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4. Un interludio japonés

Más adelante, Wallingford se preguntaría si sus relaciones con Asia estaban contaminadas por alguna maldición. Primero había perdido la mano en la India, y ahora… ¿qué decir de Japón?

El viaje a Tokyo había ido mal desde el principio, si tenemos en cuenta la nada juiciosa proposición que Patrick le hizo a Mary. El mismo Wallingford contaba ese episodio como el comienzo de la experiencia. Había tropezado con una joven recién casada y encinta, una joven cuyo apellido nunca podía recordar. Peor todavía, ella tenía un aspecto que le obsesionaba. Era algo más que una inequívoca belleza, aunque tampoco le faltaba hermosura. Su aspecto revelaba una capacidad de hacer daño superior al chismorreo, una ferocidad que no se podía refrenar fácilmente, un potencial de violencia todavía por definir.

Entonces, a bordo del avión rumbo a Tokyo, Patrick se debatió con el discurso que debía pronunciar. Allí estaba él, divorciado por una buena razón, sintiéndose como un depredador sexual frustrado a causa de la embarazada Mary… y tenía que hablar del «futuro de las mujeres», nada menos que en Japón, un país notorio por el rigor con que se obligaba a las mujeres a mantenerse en su sitio.

No sólo Wallingford era inexperto en la redacción de discursos, sino que no estaba acostumbrado a hablar sin leer el texto en el teleprompter , el apuntador electrónico. (Normal mente, otra persona había escrito el guión.) Pero tal vez si examinaba la lista de participantes en el congreso, todas ellas mujeres, podría encontrar algo halagador que decirles, y ese halago podría bastar para las observaciones iniciales.

Fue un duro golpe para él descubrir que no tenía un conocimiento directo de los logros de ninguna de las mujeres que participaban en aquel encuentro. Por desgracia, sólo sabía quién era una de las mujeres, y lo más halagador que se le ocurría decir era que le gustaría acostarse con ella, aunque sólo la había visto en la televisión.

A Patrick le gustaban las mujeres alemanas. No había más que ver su relación con aquella técnico de sonido que formaba parte del equipo de televisión en Gujarat, la rubia que se desvaneció en la carretilla de la carne, la emprendedora Monika con ka. Pero la alemana que participaba en el congreso de Tokyo era Bárbara, quien, al igual que Wallingford, se dedicaba al periodismo televisivo. A diferencia de él, tenía más éxito que fama.

Barbara Frei presentaba el informativo matinal de la ZDF. Su voz era resonante, de locutora profesional, su sonrisa cautelosa, y tenía los labios delgados. El cabello, de un rubio sucio, le llegaba a los hombros, y se lo colocaba diestramente detrás de las orejas. Tenía una cara bonita y lustrosa, de pómulos altos. En el mundo de Wallingford, era una cara hecha para la televisión.

Cuando aparecía en pantalla, Barbara Frei no llevaba más que trajes de corte bastante viril, de color negro o azul marino, y nunca usaba blusa ni camisa de ninguna clase bajo el ancho cuello de la chaqueta. Tenía unas espléndidas clavículas, y le gustaba exhibirlas, justificadamente, desde luego. Patrick había observado que prefería los pendientes pequeños, como cabezas de clavos de adorno, a menudo eran de esmeraldas o rubíes; él tenía un buen conocimiento de las joyas femeninas.

Pero si bien la perspectiva de encontrar a Barbara Frei en Tokyo despertaba en Wallingford una ambición sexual poco realista durante su estancia en Japón, ni ella ni cualquier otra de las participantes en el congreso podía ayudarle a redactar su discurso.

Había una directora de cine ruso, una mujer llamada Ludmilla Slovaboda. (Esta manera de escribir el apellido sólo se aproxima a la manera en que Patrick suponía que se pronunciaba. Llamémosla Ludmilla.) Wallingford no había visto ninguna de sus películas.

Había una novelista danesa, cuyo nombre era Bodille, Bodile o Bodil Jensen. Su nombre aparecía escrito de tres modos distintos en el material impreso que los organizadores japoneses del simposio enviaron a Patrick. Al margen de cuál fuese el nombre correcto, Wallingford suponía que se pronunciaba bode eel , con el acento en eel [4] , pero no estaba seguro.

Había una economista inglesa que respondía al anodino nombre de Jane Brown. Había una china experta en genética, una doctora coreana, especialista en enfermedades infecciosas, una bacterióloga holandesa y una mujer de Ghana cuyo campo de actividad se consideraba alternativamente como «administración de recursos alimenticios» o «ayuda para paliar el hambre en el mundo». Wallingford no podía tener ninguna esperanza de pronunciar sus nombres correctamente, y ni siquiera lo intentaría.

La lista de participantes era interminable, todas ellas profesionales de alto nivel, con la probable excepción de una autora norteamericana que se consideraba a sí misma feminista radical, de la que Wallingford nunca había oído hablar, y un número desproporcionado de participantes japoneses que parecían relacionados con el mundo del arte.

Patrick se sentía incómodo entre mujeres que se dedicaban a la poesía y la escultura. Probablemente no era correcto llamar poetisa a una poeta, y menos aún «escultorisa» a una escultora, pero así era como él las llamaba en su fuero interno. (A su modo de ver, la mayoría de los artistas son unos farsantes que venden como buhoneros algo irreal, inventado.)

