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Hubo una pausa que habría sido cortés si no fuera por los suspiros exagerados de las periodistas.

– He escrito algo -señaló Mary, casi con timidez. El guión ya estaba allí, en el apuntador electrónico. Debía de haberlo escrito el día anterior, o tal vez antes.

La primera frase del guión apareció en el apuntador electrónico: «Hay ciertos días, incluso ciertas semanas, en los que tenemos que representar el ingrato papel del terrible mensajero».

– ¡Tonterías! -exclamó Patrick-. Ese papel no es nada ingrato. ¡Al contrario, nos encanta!

Mary sonrió recatadamente mientras el apuntador electrónico seguía girando: «Preferiríamos ser amigos consoladores que mensajeros terribles, pero ésta ha sido una de esas semanas». Siguió una indicación de pausa.

– Me gusta -dijo una de las periodistas.

Wallingford sabía que habían tenido una reunión previa. (Siempre había una reunión previa a la reunión general.) Sin duda habían decidido cuál de ellas diría: «Me gusta».

Entonces otra de las periodistas tocó el brazo izquierdo de Patrick, en el lugar acostumbrado.

– Me gusta porque no da la sensación de que pides disculpas por lo que dijiste anoche -le explicó. Dejó descansar su mano en el antebrazo de Patrick un poco más de lo que era natural o necesario.

– Por cierto, los índices de audiencia de anoche han sido magníficos -dijo Wharton.

Patrick sabía que haría mejor en no mirar a Wharton, cuya cara redonda era una esfera fofa al otro lado de la mesa.

– Anoche estuviste estupendo, Pat -añadió Mary.

Su observación fue tan oportuna que también debía de haber sido ensayada en el encuentro previo a la reunión general, porque ninguna de las mujeres presentes se rió entre dientes, como sin duda habría ocurrido en otras circunstancias. Todas estaban tan serias como un jurado que ha tomado su decisión. Por supuesto, Wharton era el único de los asistentes a la reunión que ignoraba que la noche anterior Patrick Wallingford se había ido a casa con Mary Shanahan, aunque de haberlo sabido no le habría importado lo más mínimo.

Mary le concedió a Patrick el tiempo apropiado para que respondiera. Todos se lo dieron, tan silenciosos y respetuosos. Entonces, cuando Mary vio que él no iba a decir nada, puso fin a la reunión.

– Bien, si todo está perfectamente claro…

Mientras se encaminaba a la sala de maquillaje, reflexionó en que, de todas las conversaciones que había sostenido con Mary, había una sola que no lamentaba. La segunda vez que hicieron el amor, cuando amanecía, él le habló del repentino e inexplicable deseo que le había provocado la chica de maquillaje. La reacción de Mary había sido de absoluta condena.

– No te estarás refiriendo a Angie, ¿verdad?

Él no sabía el nombre de la maquilladora.

– La que masca chicle…

– ¡Esa es Angie! -exclamó Mary-. ¡Esa chica es un desastre!

– Pues me pone cachondo, no sabría decirte por qué. Tal vez sea por el chicle.

– Puede que sea tan sólo porque eres un caliente, Pat.

– Es posible.

Pero el asunto no había quedado zanjado con tanta facilidad. Caminaban hacia la cafetería de la avenida Madison cuando Mary, sin que viniera a cuento, exclamó:

– ¡Angie! Dios mío, Pat… ¡Esa chica da risa! Todavía vive con su familia. Su padre es policía del metro o algo así, en Queens. ¡Es de Queens!

– ¿A quién le importa de dónde sea? -le preguntó Patrick.

Al reflexionar en ello, le parecía curioso que Mary hubiera querido un hijo suyo, se hubiera mostrado interesada por su piso y le hubiera aconsejado sobre la manera más ventajosa de conseguir el despido. Bien mirado, y hasta un grado minuciosamente calculado, realmente daba la impresión de que quería ser su amiga. Incluso le había deseado que las cosas le fuesen bien en Wisconsin, y Wallingford no había percibido la menor señal de que tuviera celos de la señora Clausen. En cambio, se mostraba fuera de sí por algo tan trivial como que una maquilladora le excitara sexualmente. ¿Cuál era el motivo?

Se sentó en la silla de maquillaje y contempló a aquella chica que le atraía mientras ella se ocupaba de sus patas de gallo (de una manera especial aquella noche) y las ojeras.

– Esta noche no has dormido gran cosa, ¿eh? -le dijo Angie, entre uno y otro chasquido de la goma de mascar. Había cambiado de chicle; la noche anterior emitía un olor a menta, y ahora mascaba algo afrutado.

– Así es, por desgracia -replicó Patrick-. Otra noche de insomnio.

– ¿Por qué no puedes dormir?

Wallingford frunció el entrecejo. Estaba pensando, preguntándose hasta dónde podía llegar.

– No arrugues la frente -le pidió Angie-. ¡Relájate! -Le estaba dando toques de maquillaje con un cepillito blando-. Así está mejor. Bueno, ¿por qué no puedes dormir? ¿No vas a decírmelo?

Qué diablos, se dijo Patrick. Si la señora Clausen le rechazaba, ya nada le importaba. ¿Qué más daba que acabara de dejar encinta a su jefa? En algún momento, durante la reunión preparatoria del guión, ya había decidido no intercambiar los pisos. Y si Doris le aceptaba, aquélla sería su última noche como hombre libre. Sin duda algunos de nosotros estamos familiarizados con el hecho de que la anarquía sexual puede preceder al compromiso con la vida monógama. Así razonaba el Patrick Wallingford de siempre; su talante licencioso se reafirmaba.

– No puedo dormir porque no dejo de pensar en ti -le confesó Wallingford.

