«Estoy utilizando la llave revestida de aislante.» La había sacado del bolsillo del pecho. Estaba fría y tuvo que frotarla para calentarla. Empezó a quitar el anillo de cierre. Cedía sin esfuerzo y se lo dijo a Hardy.
«Están relevando a la guardia en Buckingham Palace.»
Sacó el anillo de cierre y el de localización y los dejó hundirse en el agua. Notó cómo rodaban despacio a sus pies. Toda la operación iba a tardar cuatro minutos más.
«Alice se va a casar con uno de la guardia. ¡La vida de un soldado es muy dura, dice Alice!»
Cantaba en voz alta para intentar entrar en calor,; pues tenía el pecho helado y dolorido. Procuraba apartarse lo más posible del helado metal que tenía delante y había de llevarse constantemente las manos a la nuca, donde aún le daba el sol, y después frotárselas para quitarse el barro, la grasa y el hielo. Resultaba difícil llegar hasta la cabeza. Entonces vio horrorizado que la cabeza de la espoleta se había roto y se había desprendido completamente.
«Un problema, Hardy. Se ha roto toda la cabeza de la espoleta. Respóndeme, ¿vale? El cuerpo principal de la espoleta está atascado ahí abajo. No puedo llegar hasta él. No hay ningún saliente al que agarrarse.»
«¿Cómo está el hielo?» Hardy estaba justo encima de él. Había tardado unos segundos, pero había corrido hasta el foso.
«Quedan seis minutos de hielo.»
«Suba y la volaremos.»
«No, bájame un poco más de oxígeno.»
Levantó la mano derecha y sintió que le colocaban en ella un bote metálico helado.
«Voy a hacerlo gotear en la parte de la espoleta que está al descubierto (donde se ha desprendido la cabeza) y después entraré en el metal. Lo mellaré hasta que pueda agarrar algo. Ahora retírate y te lo iré contando.»
Apenas podía contener la rabia por lo sucedido. El oxígeno le chorreaba por toda la ropa y siseaba al entrar en contacto con el agua. Esperó a que apareciera el hielo y después se puso a arrancar metal, con un escoplo.
Vertió más, esperó e intentó penetrar más con el escoplo. Al ver que no se desconchaba, se arrancó un trozo de la camisa, lo colocó entre el metal y el escoplo y después se puso a golpear -operación muy peligrosa-con un mazo y a arrancar fragmentos. La tela de la camisa era su única protección contra una chispa. Más grave era el frío en los dedos. Habían perdido la agilidad, estaban inertes como las baterías. Siguió cortando de lado en el metal alrededor del punto del que se había desprendido la cabeza de la espoleta, arrancando capas de metal, con la esperanza de que el hielo resistiera esa clase de cirugía. Si cortaba directamente, existía la posibilidad de que golpeara la cápsula del percutor que activaba el multiplicador.
Tardó cinco minutos más. Hardy no se había movido del borde del foso y le indicaba el tiempo aproximado que faltaba para que se derritiera el hielo. Pero, a decir verdad, ninguno de los dos podía estar seguro. Como se había roto la cabeza de la espoleta, estaban congelando una zona diferente y la temperatura del agua, pese a resultarle fría a él, estaba más caliente que el metal.
Entonces vio algo. No se atrevió a agrandar más el agujero. El contacto del circuito temblaba como un zarcillo de plata. ¡Si hubiera podido alcanzarlo! Se frotó las manos para intentar calentárselas.
Exhaló el aire, permaneció inmóvil unos segundos y con los alicates de aguja cortó el contacto en dos antes de tomar aliento otra vez. Lanzó un resuello cuando el hielo le quemó parte de la mano al sacarla de los circuitos. La bomba estaba desactivada.
«Espoleta fuera, multiplicador desconectado. Me merezco un besito.»
Hardy estaba ya haciendo girar el torno y Kip intentaba agarrarse a la cuerda; apenas podía hacerlo con la quemadura y el frío, tenía todos los músculos helados. Oyó la sacudida de la polea y se agarró con fuerza a las tiras de cuero medio atadas aún en torno a su cuerpo. Sintió que sus carmelitas piernas se iban liberando del barro que las atenazaba, salían como un antiguo cadáver de una ciénaga. Sus pequeños pies se alzaron por encima del agua. Emergió, alzado del foso a la luz del sol, primero la cabeza y después el torso.
Quedó ahí colgado y girando lento bajo el tepee del postes que sujetaban la polea. Ahora Hardy lo abrazaba y al tiempo lo desamarraba, lo liberaba. De repente vio una multitud observando a unos veinte metros de distancia, muy cerca, demasiado cerca para su seguridad; habría resultado aniquilada. Pero, claro, Hardy no había estado allí para hacerla retroceder.
Lo contemplaban en silencio, al indio colgado del hombro de Hardy y que apenas podía caminar hasta el jeep con todo el equipo: herramientas, latas, mantas los instrumentos de grabación que aún giraban, escuchaban el vacío en el fondo del foso.
«No puedo andar.»
«Sólo hasta el jeep, unos metros más, mi teniente. Yo recogeré todo lo demás.»
Se detenían y después caminaban despacio. Tenían que pasar por delante de las caras que miraban a aquel hombre ligeramente carmelita, sin zapatos, con la guerrera mojada, miraban la cara agotada que no conocía ni reconocía nada ni a ninguno de ellos. Todos guardaban silencio. Se limitaron a dar un paso atrás para dejar espacio a Hardy y a él. En el jeep empezó a temblar. Sus ojos no soportaban la reverberación del parabrisas. Hardy tuvo que levantarlo para instalarlo poco a poco en el asiento contiguo al del conductor.
