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Patrick no pudo dormir. Tumbado, escuchaba el ruido del tráfico en la avenida Franklin Delano Roosevelt mientras repetía mentalmente lo que le diría a Doris Clausen. Quería casarse con ella, ser un padre verdadero para el pequeño Otto. Tenía intención de decirle que había prestado a «una amiga» el mismo servicio que le había «prestado» a ella. Sin embargo, obraría con tacto, diciéndole que no había gozado del acto de dejar preñada a Mary. Y si bien procuraría no ser un padre demasiado ausente para el hijo de Mary, le dejaría a ésta muy claro que quería vivir con la señora Clausen y el pequeño Otto. Desde luego, era absurdo pensar que semejante arreglo pudiera salir bien.

¿Cómo había imaginado que Doris podría considerar esa posibilidad? Pensar que ella y Otto abandonarían sus raíces en Wisconsin no era realista, y estaba claro que Wallingford no era un hombre capaz de mantener una relación a distancia (y probablemente ninguna clase de relación).

¿Debería decirle a la señora Clausen que estaba intentando conseguir el despido? No había ensayado esa parte, y tampoco lo intentaba con suficiente ahínco. A pesar de la débil amenaza de Fred, Patrick temía ser insustituible en la cadena de remedos de noticias.

Cierto que con respecto a su ligera rebelión del jueves, tendría que enfrentarse a uno o dos directores; algún director ejecutivo sin carácter le soltaría un sermón, insistiendo en que «las normas de conducta son aplicables a todo el mundo», o en «la falta de aprecio por el trabajo de equipo» por parte de Wallingford. Pero no le despedirían por desviarse del apuntador electrónico, no harían tal cosa mientras se mantuvieran los índices de audiencia.

En realidad, como Patrick había previsto correctamente, y de acuerdo con las cifras de audiencia minuto a minuto, después de sus observaciones el interés de los telespectadores no sólo había mejorado sino ascendido de una manera vertiginosa. Al igual que la muchacha del maquillaje, y pensar en ella le procuraba a Wallingford una turgencia inesperada en la cama de Mary, los telespectadores también creían que era «hora de seguir adelante». Los comentarios acerca de que tanto él como sus colegas periodistas deberían tener un poco de dignidad y «no insistir más en ello», habían tocado de inmediato una fibra sensible de la gente. Patrick no se había hecho acreedor al despido sino que, por el contrario, era más popular de lo que jamás había sido.

Por la mañana, cuando le llegó desde el East River el obsceno sonido de la sirena de un barco, que probablemente remolcaba un lanchón de basura, aún estaba con el pene erecto. Yacía boca arriba en el dormitorio, envuelto por una luminosidad rosada, el color del tejido cicatricial. La verga erecta mantenía levantada la ropa de cama. Nunca había comprendido cómo las mujeres percibían esas cosas. Notó que Mary desplazaba de la cama los cojines con los pies. Le asió las caderas mientras ella se le sentaba encima y oscilaba de atrás adelante. Mientras se movían, la luz del día inundó la habitación y la desagradable coloración rosada empezó a palidecer.

– Vas a ver tú lo que es el impulso de la testosterona… -le susurró Mary antes de que él se corriera.

No importaba que ella tuviera mal aliento, pues eran amigos. Sólo se trataba de sexo, tan sincero y familiar como un apretón de manos. Se había levantado una barrera que existía desde mucho tiempo atrás. El sexo había sido una carga, un obstáculo entre ellos. Ahora no era gran cosa.

Mary no tenía nada de comer en el piso. Nunca cocinaba, ni siquiera desayunaba allí. Comentó que, ahora que sería madre, iba a buscar un piso más grande.

– Sé que estoy embarazada -dijo alegremente-. Lo noto.

– Bueno, desde luego es posible -se limitó a decir Patrick.

Empezaron a arrojarse los cojines y se persiguieron desnudos por el pequeño apartamento, hasta que Wallingford se golpeó la espinilla contra la superficie de cristal de la mesita baja, en la absoluta confusión de la sala. Entonces se ducharon juntos. Patrick se quemó con el grifo del agua caliente mientras se enjabonaban mutuamente y se retorcían, un torso contra el otro.

Dieron un largo paseo hasta una cafetería que les gustaba a los dos, en la avenida Madison, a la altura de las calles Sesenta o Setenta. Debido a los ruidos que competían en la vía pública, tuvieron que gritarse a lo largo de todo el trayecto. Entraron en la cafetería todavía gritando, como si hubieran estado nadando y no supieran que tenían los oídos llenos de agua.

– Es una lástima que no nos queramos -le decía Mary, en voz demasiado alta-. Así no tendrías que ir a Wisconsin y partirte allí el alma, y yo no me vería obligada a tener tu hijo sola.

Los demás parroquianos parecían dudar de que esto fuese juicioso, pero Wallingford accedió neciamente y le dijo que tenía la intención de decírselo a Doris. Mary frunció el ceño. Le preocupaba la aparente insinceridad de Patrick en lo que respectaba al intento de perder su empleo. (En cuanto a lo que pensaba realmente de la otra parte, que él le hiciera un hijo poco antes de declarar su amor eterno por Doris Clausen, Mary no dijo nada.)

– Vamos a ver -le dijo ella-. ¿Cuándo finaliza el contrato, dentro de un año y medio? Si te despidieran ahora, procurarían darte la liquidación más baja posible. Probablemente tendrías que conformarte con el salario de un año. Si te vas a Wisconsin, es de suponer que tardarás más de un año en encontrar un nuevo empleo, quiero decir uno de tu gusto.

