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Quizá Ana no esté en casa. De ser así, dejaré una nota en su buzón, y habré cumplido. Habré cumplido. Como siempre.

Y no es que yo odie a Ana ni nada por el estilo. No me llevo mal con ella. Ni bien, para qué engañarnos. Simplemente, no soporto esos silencios incómodos que inevitablemente aparecen cuando estamos a solas. Mis temas favoritos (música, hombres, drogas, libros, cine, psicokillers, realismo sucio) no le interesan a Ana en lo más mínimo, y los de Ana (decoración, guardería, belleza, cocina, moda) a mí me aburren soberanamente. En las pocas ocasiones en que nos toca vernos (comidas familiares y celebraciones varias) evitamos cuidadosamente cualquier conversación profunda, porque sabemos que tarde o temprano acabará por aparecer lo evidente, lo que las dos sabemos: yo soy un putón a sus ojos y ella una maruja a los míos. No sé por qué. Joder, sólo nos llevamos ocho años. Ocho. No se trata de un abismo generacional precisamente.

Llamo al telefonillo una y otra vez. Nadie contesta. Estoy por irme cuando una señora con un perrito negro sale a la calle. Aprovechando que me deja la entrada abierta, me cuelo en el portal, una especie de templo ofrendado al mal gusto, con artesonados de escayola, espejos de marco dorado estilo rey Lear, láminas enmarcadas asimismo en dorado que representan unas marinas holandesas, dos sillones forrados de skay, y, lo peor, un paragüero decorado con escenas de caza. Una moqueta estampada con floripondios se pierde en el pasillo que llega al ascensor. Lo abro y subo al tercero.

Llego a la puerta del piso de Ana. Voy a llamar. No pierdo nada por intentarlo. Al fin y al cabo el piso es grande, y si Ana está en su cuarto es más que probable que no haya oído el telefonillo de la cocina.

Me tiro un rato largo llamando al timbre. No obtengo respuesta. Doy la cosa por imposible y me dirijo de vuelta hacia el ascensor. En ese momento escucho el estrépito de todos los cerrojos de la puerta blindada descorriéndose a la vez. Giro la cabeza y veo que la puerta se entreabre, aunque se mantiene enganchada una cadena de seguridad. A través de la rendija entreveo el rubio perfil de mi hermana, sus ricitos de hada, sus hoyitos de querubín.

– Ana, soy yo, Cristina -anuncio.

– ¿Qué haces aquí? -la oigo decir. Parece asombrada de verdad. Su voz suena pastosa, como si acabara de levantarse.

– Pues… tenía que venir aquí al lado a comprar unas cosas y he pensado que podía pasarme un momento a verte.

Qué excusa más ridícula.

– Ya… -Se queda en blanco por unos segundos. Quizá su cerebro esté procesando la información que acabo de proporcionarle-. Pero no te quedes en la puerta… Pasa.

Abre la puerta del todo y se deja ver. Aún lleva puesto el camísón. Tiene el rubio pelo desgreñado y la expresión perdida. Me recuerda a los pastilleros que veo todas las noches en el Planeta X, esos que se arrellanan en los sofás tapizados de rojo y se quedan horas embobados mirando las luces estroboscópicas, con la mirada vacía y la boca entreabierta.

– ¡Te encuentras bien? -pregunto-. Tienes mala cara.

– Creo que tengo una gripe -responde-. Me duele mucho la cabeza. Pero pasa, por favor.

