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– ¿Estás seguro de saber en qué te estás metiendo? -le preguntó Angie-. Mi vida es más bien complicada -le advirtió-Tengo un montón de problemas, si sabes lo que quiero decir.

– ¿Qué quieres decir, Angie?

– Si vamos a salir esta noche, tengo que cancelar otros planes, he de hacer varias llamadas telefónicas, para empezar.

– No quiero causarte ninguna molestia, Angie.

La chica buscaba algo en el interior de su bolso, y Wallingford supuso que era una agenda telefónica. Pero no, lo que buscaba era más chicle.

– Bueno -le dijo, mascando de nuevo-. ¿Quieres que salgamos esta noche o qué? No es ninguna molestia, sólo que debo hacer unas llamadas.

– Sí, esta noche -replicó él.

¿Por qué no iba a hacerlo? No sólo no estaba casado con la señora Clausen, sino que ella no le había dado ninguna esperanza. No tenía motivos para pensar que llegaría a casarse con ella, y lo único que sabía era que deseaba proponérselo. Dadas las circunstancias, la anarquía sexual era tan comprensible como recomendable. (Para el Patrick Wallingford de siempre, claro.)

– Supongo que tienes teléfono en casa -le decía Angie-. Podrías darme el número. No se lo diré a nadie a menos que sea necesario.

Estaba anotando su número de teléfono cuando la misma mujer de antes apareció de nuevo en el umbral, a tiempo de ver el papelito que cambiaba de mano. «Esto se pone cada vez mejor», pensó Wallingford.

– Dos minutos, Pat -le dijo la observadora mujer.

Mary le aguardaba en el estudio. Le tendió la mano, cuya palma estaba cubierta por un pañuelo de papel.

– Escupe el chicle, tonto -le dijo.

El placer de Patrick al depositar en su mano la viscosa masa de chicle violáceo no fue pequeño.

Inició el noticiario del viernes con más formalidad de la habitual, diciendo «Buenas noches». Eso no figuraba en el apuntador electrónico, pero Wallingford quería parecer tan insinceramente sombrío como fuese posible. Al fin y al cabo, conocía el nivel de insinceridad existente detrás de lo que iba a decir a continuación.

– Buenas noches. Hay ciertos días, incluso ciertas semanas en los que tenemos que representar el ingrato papel del terrible mensajero. Preferiríamos ser amigos consoladores que mensajeros terribles, pero ésta ha sido una de esas semanas.

Era consciente de que las palabras caían a su alrededor como prendas húmedas, tal como se había propuesto. Cuando empezaron a emitir las imágenes de archivo y Patrick supo que estaba fuera de cámara, buscó con la mirada a Mary, pero ésta ya se había ido, al igual que Wharton. El montaje era interminable, con el ritmo de un servicio religioso demasiado largo. No hacía falta ser un genio para conocer por anticipado los índices de audiencia del noticiario.

Por último apareció aquella imagen gratuita de Caroline Kennedy Schlossberg protegiendo a su hijo del teleobjetivo. Cuando esa imagen quedó fija, Patrick se preparó para decir sus palabras de cierre. Tendría tiempo para decir lo habitual: «Buenas noches, Doris. Buenas noches, mi pequeño Otto», o algo de duración equivalente.

Aunque Wallingford no tenía la sensación de ser infiel a la señora Clausen, puesto que no estaban comprometidos, de todos modos le parecía que actuar como si nada hubiera ocurrido sería en cierto modo una traición a la madre y al niño. Tras lo que había hecho la noche anterior con Mary, y pensando en la noche que le esperaba con Angie, no le parecía correcto pronunciar siquiera el nombre de la señora Clausen.

Y no sólo eso, sino que deseaba decir algo más. Cuando finalizó la emisión de las imágenes de archivo, miró fijamente a la cámara y dijo: «Ojalá éste sea el final del asunto». Era una palabra más corta, pero en la primera frase Patrick no hacía ninguna pausa ni en el punto y seguido, y mucho menos en las comas, por lo que la duración de ambas frases era casi idéntica; de hecho sólo tardaba tres segundos en decirlo en vez de cuatro. Patrick lo sabía porque lo había cronometrado.

Aunque la observación final de Wallingford no mejoró los índices de audiencia, gracias a ella hubo algunos elogios del noticiario vespertino en la prensa. Un comentario en The New York Times , que en realidad era una cáustica crítica de la cobertura que se había dado a la muerte de John F. Kennedy hijo, alababa a Patrick por lo que el articulista denominaba «tres segundos de integridad en una semana de sordidez». Wallingford, a su pesar, parecía más insustituible que nunca.

Naturalmente, cuando finalizó el telediario de la noche del viernes, Mary Shanahan había desaparecido, y también estaban ausentes Wharton y Sabina. No había duda de que tenían una reunión. Mientras desmaquillaban a Patrick, éste hizo una exhibición pública de su afecto físico hacia Angie, hasta tal punto que la peluquera abandonó la sala, disgustada. Wallingford buscó, además, el momento adecuado para marcharse con Angie: los dos salieron cuando un grupo de mujeres de la sala de redacción, un grupo pequeño pero muy comunicativo, susurraban junto a los ascensores.

¿Pero era pasar una noche con Angie lo que quería realmente? ¿Cómo podía considerarse una aventura sexual con la maquilladora veinteañera como un avance en el viaje hacia la mejora de sí mismo? ¿No eran aquéllas las maneras propias del Patrick Wallingford de siempre, que volvía a caer en sus viejas mañas? ¿Cuántas veces puede repetir un hombre su pasado sexual antes de que ese pasado se convierta en lo que él es?