A Patrick le tocó ahora el turno de fruncir el ceño. Su contrato finalizaría, en efecto, al cabo de año y medio, pero ¿cómo lo había sabido ella?

– Además -siguió diciéndole Mary-. Serán reacios a despedirte mientras seas el presentador. Tienen que dar la impresión de que quien ocupa el puesto de presentador es una persona en cuya valía están todos de acuerdo.

Sólo entonces cayó Wallingford en la cuenta de que Mary podría estar interesada en el puesto de presentadora. La había subestimado. Las mujeres de la sala de redacción no eran unas estúpidas, y Patrick había notado en ellas cierta inquina hacia Mary. Había pensado que eso se debía a que era la más joven, la más bonita, la más lista y presuntamente la más simpática. No había tenido en cuenta la posibilidad de que fuese también la más ambiciosa.

– Comprendo -dijo él, aunque no acababa de comprenderlo-. Continúa.

– Verás, yo en tu lugar pediría un nuevo contrato, por tres años… no, que sean cinco. Pero diles que no quieres seguir presentando, que quieres realizar tareas de información sobre el terreno. Diles también que sólo aceptarás los encargos que te interesen.

– ¿Que me rebaje yo mismo de categoría? -replicó él-. ¿Ésa es la manera de conseguir que me despidan?

– ¡Espera! ¡Déjame terminar! -Todos los clientes que acertaban a oírles estaban atentos a lo que decían-. Lo que haces es empezar a rechazar encargos. ¡Te vuelves demasiado exigente!

– … Demasiado exigente -repitió Patrick-. Ya veo.

– De repente ocurre algo importante… me refiero a una gran angustia, desolación, terror y la consiguiente aflicción. ¿Me sigues, Pat?

El la seguía. Empezaba a ver de dónde procedían algunas de las hipérboles del apuntador electrónico… no todo era obra de Fred. Wallingford nunca había estado a solas con Mary bajo la dura luz de media mañana, e incluso el azul de sus ojos era ahora nuevamente esclarecedor.

– Sigue, Mary.

– ¡La calamidad golpea! -Los clientes de la cafetería detenían sus tazas en el aire, o no las alzaban del platillo-. Es una primera noticia imponente, ya sabes de qué clase. Tenemos que enviarte, no puede hacerlo otro. Y tú te niegas a ir. -

– ¿Entonces me despiden? -le preguntó Wallingford.

– Entonces nos vemos obligados a despedirte, Pat.

Aunque no lo traslució, él ya había captado el momento en que «ellos» se habían convertido en «nosotros». Sí, desde luego, la había subestimado.

– Vas a tener un pequeñín muy listo, Mary -se limitó a decirle.

– Pero ¿no te das cuenta?-insistió ella-. Digamos que todavía quedan cuatro años o cuatro y medio de tu nuevo contrato. Te despiden y procuran pagarte la liquidación mínima. ¿Pero hasta dónde pueden rebajar? Pongamos que tres años. ¡Acaban pagándote el salario de tres años y estás libre! Bueno… estás libre en Wisconsin, si es ahí donde realmente quieres estar.

– Eso no depende de mi decisión -le recordó él.

Mary le tomó la mano. Mientras hablaban en voz demasiado alta, habían dado cuenta de un copioso desayuno. Los clientes de la cafetería, fascinados, los habían estado observando al tiempo que comían.

– Te deseo toda la suerte del mundo con la señora Clausen -le dijo seriamente Mary-. Sería una necia si no te aceptara.

Wallingford percibió la falsedad de estas palabras, pero no hizo ningún comentario. Pensó que una sesión de cine podría serle de ayuda, aunque decidirse por una película resultó frustrante. Patrick sugirió Arlington Road , pues sabía que a Mary le gustaba Jeff Bridges, pero las películas de suspense político la ponían demasiado tensa.

– ¿Eyes Wíde Shut? -propuso Wallingford, y observó una vacuidad extraña en la expresión de Mary-. La última película de Kubrick…

– Acaba de morir, ¿no es cierto?

– Así es.

– Todos esos elogios que han volcado sobre él me dan mala espina -dijo Mary.

Era una chica lista, desde luego. Pero, de todos modos, Patrick esperaba poder convencerla para ver esa película.

– Protagonizada por Tom Cruise y Nicole Kidman.

– A mi modo de ver, que estén casados lo echa todo a perder.

Su conversación se interrumpió con tal brusquedad que los clientes situados de tal manera que podían mirarlos discretamente así lo hicieron. Esto se debía en parte a que sabían que él era Patrick Wallingford, el hombre del león, en compañía de una guapa rubia, pero todavía más debido al frenesí verbal que había cesado de repente. Era como contemplar a una pareja en pleno coito que, de repente, y al parecer sin orgasmo, se hubiera detenido.

– No quiero ir al cine, Pat. Vayamos a tu casa. No he estado nunca en ella. Vayamos allí y jodamos un poco más.

Sin duda aquél era mejor material en bruto del que cualquier escritor en ciernes presente en la cafetería podría haber esperado escuchar.

– De acuerdo, Mary -le dijo Wallingford.

Él creía que la joven no se había dado cuenta de que el público del local estaba pendiente de ellos. Quienes no solían hallarse en público con Patrick Wallingford no estaban acostumbrados al hecho de que, sobre todo en Nueva York, todo el mundo reconocía al hombre de los desastres. Pero cuando pagaba la cuenta, observó que Mary encajaba con aplomo las miradas de los clientes y, cuando estuvieron en la acera, tomó a Patrick del brazo y le dijo que un pequeño episodio como aquél hacía maravillas en los índices de audiencia.

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