La precedo al salón y me desparramo sobre el sofá Roche Bobois. Las cortinas del salón, de Gastón y Daniela, están echadas y la habitación se mantiene en penumbra a pesar de que ya son las doce del mediodía. Arcos, hornacinas y diferentes alturas de suelo y techo dan movimiento a un interior dominado por el blanco. Toda la carpintería metálica y la cristalería la ha realizado Vilches, a treinta mil pelas el metro cuadrado. Un costurero de pino viejo comprado en una almoneda y restaurado (ni pensar en lo que cuesta la chuchería) hace las veces de mesilla. Sobre él, un teléfono antiguo, adquirido también en una almoneda y elegido para no desentonar con el resto de la decoración, un armatoste negro y brillante que parece un escarabajo megaatómico. No penséis que soy una experta en telas y carpintería, qué va. Pero me conozco todos estos detalles porque este salón es la niña de los ojos de mi hermana, y la he oído tropecientas veces describir dónde compró cada cosa y cuánto tiempo le llevó elegir la tela adecuada, el color que combinaba. No puedo evitar un ramalazo de envidia al pensar en mi propio apartamento, una especie de caja de cerillas amueblada con cuatro trastos encontrados en la calle, con las paredes desconchadas y un baño que pide a gritos un fontanero.

El televisor (pantalla de 46 pulgadas con retroproyector, estéreo) un macroartefacto de tecnologia japonesa que desentona entre tanto hallazgo de almoneda, tanto mueble rústico y tanta moqueta de sisal, está encendido. En la pantalla, dos chicas repintadas de peinados imposibles se pegan berridos la una a la otra con asento venesolano. Ana contempla la pantalla con las pupilas extraviadas. Intento sacarla de su semiletargo.

– Pues eso, que cómo estás. Vuelve la cabeza hacia mi, sorprendida. Parece que alguien la hubiese sacudido.

– Ah, perdona, se me había ido la cabeza. ¿Quieres tomar algo?

– Un vaso de agua. Pero no te preocupes, ya voy yo. No hace falta que te levantes.

Me dirijo hacia la cocina y saco un vaso del armario de gresite blanco. La vajilla, cristalería y objetos de menaje de la casa de Ana son diseño Ágata Ruiz de la Prada. Gracias a Dios, Ana, al contrario que yo, no es dada a estampar vasos contra el suelo cuando se enfada, porque cada uno debe de costar un ojo de la cara y medio. Me sirvo agua en una antigua pila de granito que en su día Ana hizo importar expresamente de Italia y a la que ha añadido unos grifos antiguos de bronce de Trentino. Los azulejos antiguos de la pared provienen de una fábrica de cerámica ibicenca. Más que una cocina esta estancia parece un museo, y esto, más que un fregadero, una pila bautismal. Vaso de agua en mano, vuelvo al salón. Ana ha apagado la televisión.

– Bueno, pues aquí estamos… -(Mamá y Rosa me han obligado a venir a verte. Dicen que te pasa algo. He venido a ver qué coño te pasa y si se te puede echar una mano. No tengo ovarios para ser tan directa)-. ¿Qué has hecho últimamente?

– Nada, absolutamente nada. Nada de nada. -Pronuncia las palabras con un tono monocorde, como lo habría hecho un ordenador, una computadora asesina que dirigiera una nave espacial, la versión femenina de Hal.

– Mujer, no seas tan drástica. Algo habrás hecho.

– Comer y dormir. Comer poco y dormir menos aún. Cuidar de mi marido y de mi niño. Cuidarles poco.

– Por cierto, ¿dónde está el niño?

– En la guardería. Hay que llevarlos pronto para que adquieran un temperamento sociable.

– ¿Y quién dice eso?

– Los psicólogos.

– Sí, fíate tú mucho de los psicólogos. Ya ves cómo me han dejado a mí.

– Cállate, que tú no estás tan mal… Incómodo silencio. (Desde luego, tú no tienes pinta de estar muy bien. Si no fueras mi hermana, dirla que estás colgada. En la vida te había visto con semejantes ojeras. Pareces un poema.)

– Sí estoy mal. He cortado con Iain. Hace un mes. -Me arrepiento de mis palabras prácticamente antes de acabar de pronunciarlas. En el fondo ¿le importa a ella un comino mi vida privada? Pero supongo que me encuentro tan mal que no puedo evitar proclamar mi ansiedad a los cuatro vientos.

– ¿Le dejaste tú? -me pregunta.

– No, me dejó él a mí.

