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A medida que avanzaba, la lluvia iba haciéndose más densa. Como le había gustado la cara en el techo, también le habían gustado aquellas palabras, del mismo modo que había creído en el hombre quemado y en los henares de civilización a los que tantos mimos prodigaba. Isaías, Jeremías y Salomón figuraban en el libro de cabecera del hombre quemado, su libro sagrado, en el que había pegado y había hecho suyo todo lo que adoraba. Había pasado su libro al zapador y éste le había dicho: también nosotros tenemos un Libro Sagrado.

La juntura de goma de las gafas se había agrietado en los últimos meses y ahora el agua estaba empezando a llenar las cámaras de aire delante de sus ojos. Seguiría su ruta sin ellas, con el chuf chuf chuf en los oídos, tan permanente como el rumor del mar, y su doblado cuerpo rígido, frío, pues de aquella máquina que tan íntimamente montaba emanaba tan sólo la idea del calor y la rociada blanca que levantaba al cruzar los pueblos como una estrella fugaz, una aparición que duraba medio segundo y durante la cual se podía formular un deseo. «Pues los cielos desaparecerán como el humo y la tierra se volverá vieja como un vestido y los que en ella viven morirán de igual modo, pues las polillas darán cuenta de ellos como de un vestido y los gusanos los devorarán como lana.» Un secreto de desiertos desde Uweinat hasta Hiroshima.

Estaba quitándose las gafas, cuando salió de la curva y entró en el puente sobre el río Ofanto. Y en el momento en que alzaba el brazo izquierdo con las gafas empezó a patinar. Las tiró y contuvo la moto, pero no estaba preparado para el salto provocado por el reborde metálico del puente, que hizo caer la moto a la derecha y debajo de él. De repente se encontró resbalando con ella en la capa de agua de lluvia por el centro del puente, al tiempo que del metal raspado saltaban chispas azules en torno a sus brazos y su cara.

Trozos de pesado acero salieron volando, tras rozar su cuerpo. Después la moto y él dieron un viraje a la izquierda y, como el puente carecía de pretil, salieron despedidos de costado -el zapador con los brazos echados hacia atrás por encima de su cabeza- y describieron una trayectoria paralela a la del agua. La capa se soltó de él y de todo elemento maquinal o ser mortal y pasó a formar parte del aire.

La motocicleta y el soldado se inmovilizaron en el aire y después -sin que el cuerpo metálico se escabullera de entre las piernas que lo montaban- giraron y cayeron al agua en ruidosa plancha que dejó un trazo blanco en ella antes de desaparecer -junto con la propia lluvia- en el río. «Te lanzará de acá para allá como una pelota por una gran extensión de terreno.»

¿Cómo es que Patrick acabó en un palomar, Clara? Su unidad lo había abandonado, quemado y herido como estaba, tan quemado, que los botones de su camisa formaban parte de su piel, parte de su querido pecho el que yo besé y tú también. ¿ Y cómo es que mi padre resultó quemado? El, que podía serpentear cual una anguila o tu canoa para escabullirse, como por arte dé magia, del mundo real. Con su deliciosa y complicada inocencia. Era el hombre menos locuaz que imaginarse pueda y siempre me extrañó que gustara a las mujeres.

Nosotras somos las racionalistas, las cuerdas, y nos suele gustar tener a un hombre locuaz al lado. En cambio, a él se lo veía con frecuencia perdido, inseguro, mudo.

Era un hombre quemado y yo era enfermera y habría podido cuidarlo. ¿Entiendes la tristeza que entraña la geografía? Podría haberlo salvado o al menos haber permanecido con él hasta el final. Sé mucho sobre quemaduras. ¿ Cuánto tiempo permanecería a solas con las palomas y las ratas, en las últimas fases de la sangre y la vida, con palomas por encima de él, revoloteando a su alrededor, sin posibilidad de dormir en la obscuridad, que siempre había detestado, y solo, sin la compañía de una amante o un familiar?

Estoy harta de Europa, Clara. Quiero volver a casa, a tu cabañita en la roca rosada de Georgian Bay. Tomaré un autobús hasta Parry Sound y desde la zona continental enviaré un mensaje por onda corta hacia las Pancakes y te esperaré, esperaré a ver tu silueta en una canoa acudiendo a rescatarme de este panorama, en el que todos nos metimos y con ello te traicionamos. ¿Cómo llegaste a ser tan lista, tan resuelta? ¿Cómo es que no te dejaste embaucar como nosotros? Tú, que tan dotada estabas para los placeres, qué sabia te volviste: la más pura de todos nosotros, la alubia más obscura, la hoja más verde.

Hana.

La cabeza descubierta del zapador emergió del agua y su boca aspiró todo el aire que flotaba sobre el río.

Caravaggio había fabricado una pasarela con una cuerda de cáñamo hasta el techo de la villa contigua. En el extremo más próximo estaba atada a la cintura de la estatua de Demetrio y después, para mayor seguridad, al pozo. Pasaba justo por encima de las copas de los dos olivos cercanos a su trayectoria. Si hubiera perdido equilibrio, habría caído en los toscos y polvorientos brazos de los olivos.

Adelantó hacia ella el pie -enfundado tan sólo en el calcetín-, que se aferró al cáñamo. ¿Es valiosa esa estatua?, había preguntado en cierta ocasión a Hana, como si tal cosa, y ella le había respondido que, según el paciente inglés, ninguna estatua de Demetrio tenía valor.

