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Hana tenía la boca pegada a la camisa de él, que estaba tumbado junto a ella con toda la quietud necesaria y los ojos despejados y clavados en una rama y oía su profunda respiración. Cuando le rodeó el hombro con el brazo, ya estaba dormida, pero lo había agarrado y lo había apretado contra sí. Al bajar la vista, Kip vio que aún tenía el cable en la mano, debía de haberlo cogido de nuevo.

Lo más vivo en ella era la respiración. Su peso parecía tan leve, que debía de haber desplazado la mayor parte de su cuerpo. ¿Cuánto tiempo iba a poder estar tumbado así, sin poder moverse ni volver al trabajo? Era esencial permanecer quieto, como las estatuas de las que se había valido durante los meses en que avanzaban costa arriba combatiendo hasta ocupar y rebasar cada una de las ciudades fortificadas que ya no se distinguían unas de otras, con las mismas calles estrechas en todas que se convertían en alcantarillas de sangre, lo que le hacía pensar que, si perdía el equilibrio, resbalaría con el líquido rojo de aquellas pendientes y se precipitaría por el barranco hacia el valle. Todas las noches había entrado, indiferente al frío, a una iglesia capturada y había encontrado una estatua para que fuera su centinela durante la noche. Sólo había otorgado su confianza a esa raza de piedras, se acercaba lo más posible a ella en la obscuridad: un ángel abatido cuyo muslo era un muslo perfecto de mujer y cuyas formas y sombras parecían muy suaves. Reclinaba la cabeza en el regazo de aquellos seres y se entregaba al alivio del sueño.

De repente se volvió más pesada sobre él. Y ahora su respiración se hizo más profunda, como el sonido de un violonchelo. Contempló la cara dormida de ella. Seguía molesto porque la muchacha se hubiese quedado con él, cuando desactivó la bomba, como si con ello lo hubiera puesto en deuda para con ella, lo hubiese hecho sentirse retrospectivamente responsable de ella, aunque en el momento no lo había pensado, como si eso pudiera influir positivamente en su manipulación de una mina.

Pero ahora se sentía parte de algo, tal vez un cuadro que había visto en algún sitio el año anterior: una pareja tranquila en un campo. Cuántas había visto durmiendo, perezosas, sin pensar en el trabajo ni en los peligros del mundo. A su lado tenía los movimientos como de ratón que provocaba la respiración de Hana; sus cejas se encrespaban como en una discusión, una ligera irritación en sueños. Apartó la vista y la alzó hacia el árbol y el cielo de nubes blancas. Su mano se aferraba a él como el barro en la orilla del río Moro, cuando tenía hundido el puño en la tierra mojada para no volver a resbalar hasta el torrente que acababa de cruzar.

Si hubiera sido la figura de un cuadro, habría podido aspirar a un merecido sueño. Pero, como había dicho incluso ella, él era el color carmelita de una roca, de un cenagoso río crecido con la tormenta y algo en su interior lo incitaba a retraerse incluso ante la ingenua inocencia de semejante comentario. La desactivación con éxito de una bomba ponía fin a una novela. Hombres blancos, juiciosos y paternales, estrechaban manos, recibían agradecimientos y se retiraban cojeando a su soledad, de la que los habían sacado con halagos tan sólo para esa ocasión especial. Pero él era un profesional y seguía siendo el extranjero, el sij. Su único contacto humano y personal era con el enemigo que había fabricado aquella bomba y se había marchado barriendo tras sí sus huellas con ayuda de una rama.

¿Por qué no podía dormir? ¿Por qué no podía volverse hacia la muchacha y dejar de pensar que todo seguía medio encendido, que acechaba el fuego en rescoldo? En un cuadro por él imaginado, el campo que rodeaba aquel abrazo habría estado en llamas. En cierta ocasión había seguido con prismáticos la entrada de otro zapador en una casa minada. Lo había visto rozar, al pasar, una caja de cerillas al borde de una mesa y quedar envuelto por la luz medio segundo antes de que el atronador ruido de la bomba llegara hasta él. A eso recordaban los relámpagos en 1944. ¿Cómo iba a poder confiar siquiera en aquella cinta elástica que ceñía la manga del vestido al brazo de la muchacha? ¿Ni en el resonar de su respiración más íntima, tan profunda como los cantos en el lecho de un río?

Cuando la oruga pasó del cuello de su vestido a su mejilla, se despertó y abrió los ojos y lo vio acuclillado a su lado. El zapador quitó la oruga de la cara, sin tocarle la piel y la dejó en la hierba. Hana advirtió que ya había recogido todo su instrumental. Kip retrocedió y se sentó, apoyado en el árbol, y la observó volverse boca arriba y después estirarse y prolongar aquel instante lo más posible. Por la posición del sol, debía de ser la tarde. Echó la cabeza hacia atrás y lo miró.

«¡Debías tenerme abrazada!»

«Lo he hecho. Hasta que te has apartado.»

«¿Cuánto tiempo me has tenido abrazada?»

«Hasta que te has movido, hasta que has necesitado moverte.»

«No te habrás aprovechado de mí, ¿verdad?» Y, al ver que él empezaba a ruborizarse, añadió: «Hablaba en broma.»

«¿Quieres volver a la casa?»

«Sí, tengo hambre.»

Cegada por el sol como estaba y con las piernas cansadas, apenas si podía sostenerse en pie. Seguía sin saber cuánto tiempo habían estado allí. No podía olvidar la profundidad de su sueño, la levedad de la caída.

Cuando Caravaggio exhibió el gramófono que había encontrado en algún sitio, improvisaron una fiesta en el cuarto del paciente inglés.