No obstante, aunque no podía explicar la sensación, ni siquiera a sí mismo, Wallingford se sentía como un hombre nuevo, que estaba en el camino recto. Era un hombre con una misión, que seguía un trayecto laberíntico en dirección a Wisconsin, a pesar del desvío que ahora tomaba. ¿Y qué decir del desvío de la noche anterior? A pesar de todo, esos desvíos no eran más que preparativos para encontrarse con la señora Clausen y conquistar su corazón. Por lo menos Patrick trataba de convencerse a sí mismo de ello.

Llevó a Angie a un restaurante de la Tercera Avenida, a la altura de la calle Ochenta. Tras una cena con vino, fueron a pie hasta el piso de Wallingford, Angie un poco tambaleante. La excitada muchacha volvió a darle su goma de mascar. El viscoso intercambio siguió a un beso largo y profundo, sólo unos segundos después de que Patrick hubiera abierto y luego cerrado de nuevo con llave la puerta del piso.

El chicle era de un nuevo sabor, algo muy refrescante y plateado. Cuando Wallingford respiraba por la nariz, notaba un picor en las fosas nasales; cuando respiraba por la boca, notaba frío en la lengua. En cuanto Angie se excusó para ir al baño, Patrick escupió el chicle en la palma. La superficie brillante y con reflejos metálicos de la goma de mascar temblaba como un charquito de mercurio. La tiró y se lavó la mano en el fregadero de la cocina antes de que Angie saliera del baño, desnuda y envuelta en una toalla de baño, y se arrojara en sus brazos. Una chica atrevida, una ardua noche por delante… A Patrick no le sería fácil encontrar el tiempo necesario para hacer el equipaje antes de partir hacia Wisconsin.

Estaban, además, las llamadas telefónicas, que iban a escuchar a través del contestador automático durante toda la noche. Él se mostraba partidario de bajar el volumen, pero Angie insistió en controlar las llamadas. En primer lugar, había dado a varios miembros de su familia el número de Patrick por si se presentaba una emergencia. Pero la primera llamada fue de la nueva jefa de redacción de Patrick, Mary Shanahan.

Wallingford oyó el fondo cacofónico que creaban las mujeres de la sala de redacción, la ruidosa hilaridad de su celebración, que contrastaba con la voz de barítono del camarero al recitar «los cócteles especiales de esta noche», antes de que Mary pronunciara una sola palabra. La imaginó encorvada sobre el móvil, como si fuera a comérselo. Con una de sus manos de esbeltos dedos se cubriría un oído, mientras ahuecaría la otra sobre la boca. Un mechón de cabello rubio le caería sobre el rostro, tal vez ocultando los ojos de color zafiro. Por supuesto, las mujeres de la sala de redacción sabrían que le estaba llamando a él, tanto si ella se lo había dicho como si no.

– Lo que has hecho ha sido una jugada sucia, Pat -empezó a decir Mary a través del contestador.

– ¡Es la señorita Shanahan! -susurró Angie, presa de pánico, como si Mary pudiera oírla.

– Sí, lo es -le respondió Patrick, también en un susurro.

La maquilladora se contorsionaba encima de él, el rostro cubierto por la espléndida cabellera, de color negro azabache. Lo único que Wallingford podía verle era una de sus orejas, pero, a juzgar por el aroma, dedujo que su nuevo chicle era de frambuesa o de fresa.

– No me has dicho nada, ni siquiera «felicidades» -siguió diciendo Mary-. Mira, eso puedo soportarlo, pero no que te ligues a esa chica horrible. Supongo que quieres humillarme. ¿Se trata de eso, Pat?

– ¿Soy yo la chica horrible? -le preguntó Angie. Estaba empezando a jadear, y al mismo tiempo emitía una especie de gruñido bajo desde el fondo de la garganta, tal vez causado por la goma de mascar-. ¿Qué tiene contra mí la señorita Shanahan?

Hablaba como si se estuviera quedando sin aliento. ¿Algo parecido a lo que le ocurría a Crystal Pitney? Wallingford confió en que no fuese así.

– Anoche me acosté con Mary -le dijo Patrick-. Quizá la he dejado embarazada. Eso es lo que ella quería.

– Ah, eso lo explica más o menos -replicó la maquilladora.

– ¡Sé que estás ahí! -aulló Mary-. ¡Contéstame, idiota!

– Ostras… -empezó a decir Angie. Movía a Wallingford, al parecer empeñada en que se pusiera sobre ella, como si ya se hubiera cansado de estar encima.

– ¡Deberías estar haciendo las maletas para irte a Wisconsin! -gritó Mary-. ¡Deberías estar descansando para el viaje!

Una de las redactoras intentaba tranquilizarla. Se oía al camarero diciendo algo acerca de la temporada de trufas. Patrick reconoció la voz del camarero. Era un restaurante italiano en la calle Diecisiete Oeste.

– ¿Y qué pasa con Wisconsin? -gimió Mary-. Quería pasar el fin de semana en tu piso mientras estabas en Wisconsin, sólo para probar… -Los sollozos la interrumpieron.

– ¿Qué pasa con Wisconsin?-jadeó Angie.

– Me iré allá mañana a primera hora -se limitó a decir Wallingford.

Una voz diferente surgió del contestador automático; una de las redactoras había tomado el móvil de Mary después de que ésta se hubiera echado a llorar.

– Eres un desgraciado, Pat -le dijo la mujer.

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