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7. La punzada

Como el doctor Zajac había explicado en su primera conferencia de prensa tras la operación quirúrgica que se prolongó durante quince horas, el paciente corría peligro. Patrick Wallingford estaba amodorrado pero en situación estable tras despertar de la anestesia general. Por supuesto, el paciente estaba tomando «una combinación de fármacos innmnosupresores», pero Zajac descuidó decir su número y durante cuánto tiempo los tomaría. (Tampoco mencionó los esteroides.)

En el mismo momento en que la atención de todo el país se centraba en él, el cirujano especializado en las manos reveló un mal genio considerable. Según uno de sus colegas (el imbécil de Mengerink, aquel cretino cornudo), Zajac también tenía «los ojos pequeños y brillantes del proverbial científico loco». Antes de la histórica intervención quirúrgica, chapoteando en el lodo grisáceo a lo largo de la orilla del río Charles, cuando la oscuridad estaba a punto de ceder su sitio al amanecer, el doctor Zajac se había dedicado a correr. Le consternó que una mujer joven le adelantara en la bruma espectral, como si él hubiera estado inmóvil. Sus prietas nalgas enfundadas en unas mallas flexibles se alejaron resueltamente de Zajac, apretadas y liberadas como los dedos de una mano al cerrarse en un puño, relajadas y de nuevo formando un puño. ¡Y qué puño!

Aquella mujer era Irma. Sólo unas horas antes de que fijara la mano y la muñeca de Otto Clausen al muñón del antebrazo izquierdo de Patrick Wallingford, el doctor Zajac sintió una opresión en el pecho; sus pulmones parecieron dejar de expandirse y notó un calambre abdominal tan paralizante para su avance como si le hubiera atropellado… un camión para el reparto de cerveza, por ejemplo. Cuando Irma regresó corriendo hacia él, Zajac se hallaba doblado en el lodo.

Estaba mudo de dolor, gratitud, vergüenza, adoración, lujuria… lo que se quiera. Irma le acompañó de regreso a la calle Brattle como si él fuese un chiquillo que se hubiera fugado de casa.

– Está deshidratado y tiene que reabastecerse de fluidos -le reconvino ella.

Irma leía libros sobre deshidratación y los diversos «muros» con los que, al parecer, los corredores serios «topan», de modo que deben entrenarse para «correr a través de ellos». Según el vocabulario de los deportes extremos, Irma era una «superdesarrollada»; los adjetivos del vigor maniaco ante las agotadoras pruebas de resistencia se habían convertido en sus principales adjetivos. («Protuberante», por ejemplo.) Irma no estaba menos empapada en la teoría de la nutrición especial para corredores, desde la convencional ingestión de hidratos de carbono a las lavativas de ginseng, desde el té verde y los plátanos antes de comer hasta los batidos de arándano después.

– Voy a hacerle una tortilla sólo de claras en cuanto lleguemos a casa -le dijo al doctor Zajac, quien tenía las piernas muy doloridas y cojeaba a su lado como un caballo de carreras lisiado. Eso no le prestaba ningún nuevo atractivo a su aspecto, al que uno de sus colegas ya había comparado con el de un perro salvaje.

El día más importante de su carrera el doctor Zajac se había enamorado sin remedio de su empleada doméstica-asistenta, convertida ahora en entrenadora personal. Pero no podía decírselo, pues era incapaz de hablar. Mientras boqueaba para aspirar aire, con la esperanza de acallar el dolor que irradiaba en su plexo solar, reparó en que Irma le sujetaba la mano, se la asía con fuerza. La joven tenía las uñas más cortas que la mayoría de los hombres, pero no se las mordía. Las manos de una mujer le importaban mucho al doctor Zajac. Poner por orden de importancia ascendente cómo se había colado por Irma puede parecer basto, pero helo aquí: sus gemelos, sus nalgas, sus manos.

– Has conseguido que Rudy coma más verdura -fue todo lo que el cirujano pudo decir, entre boqueadas.

– Gracias a la crema de cacahuete -replicó Irma.

Cargó fácilmente con la mitad de su peso. Tenía la sensación de que podría haberle llevado a casa en brazos, tan alborozada estaba. Él le dijo unas galanterías y la joven supo que por fin se había fijado en ella. Como si fuese por primera vez, Zajac veía realmente quién era.

– El próximo fin de semana Rudy estará conmigo -le informó Zajac, casi atragantándose-. ¿No podrías quedarte? Me gustaría que le conocieras.

Esta invitación le pareció a Irma tan concluyente como la mano de Zajac en su pecho, algo que hasta entonces sólo había imaginado. De repente se tambaleó, aunque aún cargaba sólo con la mitad del peso de Zajac. La impredecible oportunidad de su triunfo le hacía sentirse débil.

– Me gustan unas virutas de zanahoria y un poco de tofu en la tortilla de claras, ¿y a usted? -le preguntó cuando se aproximaban a la casa de la calle Brattle.

Allí estaba Medea , defecando en el jardín. Al verlos, la cobarde perra echó un vistazo furtivo a sus deyecciones, y entonces se alejó corriendo, como si dijera: «¿Quién puede estar cerca de eso? ¡Yo no!».

– Esta perra es muy boba -observó Irma flemáticamente-. Pero en cierto modo le tengo cariño -añadió.

– ¡Yo también! -replicó Zajac con la voz quebrada y el corazón anhelante. Lo de «en cierto modo» estimulaba todavía más sus sentimientos hacia Irma. Él sentía exactamente lo mismo por la perra.