La maquilladora acababa de extender la mano y con los dedos pulgar e índice suavizaba lo que ella llamaba «líneas de la sonrisa» en las comisuras de su boca. Él notó los dedos de la chica sobre su piel como si la mano hubiera expirado allí. Angie se había quedado boquiabierta, dejando el chicle a medio estallar.

Angie llevaba un suéter de manga corta ceñido, de color sorbete de naranja. De una cadena alrededor del cuello le pendía un grueso sello, inequívocamente masculino, lo bastante pesado para separarle los senos. Incluso éstos dejaron de moverse mientras retenía la respiración. Todo estaba en suspenso.

Finalmente respiró de nuevo, una larga exhalación que olía a goma de mascar. Patrick veía su propia cara en el espejo, pero no la de ella. Sólo veía los músculos tensos en el cuello de la muchacha, y uno o dos mechones colgantes de su cabello negro azabache. A través del suéter naranja, subido por encima de la cintura de la ceñida falda negra, se le veían las tiras del sostén. Tenía la piel de color oliváceo y los brazos cubiertos de vello oscuro.

Angie tenía poco más de veinte años, y a Wallingford no le había sorprendido saber que aún vivía con sus padres, como tantas otras chicas trabajadoras de Nueva York. Tener tu propio piso era demasiado caro, y los padres, en general, eran más dignos de confianza que algunas compañeras de habitación. Patrick empezaba a creer que Angie no iba a reaccionar. Sus suaves dedos volvían a extenderle el maquillaje sobre la piel. Por fin Angie aspiró hondo y retuvo el aliento, como si estuviera pensando en lo que iba a decir. Entonces exhaló otra bocanada de aire con aroma frutal, empezó a mascar el chicle de nuevo, con rapidez, y su aliento se volvió entrecortado además de aromático. Wallingford se sentía incómodo, consciente de que ella le escrutaba el rostro en busca de algo más que imperfecciones y arrugas.

– ¿Me estás pidiendo que salga contigo? -le susurró Angie.

Una y otra vez dirigía la vista a la puerta abierta de la sala de maquillaje, donde estaba a solas con Patrick. La peluquera había bajado en el ascensor a la calle y estaba en la acera, fumando un cigarrillo.

– Te diré cómo puedes tomarlo, Angie -susurró Wallingford a la chica agitada y jadeante-. Si juegas bien tus cartas, esto es claramente una muestra de acoso sexual.

Wallingford estaba satisfecho de sí mismo por haber imaginado una manera de conseguir que le despidieran en la que no había pensado Mary Shanahan, pero Angie no sabía que le hablaba en serio, creía que sólo estaba tonteando con ella. Y, como Wallingford había supuesto acertadamente, estaba encaprichada de él.

– ¡Ja! -dijo Angie, con una sonrisa retozona. Él vio el color de su chicle por primera vez: era violeta. (Uva o alguna variación sintética de esa fruta.)

Empuñaba las pinzas y parecía mirar fijamente un punto entre sus ojos. Cuando se inclinó más sobre él, Patrick aspiró su olor: el perfume, el cabello, el chicle. Era un olor delicioso, que recordaba un poco el de unos grandes almacenes.

Vio los dedos de su mano derecha en el espejo, y los extendió sobre la estrecha franja de piel entre la cintura de la falda y el suéter alzado con tanta decisión como si fuese el teclado de un piano antes de ponerse a tocar. En aquel momento se sentía descaradamente como un virtuoso jubilado a medias, que llevaba largo tiempo sin practicar pero que no había perdido el toque.

Cualquier abogado de Nueva York aceptaría de inmediato hacerse cargo del caso. Wallingford sólo confiaba en que ella no le sacara los ojos con las pinzas.

Pero mientras tocaba la cálida piel de Angie, ella arqueó la espalda de tal manera que le presionaba la mano… mejor dicho, se amoldaba a ella. Le arrancó suavemente con las pinzas un pelo de la ceja en el puente de la nariz, y entonces le besó en los labios con la boca un poco abierta. Él notó el sabor del chicle.

Quería decirle: «¡Por Dios, Angie, deberías demandarme!», pero no podía apartar la mano de ella. Instintivamente, deslizó los dedos bajo el suéter y avanzó por la columna vertebral de la joven, hasta llegar a la tira posterior del sujetador.

– Me encanta el chicle -le dijo. El mujeriego de siempre encontraba fácilmente las palabras apropiadas.

Ella volvió a besarle, esta vez separándole los labios y después los dientes con su lengua poderosa.

Se sintió un poco desconcertado cuando Angie le introdujo en la boca el viscoso chicle; por un alarmante momento imaginó que le había mordido la lengua. No era aquélla la clase de juego amoroso previo a que estaba acostumbrado… no había salido con muchas mascadoras de chicle. La espalda desnuda de la muchacha se contorsionaba contra su mano, y los senos bajo el fino suéter le rozaban el pecho.

Una de las mujeres de la sala de redacción carraspeó en el umbral. Eso era casi exactamente lo que Wallingford había querido: que Mary Shanahan le viera besando y palpando a Angie. Pero sin duda informarían a Mary del incidente antes de que el presentador se sentara ante la cámara.

– Tienes cinco minutos, Pat -le dijo la mujer.

Angie, que le había pasado su chicle, todavía se estaba bajando el suéter cuando regresó la peluquera tras haberse fumado un pitillo en la calle. Era una mujer de raza negra, voluminosa y con un olor como a tostada de canela y pasas. Siempre se fingía exasperada cuando el cabello de Patrick no necesitaba sus cuidados. A veces le rociaba con un poco de loción, o le restregaba con una pizca de gel. Esta vez se limitó a darle unas palmaditas en lo alto de la cabeza y abandonó la sala.

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