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11. Hacia el norte

Cuando el hidroavión se inclinó lateralmente, Doris Clausen cerró los ojos. Patrick Wallingford los tenía muy abiertos, pues no quería perderse el abrupto descenso al lago pequeño y oscuro. Ni aunque le hubieran prometido una nueva mano izquierda, y esta vez sin rechazo, Wallingford no habría parpadeado ni desviado la vista de los árboles de un verde oscuro que se deslizaban vertiginosamente por el costado y el horizonte súbitamente ladeado. La punta de un ala debía de estar dirigida hacia el lago; la ventanilla inclinada hacia abajo no revelaba más que el agua que se aproximaba con rapidez.

El ángulo era tan agudo que los pontones se estremecieron y el avión sufrió una sacudida tan violenta que la señora Clausen apretó a Otto contra su pecho. El movimiento sobresaltó al niño dormido, que empezó a llorar sólo unos segundos antes de que el piloto nivelara el aparato para amerizar, cosa que el pequeño hidroavión hizo con bastante brusquedad en la superficie del agua agitada por el viento. Los abetos se deslizaron a toda velocidad y los pinos blancos formaron una muralla verde, un borrón de jade donde había estado el cielo azul.

Doris recuperó por fin el aliento, pero Wallingford no había tenido miedo. Aunque hasta entonces nunca había estado en aquel lago del norte, ni tampoco había volado jamás en un hidroavión, el agua y la orilla circundante, así como todos los detalles del descenso y el amerizaje, le resultaban familiares, tanto como el sueño inducido por la cápsula azul. Los años transcurridos desde que perdiera la mano por primera vez le parecían ahora más breves que el sueño de una sola noche. No obstante, durante todos aquellos años había deseado sin cesar que el sueño proporcionado por el extraño analgésico se convirtiera en realidad. Por fin, al cabo de tanto tiempo, Patrick Wallingford no tenía ninguna duda de que había amerizado en el sueño de la cápsula azul.

Tomó por buena señal el que los innumerables miembros de la familia Clausen no hubieran ocupado en masa las diversas cabañas y construcciones anexas. ¿Se debería al respeto que sentían por la delicada situación de Doris (madre soltera y viuda con un posible pretendiente) el hecho de que la familia de Otto hubiera dejado libre durante el fin de semana la propiedad a orillas del lago? ¿Les habría solicitado la señora Clausen que tuvieran esa consideración? Y de ser así, ¿preveía ella que durante el fin de semana su relación podría adoptar un cariz romántico?

Si esto último era cierto, Doris no daba ninguna indicación de que así fuese. Tenía una lista de cosas que hacer, y las abordó con sentido práctico. Wallingford la observó mientras ella encendía las luces piloto de las calderas de propano, los refrigeradores accionados con gas y la estufa. Él llevaba al niño en brazos.

Patrick sostenía al pequeño Otto en el brazo sin mano, porque de vez en cuando debía alumbrar a la señora Clausen con la linterna. La llave de la cabaña principal pendía de un clavo en una viga, bajo la terraza, mientras que la llave de las habitaciones terminadas por encima del cobertizo para los botes pendía de otro clavo en una tabla, bajo el gran embarcadero.

No fue necesario abrir todas las cabañas y edificios anexos, puesto que no iban a usarlos. El cobertizo más pequeño, utilizado ahora para guardar herramientas, había sido un retrete antes de que existiera una instalación sanitaria, antes de que pudieran extraer agua del lago por medio de una bomba. La señora Clausen cebó con pericia la bomba y tiró del cordón que ponía en marcha el motor de gasolina que la accionaba. Doris pidió a Patrick que retirase un ratón muerto. Sostuvo a Otto en brazos mientras Wallingford extraía el roedor de la trampa y lo enterraba someramente cubriéndolo de hojas y pinaza. La trampa estaba en un armario de la cocina, y la señora Clausen descubrió al ratón muerto cuando colocaba los alimentos.

A Doris no le gustaban los ratones, porque eran sucios. Le repugnaban los excrementos que dejaban en lugares sorpresa», como ella los llamaba, de la cocina. También le pidió a Patrick que se ocupara de los excrementos ratoniles. Y todavía más que sus heces, le desagradaba la precipitación con que los ratones se movían. (Wallingford se sintió preocupado, pensando que quizá debería haberse traído La telaraña de Charlotte en vez de Stuart Little .)

Por culpa de los ratones, era preciso transferir a recipientes metálicos toda la comida empaquetada en bolsas de papel o plástico, o en cajas de cartón, y durante el invierno ni siquiera las conservas enlatadas podían dejarse sin protección. Un invierno, algún animal royó las latas, probablemente una rata, aunque también podría haber sido un visón o una comadreja. En otra ocasión, también un invierno, un animal que casi con toda seguridad era un glotón, entró en la cabaña principal e hizo su madriguera en la cocina. El estropicio que dejó allí fue terrible.

Patrick entendía que todo eso formaba parte de la leyenda del lugar, relatos apropiados para contarlos en el campamento de verano. Imaginaba con facilidad la vida que se llevaba allí, incluso sin la presencia de los demás miembros de la familia Clausen. En la cabaña principal, donde estaban la cocina y el comedor, así como el baño más grande, vio los estantes con pilas de tableros de juego y rompecabezas. No había libros dignos de mención, salvo un diccionario (sin duda para zanjar las discusiones durante las partidas del Scrabble) y las habituales guías de flora y fauna que identificaban serpientes y anfibios, insectos y arañas, flores silvestres, mamíferos y aves.