Cuando Hardy se marchó, Kip se quitó despacio los pantalones mojados y se envolvió en la manta. Después se quedó ahí sentado, demasiado enfriado y molido para desenroscar siquiera el termo de té caliente que se encontraba sobre el asiento contiguo. Pensó: ni siquiera tenía miedo allá abajo, sólo estaba irritado… por mi error o la posibilidad de que hubiese una trampa. Tan sólo era un animal que reaccionaba para protegerse.
Ahora sólo Hardy, comprendió, me ayuda a seguir siendo humano.
Cuando hacía un día caluroso en la Villa San Girolamo, todos se lavaban la cabeza, primero con queroseno para eliminar los posibles piojos y después con agua. Kip, tumbado y con el cabello extendido y los ojos cerrados al sol, parecía de repente vulnerable. Cuando adoptaba esa frágil postura, había timidez en él, parecía más un cadáver de un mito que algo vivo o humano. Hana estaba sentada a su lado, con su obscuro cabello castaño ya seco. Ésos eran los momentos en que él hablaba de su familia y de su hermano encarcelado.
Se sentaba, se echaba el pelo hacia adelante y se ponía a restregarlo de arriba abajo con una toalla. Ella, imaginaba Asia entera en los gestos de aquel hombre: la indolencia con la que se movía, su silencioso refinamiento. Hablaba de santos guerreros y ahora ella lo consideraba uno de ellos, austero y visionario, alguien que sólo en aquellos raros momentos en que brillaba el sol se olvidaba de Dios y de la solemnidad, con la cabeza apoyada de nuevo en la mesa para que el sol le secara el cabello extendido como el grano en una cesta de paja en forma de abanico, si bien era un asiático que en aquellos últimos años de guerra había adoptado a unos ingleses como padres y había observado sus códigos como un hijo obediente.
«Ah, pero mi hermano me considera un idiota por confiar en los ingleses.» Se volvió hacia ella con la luz del sol en los ojos. «Dice que algún día abriré los ojos. Asia no es aún un continente libre y le consterna vernos participar con entusiasmo en guerras inglesas. Es una discusión que siempre hemos tenido. Mi hermano no cesa de decirme: "Algún día abrirás los ojos."»
Lo dijo con los ojos cerrados y muy apretados, como para burlarse de esa metáfora. «Japón es parte de Asia y en Malasia los japoneses han cometido atrocidades contra los sijs. Pero mi hermano no se fija en eso. Dice que ahora los ingleses están ahorcando a sijs que luchan por la independencia.»
Ella se apartó de él, con los brazos cruzados. Los odios del mundo. Entró en la penumbra diurna de la villa y fue a sentarse con el inglés.
Por la noche, cuando ella le soltaba el pelo, Kip era una vez más otra constelación, los brazos de mil ecuadores sobre su almohada, oleadas entre ellos en su abrazo y en las vueltas que daban dormidos. Ella tenía en sus brazos una diosa india, trigo y cintas. Cuando se inclinaba, se derramaba sobre ella. Podía atárselo a la muñeca. Ella mantenía los ojos abiertos para contemplar las chispas de electricidad de su pelo en la obscuridad de la tienda.
Él se movía siempre en relación con las cosas, junto a las paredes, los setos de las terrazas. Exploraba la periferia. Cuando miraba a Hana, veía un fragmento de su flaca mejilla en relación con el paisaje que había tras ella. Igual que contemplaba el arco que dibujaba un pardillo en función del espacio que cubría sobre la superficie de la tierra. Había subido por Italia intentando ver con los ojos todo, excepto lo temporal y humano. En lo único en que nunca se fijaba era en sí mismo: ni en su sombra en el crepúsculo, ni en su brazo extendido hacia el respaldo de una silla, ni en el reflejo de su figura en una ventana, ni en cómo lo observaban los otros. En los años de la guerra había aprendido que la única seguridad estaba en uno mismo.
Pasaba horas con el inglés, que le recordaba a un abeto que había visto en Inglaterra, con su única rama enferma, vencido por el peso de los años y sostenido con un soporte de madera de otro árbol. Se encontraba en el jardín de lord Suffolk, en el borde del farallón que dominaba el canal de Bristol, como un centinela. Sentía que el ser que había dentro de él era, pese a su debilidad, noble, un ser cuya memoria sobrepujaba la enfermedad.
Él, por su parte, no tenía espejos. Se enrollaba el turbante fuera, en su jardín, al tiempo que contemplaba el musgo en los árboles. Pero había advertido los tajos que las tijeras habían asestado al cabello de Hana De tanto pegar la cara al cuerpo de ésta, a la clavícula donde el hueso afinaba la piel, conocía su aliento. Pero si ella le hubiese preguntado de qué color eran sus ojos pese a haber llegado a adorarla, no habría podido -pensaba- contestar. Se habría reído y habría intentado adivinarlo, pero si ella, cuyos ojos eran negros, los hubiese cerrado y hubiese dicho que eran verdes, la habría creído. Podía mirar con intensidad en los ojos, pero no advertir de qué color eran, de igual modo que la comida, una vez en su garganta o su estómago, era simple textura y no sabor ni objeto alguno.
Cuando alguien hablaba, le miraba la boca, no los ojos y sus colores, que, según le parecía, siempre cambiarían con la luz de un cuarto, el minuto del día. Las bocas revelaban la inseguridad o la suficiencia o cualquier otro punto del espectro del carácter. Para él, era el aspecto más intricado de los rostros. Nunca estaba seguro de lo que revelaban los ojos. Pero sabía interpretar cómo se ensombrecían las bocas con la crueldad o sugerían ternura. Muchas veces se podían interpretar erróneamente unos ojos por su reacción ante un simple rayo de sol.