«Voy a enseñarte a bailar con él, Hana, ritmos que ese joven amigo tuyo no conoce. He visto bailes a los que he dado la espalda. Pero esta canción, How Long Has This Been Going On, es una de las más hermosas, porque la melodía introductoria es más pura que la propia canción. Y sólo los grandes del jazz lo han entendido. Bien, podemos celebrar esa fiesta en la terraza, lo que nos permitiría invitar al perro, o podemos invadir el cuarto del inglés. Ayer tu joven amigo, que no bebe, consiguió botellas de vino en San Domenico. No tenemos sólo música. Dame el brazo. No. Primero hemos de marcar el suelo con tiza y practicar. Tres pasos principales: uno-dos-tres. Bien, dame el brazo. ¿Qué te ha ocurrido hoy?»

«Kip ha desactivado una bomba, una muy difícil. Que te lo cuente él.»

El zapador se encogió de hombros, no por modestia, sino como dando a entender que era demasiado complicado para explicarlo. La noche cayó deprisa, invadió el valle y después las montañas y los obligó una vez más a recurrir a las linternas.

Se dirigieron por los pasillos hacia la alcoba del paciente inglés. Caravaggio llevaba el gramófono y con una mano sujetaba el brazo y la aguja.

«Mira, antes de que empieces con tus historias», dijo a la estática figura tumbada en la cama, «te voy a presentar My Romance».

«Escrita, según creo, en 1935 por Lorenz Hart», murmuró el inglés.

Kip estaba sentado en el alféizar de la ventana y Hana dijo que quería bailar con el zapador.

«Primero tengo que enseñarte, sinvergonzona.»

Hana miró extrañada a Caravaggio: ésa era la calificación cariñosa que le daba su padre. Él la estrechó con su pesado abrazo de oso, al tiempo que volvía a llamarla «sinvergonzona», y comenzaron la clase de baile.

Ella se había puesto un vestido limpio, pero sin planchar. Siempre que giraban, veía al zapador cantando la letra por lo bajito. Si hubiera habido electricidad, habrían podido tener una radio, habrían podido recibir noticias de la guerra. Lo único que tenían era el receptor de Kip, pero había tenido la cortesía de dejarlo en su tienda. El paciente inglés estaba hablando de la desgraciada vida de Lorenz Hart. Tras asegurar que le habían cambiado algunas de sus mejores estrofas de Manhattan, se puso a recitar estos versos:

Nos bañaremos en Brighton,
los peces huirán de espanto,
al vernos entrar.
Ante tu bañador, tan fino,
almejas langostillos
se sonreirán.

«Unos versos admirables, y eróticos, pero Richard Rodgers debía de desear -es de suponer- más seriedad.»

«Mira, tienes que adivinar mis movimientos.»

«¿Y por qué no adivinas tú los míos?»

«Lo haré cuando sepas lo que debes hacer. De momento soy yo el único que lo sabe.»

«Seguro que Kip lo sabe.»

«Puede que lo sepa, pero no lo hará.»

«Me gustaría tomar un poco de vino», dijo el paciente inglés.

El zapador cogió un vaso de agua, tiró su contenido por la ventana y sirvió vino para el inglés.

«Hacía un año que no tomaba una copa.»

Se oyó un ruido amortiguado y el zapador se volvió raudo y miró por la ventana a la obscuridad. Los otros se quedaron paralizados. Podría haber sido una mina. Se volvió y les dijo: «No hay problema, no era una mina. Parecía proceder de una zona limpiada.»

«Da la vuelta al disco, Kip. Ahora os voy a presentar How Long Has This Been Going On, escrita por…»

Calló para que interviniera el paciente inglés, pero éste, que lo ignoraba, negó con la cabeza, al tiempo que sonreía con la boca llena de vino.

«Este alcohol seguramente acabará conmigo.»

«Nada puede acabar contigo. Eres puro carbón.»

«¡Caravaggio!»

«George e Ira Gershwin. Escuchad.»

Hana y él se deslizaban hacia la tristeza del saxo. Tenía razón Caravaggio. Un fraseo tan lento, tan prolongado, que Hana tenía la sensación de que el músico no deseaba salir del diminuto vestíbulo de la introducción y entrar en la melodía, quería permanecer y permanecer allí, donde aún no había empezado la historia, como enamorado de una criada en el prólogo. El inglés murmuró que esa clase de introducciones se llamaban «estribillos».

Tenía apoyada la mejilla en los músculos del hombro de Caravaggio. Sentía aquellas terribles zarpas en la espalda, contra su vestido limpio, mientras se movían en el limitado espacio comprendido entre la cama y la puerta, entre la cama y el hueco de la ventana, en el que seguía sentado Kip. De vez en cuando, al girar, le veía la cara. Tenía las rodillas levantadas y los brazos descansando sobre ellas. O lo veía mirar por la ventana a la obscuridad.

«¿Conoce alguno de vosotros un baile llamado "el abrazo del Bósforo"?», preguntó el inglés.

«En mi vida he oído hablar de semejante cosa.»

Kip contempló las grandes sombras desplazarse por el techo, por la pared pintada. Se levantó con gran esfuerzo, se acercó al paciente inglés para llenarle la copa y tocó, a modo de brindis, el borde de la suya con la botella. El viento del Oeste se colaba en el cuarto. Y de repente se volvió, irritado. Le había llegado un tenue tufo de cordita, que aún impregnaba ligeramente el aire, y después salió del cuarto, haciendo gestos de cansancio, y dejó a Hana en brazos de Caravaggio.

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