También en la cabina principal estaban los fantasmas que habían pasado por allí o que todavía visitaban el lugar, en la forma de toscas instantáneas con los bordes curvados. Algunas de las fotos estaban muy desvaídas debido a la larga exposición al sol; otras tenían manchas de herrumbre a causa de las viejas chinchetas que las fijaban a las paredes de pino sin desbastar.

Y había otros recuerdos que evocaban fantasmas. Las cabezas disecadas de ciervo, o sólo las astas; un cráneo de grajo que revelaba el orificio perfecto causado por un proyectil del calibre 22; varios peces sin nada que los distinguiera, montados por un aficionado en placas de pino laqueado. (Los peces también parecían haber sido toscamente barnizados.)

Lo más sobresaliente era una sola garra de una gran ave de presa. La señora Clausen le dijo a Wallingford que era una garra de águila. No se trataba de un trofeo sino de un recordatorio de algo vergonzoso, exhibido en un joyero como una advertencia a otros miembros de la familia Clausen. Disparar contra un águila era una atrocidad, pero uno de los Clausen menos disciplinados lo hizo cierta vez, una hazaña que le valió un severo castigo. Entonces era un muchacho, y lo dejaron «varado», como dijo Doris, lo cual significaba que no le permitieron participar en dos temporadas de caza seguidas. Por si la lección no bastara, la garra del águila abatida seguía siendo una prueba contra el infractor.

– Donny -dijo Doris, sacudiendo la cabeza mientras pronunciaba el nombre del asesino de águilas.

Fijada con un imperdible al forro de felpa del joyero, había una foto de Donny; un joven con aspecto de enajenado. Ahora era un hombre adulto y con hijos propios. Cuando sus hijos veían la garra, probablemente se avergonzaban nuevamente de su padre.

Tal como la señora Clausen relataba lo sucedido, hacía reflexionar, y lo contaba como se lo habían contado a ella, como un ejemplo para prevenir conductas indeseables, como una advertencia moral. ¡No disparéis a las águilas!

– Donny siempre ha sido bastante salvaje -le informó la señora Clausen.

Wallingford los imaginaba relacionándose entre ellos, los fantasmas de las fotografías, los pescadores que habían capturado a los peces barnizados, los cazadores que habían abatido al ciervo, al grajo y al águila. Imaginaba a los hombres alrededor de la barbacoa, cubierta con una tela impermeable en la terraza, bajo el alero del tejado.

Había un frigorífico en el interior de la vivienda y otro al aire libre. Patrick supuso que estaban llenos de cerveza. Más tarde la señora Clausen corrigió esa impresión: el frigorífico exterior contenía únicamente cerveza, y no se permitía poner nada más en él.

Mientras los hombres vigilaban la barbacoa y tomaban cerveza, las mujeres alimentaban a los niños, en la mesa campestre de la terraza, cuando hacía buen tiempo, o en la larga mesa del comedor si las condiciones atmosféricas eran adversas. Las limitaciones de espacio de la vivienda le hacían pensar a Wallingford que niños y adultos comían por separado. La pregunta de Patrick hizo reír primero a la señora Clausen, y entonces le confirmó que era tal como él había supuesto.

Había una hilera de fotografías de mujeres en bata, tendidas en camas de hospital, con sus hijos recién nacidos al lado. La foto de Doris no figuraba entre ellas, y a Wallingford le extrañó no verla allí con el pequeño Otto. (Otto padre no había estado presente para hacerles la foto.) Había hombres y muchachos de uniforme, toda clase de uniformes, militares y atléticos, así como mujeres y muchachas con vestidos formales y trajes de baño, la mayoría de ellas en el acto de protestar al ver que les hacían la foto.

Toda una pared estaba dedicada a las fotos de perros: nadaban, corrían en pos de palos y hasta había algunos vestidos con prendas infantiles, lo cual les daba un aspecto triste. Y en uno de los dormitorios, sobre el estante que formaba la base de un hueco rectangular practicado en la pared, insertas por los bordes en el marco de un espejo picado, había fotos de los mayores, probablemente ya fallecidos, una anciana en silla de ruedas con un gato en el regazo y un anciano sin remo en la proa de una canoa. El viejo tenía el cabello largo y blanco, y se envolvía en una manta como un indio. Parecía esperar a que alguien provisto de remo se sentara en la proa y se lo llevara de allí.

En el pasillo, frente a la puerta del baño, había una serie de fotografías que formaban una cruz: el santuario de un joven Clausen al que declararon desaparecido en combate en Vietnam. En el mismo baño había otro santuario, éste dedicado a los días de gloria de los Packers de Green Bay, una santificada colección de viejas fotos de revista que representaban a «los invencibles».

A Wallingford le resultó muy difícil identificar a aquellos héroes, pues las páginas arrancadas de revistas estaban arrugadas, tenían manchas de humedad y sus pies apenas eran legibles. Con no poco esfuerzo, Wallingford leyó: VESTUARIO DE MILWAUKEE, TRAS REMACHAR EL SEGUNDO CAMPEONATO DE LA DIVISIÓN OESTE, DICIEMBRE DE 1961. Allí estaban Bart Starr, Paul Hornung y el entrenador Lombardi, éste con una botella de Pepsi en la mano. A Jim Taylor le sangraba una herida que tenía en el puente de la nariz. Wallingford no los reconoció, pero podía identificarse con Taylor, a quien le faltaban varios dientes delanteros.

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