Hana pegó el sobre, se levantó y cruzó el cuarto para cerrar la ventana y en ese momento un rayo cruzó el valle. Vio a Caravaggio en el aire por sobre el barranco que se extendía junto a la villa, como una profunda cicatriz. Se quedó ahí, como en un sueño, y después trepó al hueco de la ventana y se sentó a contemplarlo.

Cada vez que se veía un rayo, la lluvia quedaba paralizada en la noche repentinamente iluminada. Veía los halcones elevarse como flechas por el aire y buscaba a Caravaggio.

Cuando Caravaggio se encontraba a medio camino, sintió el olor a lluvia, que poco después empezó a caerle por todo el cuerpo, a pegársele, y de repente notó que la ropa le pesaba mucho más.

Hana sacó las manos juntas por la ventana y se echó la lluvia recogida en ellas por el cabello, al tiempo que se lo alisaba.

La villa se fue hundiendo poco a poco en la obscuridad. En el pasillo contiguo al cuarto del paciente inglés ardía la última vela, viva aún en la noche. Siempre que se despertaba y abría los ojos, veía la trémula, casi extinta, luz amarilla.

Ahora el mundo carecía de sonido para él e incluso la luz parecía algo innecesario. La mañana siguiente diría a la muchacha que no quería que lo acompañara la llama de una vela, mientras dormía.

Hacia las tres de la mañana, sintió una presencia en el cuarto. Vio, por un instante, una figura al pie de su cama, contra la pared o tal vez pintada en ella, apenas perceptible en la obscuridad del follaje que quedaban detrás de la vela. Susurró algo, algo que deseaba decir, pero siguió el silencio y la ligera figura carmelita, que podía ser una simple sombra nocturna, no se movió: un álamo, un hombre con plumas, una figura nadando. No iba a tener la suerte de volver a hablar con el joven zapador -pensó.

En cualquier caso, aquella noche permaneció despierto para ver si la figura avanzaba hacia él. Permanecería despierto -y sin recurrir a la tableta que suprimía el dolor- hasta que se apagara la vela y su olor se difundiera por su cuarto y el de la muchacha, pasillo abajo. Si la figura se hubiese dado la vuelta, se le habría visto pintura en la espalda, donde, movido por el dolor, se había golpeado contra el mural de los árboles. Cuando la vela se extinguiera, iba a poder verlo.

Alargó despacio la mano, que tocó el libro a su obscuro pecho. Nada más se movió en el cuarto.

Y ahora, años después, ¿dónde se encontraba, cuando pensaba en ella? Una historia que recordaba a un canto rodado saltando por el agua y rebotando, con lo que, antes de que volviese a tocar la superficie y se hundiera, ella y él habían madurado.

¿Dónde se encontraba, en su jardín, pensando una vez más en que debería entrar en su casa y escribir una carta o ir un día a la oficina de teléfonos, rellenar un formulario e intentar ponerse en contacto con ella, en otro país? Aquel jardín, aquel terreno cuadrado cubierto de hierba seca y cortada, era el que lo hacía remontarse a los meses que había pasado con Hana, Caravaggio y el paciente inglés en la Villa San Girolamo, al norte de Florencia. Era médico, tenía dos hijos y una mujer risueña. Estaba siempre muy ocupado en aquella ciudad. A las seis de la tarde, se quitaba la bata blanca de facultativo, debajo de la cual llevaba pantalones obscuros y camisa de manga corta. Cerraba la clínica, en la que todos los documentos estaban sujetos por pisapapeles de diversos tipos -piedras, tinteros, un camión de juguete con el que su hijo ya no jugaba- para impedir que volaran con el ventilador. Montaba en su bicicleta y recorría pedaleando los seis kilómetros hasta su casa, pasando por el bazar. Siempre que podía, dirigía la bicicleta hacia la parte de la calle cubierta por la sombra. Había llegado a una edad en la que advertía de repente que el sol de la India lo agotaba.

Se deslizaba bajo los sauces bordeando el canal y después se detenía en una pequeña urbanización, se quitaba las pinzas de los pantalones y bajaba la bicicleta por la escalera hasta el jardincito, del que se ocupaba su esposa.

Y aquella tarde algo había hecho salir la piedra del agua y le había permitido regresar por el aire hasta el pueblo encaramado en una colina de Italia. Tal vez fuese la quemadura química en el brazo de la niña a la que había atendido en aquella jornada o la escalera de piedra, en cuyos peldaños crecían tenaces hierbas marrones. Estaba subiendo la bicicleta y a la mitad de la escalera le había venido el recuerdo. Era el momento en que se dirigía al trabajo, por lo que, cuando llegó al hospital inició el constante ajetreo con los pacientes y la administración de su jornada de siete horas, el mecanismo que desencadenaba el recuerdo se detuvo. O podría haber sido también la quemadura en el brazo de aquella niña.

Estaba sentado en el jardín y veía a Hana, con pelo más largo, en su propio país. ¿Y qué hacía Hana? La veía siempre, su rostro y su cuerpo, pero no sabía su profesión ni sus circunstancias, aunque veía sus reacciones ante las personas a su alrededor, inclinarse ante los niños con una blanca puerta de nevera detrás de ella en segundo plano, tranvías silenciosos. Era una relativa dádiva que se le había concedido, como si la película de una cámara la revelara, pero sólo a ella, en silencio. No podía distinguir la compañía entre la que se movía, sus pensamientos; lo único que podía presenciar era su persona y el crecimiento de su obscuro cabello, que le caía una y otra vez sobre la cara.

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