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A él no le sorprendió que su piso le gustara a Mary más que el suyo propio.

– ¿Todo esto para ti solo? -le preguntó.

– No tiene más que un dormitorio, como el tuyo -protestó Wallingford.

Pero si bien esto era estrictamente cierto, el piso de Patrick en una de las calles Ochenta Este tenía una cocina lo bastante grande para contener una mesa, y la sala de estar se podía utilizar como comedor, si alguna vez lo necesitaba. Lo mejor de todo, desde el punto de vista de Mary, era el amplio espacio del dormitorio en forma de ele. La cuna y los objetos propios de una criatura cabrían en el tramo corto de la ele.

– El bebé podría estar ahí -dijo Mary, indicando el rincón desde la posición ventajosa de la cama-, y yo aún tendría un poco de intimidad.

– Te gustaría cambiar tu apartamento por el mío… ¿no es cierto, Mary?

– Bueno… si vas a estar casi siempre en Wisconsin. Vamos, Pat, parece que todos necesitáis una vivienda de paso en Nueva York. ¡Mi piso sería perfecto para ti!

Estaban desnudos, pero Wallingford apoyó la cabeza en el estómago liso y un tanto andrógino de Mary con más resignación que entusiasmo sexual. Había perdido las ganas de «joder un poco más», como ella le había dicho tan cautivadoramente en la cafetería. Patrick procuraba no imaginarse en su ruidoso apartamento de la calle Cincuenta y tantos Este. Detestaba la parte media de la ciudad, donde siempre había tanto estrépito. En comparación, las calles Ochenta parecían un barrio residencial.

– Te acostumbrarás al ruido -le dijo Mary mientras le restregaba lentamente el cuello y los hombros.

Era una chica lista, y por lo tanto capaz de leerle a Patrick el pensamiento. Él le rodeó las caderas con los brazos y la besó en el vientre pequeño y suave, tratando de imaginar los cambios que sufriría aquel cuerpo al cabo de seis, siete y ocho meses.

– He de admitir que tu piso sería mejor para el pequeño -comentó ella, y le dio un lametón en el interior de la oreja.

Patrick era incapaz de efectuar maquinaciones a largo plazo, y sólo podía admirar a Mary por todo cuanto había subestimado en ella. Era posible que pudiera aprender de aquella mujer, y tal vez entonces conseguiría lo que deseaba, la vida imaginada con la señora Clausen y el pequeño Otto. ¿O no era realmente eso lo que deseaba? De repente sintió que le abandonaba la confianza en sí mismo. ¿Y si lo que deseaba de veras era alejarse tanto del mundo televisivo como de Nueva York?

– Pobre pene -decía Mary, en tono consolador. Aunque lo estaba acariciando, el miembro no reaccionaba-. Debe de estar cansado -siguió diciendo-. Quizá deba descansar, probablemente debe reservarse para su actuación en Wisconsin.

– Esperemos que en Wisconsin actúe como es debido, Mary. Eso sería lo mejor para nuestros planes.

Ella le besó el miembro ligeramente, casi con indiferencia, a la manera en que tantas neoyorquinas podrían besar la mejilla de un simple conocido o un amigo no demasiado íntimo.

– Eres un chico listo, Pat. Y también eres esencialmente una buena persona, digan lo que digan los demás.

– Parece ser que lo único bueno que ven en mí son mis genes -se limitó a decir Wallingford.

Trató de imaginar lo que diría el apuntador electrónico durante la emisión del viernes, previendo que Fred ya podría haber aportado su colaboración. Entonces procuró imaginar lo que Mary aportaría también al guión, porque lo que Patrick Wallingford decía ante la cámara había sido escrito por muchas manos invisibles, y ahora se daba cuenta de que Mary siempre había sido una parte de aquel todo.

Cuando resultó evidente que Wallingford no estaba en condiciones de hacer nuevamente el amor, Mary le sugirió que llegasen un poco antes al edificio de la televisión.

– Sé que te gustaría tener un conocimiento previo de lo que va a aparecer en el apuntador electrónico.

Así fue como lo expresó, y luego, cuando ya estaban en el taxi y se dirigían al centro de la ciudad, añadió que ella tenía algunas ideas que aportar. La oportunidad con que sacaba a relucir el tema era casi mágica. Le habló de «cierre», de «rematar el asunto Kennedy». El se dio cuenta de que Mary ya había escrito el guión.

Casi como una ocurrencia de última hora, cuando ya habían pasado por el control de seguridad y subían en el ascensor a la sala de redacción, Mary le tocó el antebrazo izquierdo, un poco por encima del borde del muñón, de aquella manera solidaria a la que tantas mujeres parecían proclives.

– Si yo estuviera en tu lugar, Pat, no me preocuparía por Fred, no pensaría para nada en él.

Al principio, Wallingford creyó que las mujeres de la sala de redacción estaban en ascuas porque Mary y él habían entrado juntos. Sin duda, por lo menos una de ellas los había visto salir juntos la noche anterior, y ahora todas estaban enteradas. Pero el motivo de la animada cháchara de las mujeres era otro: habían despedido a Fred. A Wallingford no le sorprendió ver que la noticia no impresionaba a Mary. (Con una leve sonrisa, desapareció en el lavabo de señoras.)