El cirujano estaba demasiado excitado para comerse la tortilla de claras de huevo con virutas de zanahoria y tofu, aunque lo intentó. Tampoco pudo terminarse al batido que le preparó Irma, de zumo de arándano, puré de plátano, yogur congelado, polvo proteínico y algo granuloso, tal vez una pera. Arrojó la mitad a la taza del lavabo, junto con la tortilla que no se había comido, antes de ducharse.

En la ducha Zajac reparó en su erección, sin duda motivada por Irma, aunque no había existido ningún contacto físico entre ellos, aparte de la ayuda que la joven le había prestado para regresar a casa. Al cirujano le aguardaba una intervención de quince horas. No había tiempo para el sexo.

En la conferencia de prensa posterior a la operación, incluso sus colegas más envidiosos, los que querían en su fuero interno que fracasara, se sintieron decepcionados con él. Sus observaciones fueron demasiado cáusticas, y de ellas se desprendía que la cirugía del trasplante de manos sería algún día tan sencilla como una amigdalectomía. Los periodistas, aburridos, estaban ansiosos por escuchar al experto en ética médica, a quien todos los cirujanos de Schatzman, Gingeleskie, Mengerink y Asociados despreciaban. Y antes de que el experto en ética médica hubiera podido terminar, la atención de los medios de comunicación se centró, implacable, en la señora Clausen. ¿Quién podía culparlos? Aquella mujer era el epítome del interés humano.

Alguien le había procurado unas prendas limpias y más femeninas, sin el logotipo de Green Bay. Se lavó la cabeza y se pintó un poco los labios. Bajo los focos de la televisión parecía particularmente menuda y recatada, y no había permitido que la chica de maquillaje le disimulara los semicírculos bajo los ojos. Era como si supiera que lo huidizo de su belleza era también lo único permanente. Cierto deterioro era una característica de sus hermosas facciones.

– Si la mano de Otto sobrevive -dijo la señora Clausen, en voz baja pero extrañamente cautivadora, como si la mano de su difunto marido y no Patrick Wallingford fuese el paciente principal- creo que algún día me sentiré un poco mejor. Ya me comprenderán ustedes, tener la seguridad de que algo de él está a la vista… será como si le viera a él… podré tocarle…

Se interrumpió. Ya había arrebatado el protagonismo al doctor Zajac y el experto en ética médica, y no había terminado. Por el contrario, acababa de empezar.

Los periodistas se apiñaron a su alrededor. La tristeza de la señora Clausen se derramaba en los hogares, las habitaciones de hotel y los bares de aeropuerto del mundo entero. No parecía oír las preguntas que le hacían los reporteros. Más adelante, el doctor Zajac y Patrick Wallingford comprenderían que la señora Clausen había seguido su propio guión… y sin necesidad del apuntador electrónico.

– Ojalá supiera… -siguió diciendo, y se interrumpió de nuevo. Sin duda la pausa era deliberada.

– Ojalá supiera… ¿qué? -gritó uno de los periodistas.

– Si estoy embarazada -respondió la señora Clausen. Incluso el doctor Zajac retuvo el aliento, a la espera de las palabras siguientes-: Otto y yo estábamos tratando de tener un hijo. Así que tal vez esté embarazada, o tal vez no. No lo sé.

Todos los hombres presentes en la conferencia de prensa, incluido el experto en ética médica, debían de estar empalmados. (Sólo a Zajac le confundía el origen de su erección, y creía que era la influencia persistente de Irma.) Todos los hombres en los mencionados hogares, habitaciones de hotel y bares de aeropuerto del mundo entero experimentaban los efectos del incitante tono de voz de Doris Clausen. Con tanta seguridad como que al agua le gusta lamer un embarcadero, con tanta seguridad como que a las ramas de los pinos les brotan nuevas agujas en los extremos, la voz de la señora Clausen provocaba en aquel momento una erección a todo varón heterosexual pasmado por la noticia.

Al día siguiente, mientras Patrick Wallingford yacía en su cama de hospital al lado del enorme y extraño vendaje, que era casi todo lo que podía ver de su nueva mano, observaba a la señora Clausen en la pantalla del televisor, en un programa del mismo canal de noticias que le empleaba, mientras la señora Clausen en carne y hueso se sentaba al lado de la cama, en una actitud posesiva.

Doris tenía los ojos fijos en lo que podía ver de los dedos índice, corazón y anular de Otto (sólo las puntas), junto con la punta del pulgar. El meñique de la nueva mano izquierda de Patrick estaba oculto entre toda aquella gasa. Bajo el vendaje había una abrazadera que inmovilizaba la nueva muñeca de Wallingford. El vendaje era tan voluminoso que no se veía el lugar donde empalmaban la mano y la muñeca de Otto y parte del antebrazo de Patrick.

La cobertura informativa del trasplante de la mano en la cadena de noticias, que se repetía a cada hora, empezaba con una versión resumida del episodio del león en Junagadh. Las imágenes del león arrancando la mano y comiéndosela sólo duraban unos quince segundos en aquella versión, lo cual debería haber advertido a Wallingford de que también le asignarían un papel menor en las siguientes imágenes.

Había tenido la necia esperanza de que la intervención quirúrgica fuese tan fascinante para los telespectadores, que no tardaran en llamarle «el hombre del trasplante» o «el de la mano trasplantada», y que estas versiones de sí mismo revisadas o enmendadas sustituyeran a «el hombre del león» o «el hombre de los desastres» como las nuevas pero duraderas etiquetas de su vida. En la pantalla se vieron unas espeluznantes acciones de naturaleza poco clara, pero quirúrgica, en el hospital de Boston, y una toma de la camilla de Patrick en el momento en que desaparecía al fondo de un corredor; la camilla y el paciente no tardaron en perderse de vista, porque estaban rodeados por diecisiete médicos, enfermeras y anestesistas de movimientos frenéticos: el equipo de Boston.

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