¿Qué diría, pues, en su discurso de bienvenida? No carecía por completo de recursos, como ciudadano de Nueva York que era: En no pocas ocasiones había tenido que asistir a actos sociales vestido de etiqueta. Sabía que, en general, los maestros de ceremonias decían bobadas, y también él sabía decirlas. Por lo tanto, decidió que sus observaciones iniciales se ceñirían a la cháchara de buen tono, aderezada con un ameno desparpajo informativo, de un maestro de ceremonias: el humor insincero y humilde de quien parece a sus anchas riéndose de sí mismo. No podía estar más equivocado.

¿Qué tal este comienzo?: «Me siento inseguro al dirigirme a un público tan distinguido, dado que mi principal y, en comparación, insignificante logro ha sido el de alimentar ilegalmente con mi mano izquierda a un león, en la India, hace cinco años».

Sin duda, así rompería el hielo. Era el comienzo que ya había utilizado en su último discurso, que no fue realmente tal, sino un brindis durante una cena ofrecida a los atletas olímpicos en el Athletic Club de Nueva York. Las mujeres reunidas en Tokyo iban a revelarse como un público mucho más difícil.

Que la línea aérea extraviara el equipaje facturado por Wallingford, una de esas maletas especiales para trajes, demasiado llena, pareció establecer el tono.

– Su equipaje va camino de las Filipinas -le dijo el empleado de la compañía aérea que había extraviado su maleta-. ¡Mañana estará de vuelta!

– ¿Acaban de extraviarlo y ya sabe usted que mi equipaje está camino de las Filipinas?

– Es un maleficio, señor -respondió el empleado, o eso creyó haber oído Patrick.

En realidad había dicho: «Se lo garantizo, señor», pero Wallingford le había oído mal. (Patrick tenía la costumbre infantil y ofensiva de burlarse de los acentos extranjeros, casi tan antipática como su tendencia compulsiva a reírse cuando alguien tropezaba o se caía.) A fin de aclarar las cosas, el empleado de la compañía aérea añadió:

– El equipaje perdido de ese vuelo desde Nueva York siempre va a las Filipinas.

– ¿Siempre? -le preguntó Wallingford.

– Y siempre, invariablemente, regresa al día siguiente -replicó el empleado.

Siguió el vuelo en helicóptero desde el aeropuerto hasta el tejado del hotel en Tokyo. Los organizadores del congreso habían contratado aquel medio de transporte.

– Ah, Tokyo en el crepúsculo… ¿hay algo comparable? -comentó una mujer de aspecto severo sentada al lado de Patrick en el helicóptero.

A bordo del avión, Patrick no se había fijado en ella, probablemente porque la mujer había llevado unas gafas de carey que no le favorecían, y él apenas le había dirigido una mirada al pasar. Claro, era la autora norteamericana que se consideraba a sí misma una feminista radical…

– Supongo que lo dice usted en broma le dijo Patrick.

– Siempre hablo en broma, señor Wallingford -replicó la mujer, y se presentó al tiempo que le daba un breve y firme apretón de manos-. Soy Evelyn Arbuthnot. Le he reconocido por su mano… la otra.

– ¿También le han enviado su equipaje a las Filipinas? -preguntó Patrick a la señora Arbuthnot.

– Ya ve cómo viajo, señor Wallingford. Lo llevo todo encima. Las compañías aéreas no pierden mi equipaje.

Tal vez había subestimado las capacidades de Evelyn Arbuthnot; tal vez debería buscar, e incluso leer, alguno de sus libros.

Pero por debajo de ellos se extendía Tokyo. Él veía helipuertos en los tejados de muchos hoteles y edificios de oficinas, y otros helicópteros que se cernían en el aire para posarse. Era como si hubiera una invasión militar de la enorme y brumosa ciudad que, en el crepúsculo, aparecía teñida con un surtido de colores improbables, desde el rosa al rojo como la sangre, mientras se desvanecían los últimos resplandores de la puesta de sol. A Wallingford las plataformas de aterrizaje en los tejados le parecían dianas. Intentó adivinar a cuál de ellas apuntaba su helicóptero.

– Japón -dijo Evelyn Arbuthnot en un tono de desánimo

– ¿No le gusta a usted Japón? -le preguntó Patrick.

– Gustar, lo que se dice gustar, no me gusta ninguna parte -respondió ella-, pero aquí la situación de las mujeres bajo el dominio de los hombres es especialmente opresiva.

– Ah -se limitó a decir Patrick.

– Nunca había estado aquí, ¿verdad? -inquirió la mujer, y mientras él aún sacudía la cabeza, añadió-: No debería haber venido, hombre de los desastres.

– ¿Y usted por qué ha venido? -quiso saber Wallingford.

Aquella mujer le iba cayendo mejor a cada palabra negativa que decía. A Patrick empezó a gustarle su cara, que era cuadrada, con la frente alta y la mandíbula ancha, y el cabello corto y gris que parecía un práctico casco. Su cuerpo era más bien rechoncho y de aspecto robusto, aunque no se le veía nada; llevaba unos tejanos negros y una camisa masculina de dril, que parecía suavizada por innumerables lavados. A juzgar por lo que Wallingford podía ver, que no era mucho, tenía los senos pequeños y no se molestaba en usar sujetador. Calzaba unas zapatillas de marcha apropiadas para viajar, aunque sucias, y apoyaba los pies en una bolsa de gimnasia de gran tamaño que sólo cabía parcialmente bajo el asiento. La bolsa tenía una correa para colgarla de los hombros y parecía pesada.

[4] El autor juega con la expresión «bode ill» que, aplicada a una cosa determinada significa que es mala señal o de mal agüero. (N. del T.)


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