Lo que sí le sorprendió fue que le saludara un solo productor y un director ejecutivo. Este era un joven carirredondo llamado Wharton que siempre daba la sensación de estar reprimiendo el vómito. ¿Acaso era Wharton más importante de lo que Wallingford había creído? ¿También había subestimado a aquel hombre? De repente, la inocuidad de Wharton le parecía a Patrick potencialmente peligrosa. El aspecto inexpresivo, insípido del joven podría haber ocultado una autoridad latente para despedir a la gente… incluso a Fred, incluso a Patrick Wallingford. Pero la única referencia de Wharton a la pequeña rebelión de Wallingford en el noticiario nocturno del viernes y al posterior despido de Fred fue pronunciar (dos veces) la palabra «desafortunado». Entonces dejó a Patrick en compañía de la productora.

Patrick no estaba seguro de lo que significaba aquello. ¿Por qué sólo habían enviado a una productora para que hablara con él? En cualquier caso, era predecible quién iba a ser la persona enviada. Ya habían requerido con anterioridad sus servicios, cuando les pareció que Wallingford necesitaba una charla estimulante o alguna otra clase de instrucción.

Se llamaba Sabina, y había conseguido promocionarse gracias a sus esfuerzos. Años atrás formaba parte del equipo de periodistas en la sala de redacción. Patrick se había acostado con ella, pero una sola vez, cuando era mucho más joven y aún estaba casada con su primer marido.

– Supongo que hay un sustituto provisional de Fred, ¿no? -especuló Wallingford-. Un nuevo director de pista, por así decirlo…

– Yo, en tu lugar, no diría que se trata de una sustitución provisional le previno Sabina. (Él observó que, al igual que Mary, aquella mujer tendía a decir «yo, en tu lugar»)-. Yo diría que ese nombramiento se ha estado preparando durante mucho tiempo y que no tiene nada de «provisional».

– ¿Eres tú, Sabina? -le preguntó Wallingford, aunque en realidad estaba pensando en la posibilidad de que fuese Wharton.

– No, es Shanahan -respondió Sabina, con un deje muy tenue de amargura en la voz.

– ¿Shanahan? -repitió Patrick. Ese apellido no le decía nada.

– Mary, para ti -dijo Sabina.

¡De modo que se llamaba así! Ni siquiera lo recordaba ahora. ¡Mary Shanahan! Debería haberlo sospechado.

– Buena suerte, Pat -le deseó Sabina-. Nos veremos en la reunión preparatoria del guión.

La mujer le dejó a solas con sus pensamientos, pero Patrick no estuvo solo mucho tiempo.

Cuando llegó a la sala de redacción, las periodistas ya estaban reunidas, vivaces e inquietas como perras nerviosas. Una de ellas deslizó un informe sobre la mesa, en dirección a Patrick. A primera vista le pareció un comunicado de prensa sobre la noticia que él ya conocía, pero no tardó en ver que, además de sus tareas como nueva jefa de redacción, habían nombrado a Mary Shanahan productora del programa. Ése debía de ser el motivo por el que Sabina tuvo tan poco que decir en la reunión anterior. También ella era productora, sólo que ahora no parecía ser una productora tan importante como lo había sido antes de que nombraran a Mary.

En cuanto a Wharton, el director mofletudo, nunca abría la boca en las reuniones para la preparación de los guiones. Era uno de esos hombres que hacen todas sus observaciones des de la ventaja que ofrece la comprensión a posteriori. Siempre efectuaba sus comentarios después de los hechos consumados. Sólo asistía a las reuniones para saber quién era responsable de lo que Patrick Wallingford decía ante la cámara, lo cual imposibilitaba saber hasta qué punto Wharton era importante.

En primer lugar revisaron las imágenes de archivo seleccionadas. No había una sola imagen que no estuviera ya bien grabada en la conciencia del público. La toma más desvergonzada, con la que finalizaba el montaje en una foto fija, era una imagen de Caroline Kennedy Schlossberg tomada clandestinamente. No era del todo nítida, pero parecía haberse tomado en el momento en que Caroline trataba de impedir que filmaran a su hijo. El chico encestaba pelotas, tal vez en el sendero de acceso de la casa de verano que los Schlossberg tenían en Sagaponack. El cámara había usado un teleobjetivo, como lo evidenciaban las ramas desenfocadas (probablemente ligustro) en primer plano del cuadro. (Alguien debía de haber introducido una cámara a través del seto.) El niño hacía caso omiso de la cámara, o al menos lo fingía.

Habían captado a Caroline Kennedy Schlossberg de perfil. Aún tenía un aspecto elegante y digno, pero el insomnio, o quizá la tragedia, le habían demacrado más el rostro. (Su aspecto refutaba la idea consoladora de que uno se acostumbra al sufrimiento.)

– ¿Por qué usamos esto? -preguntó Patrick-. ¿No nos da vergüenza o, por lo menos, no nos violenta un poco?

– Sólo hay que comentarlo un poco, Pat -respondió Mary Shanahan.

– A ver qué te parece esto, Mary. Podría decir: «Somos neoyorquinos y tenemos la buena reputación de ofrecer anonimato a los famosos. Sin embargo, últimamente no nos merecemos esa reputación». ¿Eh? ¿Qué tal si dijera esto?

Nadie le respondió. Los ojos azul claro de Mary centelleaban tanto como su sonrisa. Las mujeres de la sala de redacción no cabían en sí de la emoción. A Patrick no le habría extrañado que hubiesen empezado a morderse unas a otras.

– O quizá podría decir esto -prosiguió Wallingford-: «Según cuantos le conocían, John F. Kennedy hijo era un joven moderado y decente. Una moderación y decencia similares por nuestra parte sería estimulante».

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