia, de ojos grises, como Rosa y como yo. Él era moreno, de ojos negros, como Cristina. Ella era bajita como yo. Él era altísimo como Rosa. Ella, reservada como Rosa y como yo. Él, tan dicharachero como Cristina. Ella era una niña de familia bien, hija de abogado. El padre de él era profesor de instituto y la familia no perdía ocasión de recordarle lo mucho que tenían que sacrificarse para poder enviarlo a la universidad.

Las cortinas de Gastón y Daniela están hechas una pena, sobre todo por los bordes. Eso es porque el niño se dedica a colgarse de ellas con las manos grasientas. Tengo que decirle a la asistenta que se encargue de lavarlas. Gracias a Dios, como son de hilo se pueden lavar en lavadora y después no hace falta plancharlas. Se centrifugan y se cuelgan. El propio peso hace que queden impecables.

La familia de mamá es mi familia. Los abuelos que me han criado y con los que he pasado todos los veranos en el caserón de San Sebastián desde que cumplí los doce años. La tía Carmen, que vivía en mi casa, que servía de aceite balsámico para curar las heridas de mi madre. La tía Carmen, tan buena chica, la pobre, y tan poco lista, la pobre. Y Gonzalo, mi primo, el hijo de tía Carmen, tan guapo, tan guapísimo, tan mimado y tan difícil. Todo el santo día encerrado en su cuarto oyendo sus discos y leyendo sus cómics y siendo tan altivo con todas las mujeres de la casa excepto con Cristina, su juguetito, que por entonces todavía llevaba coletas y ceceaba. Cristina, con aquello de que era tan mona y tan graciosa, siempre ha acaparado la atención de los dos adonis de la familia: mi padre y mi primo, que a las demás, por cierto, siempre nos hicieron mucho menos caso; no desagradables, vaya, simpáticos, cariñosos incluso, pero tampoco muy cercanos.

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