– Vaya, lo siento. De todas formas no tardarás en encontrar a otro. A ti nunca te ha costado mucho. (¿Me estás llamando putón en la cara?)

– Sobreviviré.

– Claro que sí. Tú sobrevivirías a una guerra nuclear. (¿Qué coño quieres decirme con eso? ¿Va de indirecta?)

– No tanto.

– Casi. Siempre has sido una chica fuerte. Rosa y tú podríais comeros el mundo. No como yo. Yo no soy más que una mosquita muerta.

– ¿Qué estás diciendo? (Ana, por favor, no te hagas la mártir.)

– Nada, no sé qué digo. Ultimamente no me encuentro muy bien.

– Deberías salir a la calle, que te diera el aire. No te puede sentar bien pasarte todo el día encerrada en casa. (Deberías liarte la manta la cabeza, correrte cuatro buenas juergas y ponerle los cuernos al memo de tu marido. Lo que a ti te hace falta es un buen polvo. Lo estás pidiendo a gritos.)

– Eso mismo dice mamá.

Me levanto, vaso de agua en mano, y miro a través de la ventana. Hace frío y el día está medio nublado. Los árboles, las aceras, los columpios, todo está rodeado de una especie de aura blanca (¿el vapor del aire congelado?, ¿mi imaginación?), y el paisaje entero parece pintado en una sola gama cromática: grises acerados y azules desvaídos. Contemplo a unos niños que juegan en el parque. Una niña rubia con coletitas y un jersey a rayas que me recuerda ligeramente a Line se desliza por el tobogán. Sentado sobre la arena, peligrosamente cerca de los columpios, hay un niño que no tendrá más de tres años comiéndose la tierra. Una chica joven, que debe de ser la encargada de cuidar a la parejita, está sentada en el banco de madera, leyendo una revista. La pintura verde que antaño recubrió el banco hace tiempo que se ha oxidado. Respiro hondo. No me puedo quedar mirando eternamente por la ventana. Tengo que volver con mi hermana. Sé muy bien cómo continuará la conversación. Hablaremos de cosas intrascendentes, del bar que mi familia está empeñada en que deje; de por qué yo, licenciada y trilingüe, sigo trabajando detrás de una barra; de lo caro que se está poniendo todo últimamente; del niño, que cada día está más grande; del último aumento de sueldo de Borja, su marido, mi cuñado, y de todas esas cosas que en el fondo nos importan un comino y que utilizamos para olvidar las cosas que realmente nos importan y de las que, por tanto, no nos atrevemos a hablar. No mencionaremos la nostalgia desesperada que yo siento de Iain ni las razones que puedan haber conducido a Ana a convertirse en una zombi catódica, una adicta a los culebrones y a la ruleta de la fortuna. Con los ojos clavados en el cristal (sobre un vidrio mojado escribí su nombre) experimento una mezcla de rabia contenida e impotencia (y mis ojos quedaron igual que ese vidrio) que me sube por el esófago como un vómito reprimido. Allí, al otro lado del cristal, hay un parque y un tobogán y unos niños que juegan, y millones de cosas por ver y por hacer, pero mi hermana se conforma con contemplar un sucedáneo de realidad comprimido dentro de una pantalla de 46 pulgadas. Siento ganas de agarrarla por el cuello de la bata y sacudirla. Me gustaría hacerla reaccionar. Pero, por otra parte, no me siento con autoridad moral para dar consejos. Al fin y al cabo, yo tampoco soy precisamente un ejemplo de radiante felicidad ni me siento quién para cuestionar el sistema de vida de nadie. Decido volver al sillón, sentarme con las piernas muy juntas, como una chica decente, y aguantar estoicamente media hora de charla tópica, que no revele, que no comprometa. Está decidido. El tiempo exacto para no quedar mal. Y luego regresaré a mi casa, a mi apartamento de cincuenta metros cuadrados y paredes desconchadas, amueblado con muebles viejos rescatados de los contenedores, grunge por pura necesidad.

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