Llegó el año nuevo, el mar salvaje era de pleno invierno. En tierra soplaba poco viento.
– Es de agradecer su visita en una noche tan fría -la mujer abrió la puerta de la casa de las bellas durmientes.
– Por eso he venido -dijo el viejo Eguchi-. Morir en una noche como ésta, con la piel de una muchacha para calentarle, debe ser el paraíso para un anciano.
– Dice usted cosas muy agradables.
– Un viejo vive en vecindad con la muerte.
Ardía una estufa en la habitación de arriba. Y, como de costumbre, el té era bueno.
– Siento una corriente de aire.
– ¡Oh! -la mujer miró a su alrededor-. No debería haber ninguna.
– ¿Tenemos un fantasma con nosotros?
Ella se sobresaltó y fijó la mirada en él. Su rostro era blanco.
– Deme otra taza. Llena. Y no lo enfríe. Lo quiero directamente del fuego.
Ella cumplió sus órdenes.
– ¿Ha oído algo? -preguntó con voz glacial.
– Tal vez.
– ¡Oh! ¿Lo sabe y aun así ha venido? -intuyendo que Eguchi estaba enterado, parecía decidida a no ocultar el secreto, pero su expresión era severa-. No debería decírselo, lo sé, después de haberle hecho recorrer tan larga distancia, pero, ¿puedo pedirle que se marche?
– He venido con los ojos abiertos.
Ella se rió. En la risa se advertía algo diabólico.
– Tenía que ocurrir. El invierno es una época peligrosa para los viejos. Quizá debiera usted cerrar en invierno.
Ella no contestó.
– Ignoro qué clase de ancianos vienen aquí, pero si muere otro y después otro, usted se verá en apuros.
– Dígaselo al hombre que posee la casa. ¿Qué he hecho yo de malo? -su rostro era ceniciento.
– ¡Oh!, claro que ha hecho algo malo. Todavía era oscuro, y se llevaron el cuerpo a una posada. Me imagino que usted ayudó.
Ella se agarró las rodillas.
– Fue por su bien. Por su buen nombre.
– ¿Buen nombre? ¿Acaso los muertos tienen buenos nombres? Pero tiene usted razón. Es estúpido, pero me imagino que las cosas deben disimularse. Sobre todo por la familia. ¿El propietario de este lugar lo es también de la posada?
La mujer no contestó.
– Dudo que los periódicos tuvieran mucho que decir, incluso aunque haya muerto junto a una muchacha desnuda. De haber sido yo ese viejo, me habría sentido más feliz si me hubieran dejado donde estaba.
– Se habría investigado, y usted ya sabe que la habitación en sí es un poco extraña, y los otros caballeros que tienen la bondad de venir aquí habrían podido ser interrogados. Y, además, están las muchachas.
– Me imagino que la muchacha continuó durmiendo, sin saber que el viejo había muerto. Tal vez él se revolvió un poco, pero dudo de que esto fuera suficiente para despertarla.
– Pero si le hubiésemos dejado aquí, habríamos tenido que sacar a la muchacha y esconderla. E incluso así habrían descubierto que había dormido con una mujer.
– ¿Se la hubieran llevado?
– Y esto sería un crimen demasiado evidente.
– No creo que se despertara sólo porque un hombre moría a su lado.
– Supongo que no.
– De modo que ni siquiera sabía que él estaba muerto.
¿Durante cuánto tiempo, después de que el hombre muriera, habría estado calentando el cadáver la muchacha narcotizada? No se dio cuenta de nada cuando se llevaron el cuerpo.
– Mi presión arterial es buena y mi corazón es fuerte; por lo tanto, no hay motivo para que usted se preocupe. Pero si algo me ocurriera, le ruego que no me saquen de aquí. Déjenme junto a ella.
– Completamente descartado -se apresuró a negar la mujer-. Debo pedirle que se vaya, si insiste en decir cosas semejantes.
– Estoy bromeando.-no podía creer que la muerte estuviera cerca.
La reseña del funeral aparecida en la prensa sólo había mencionado «muerte repentina». El viejo Kiga había susurrado los detalles a Eguchi durante el funeral. La causa de la muerte fue un fallo cardíaco.
– No era la clase de posada donde conviniera encontrar a un director de empresa -dijo Kiga-, y había otra en la que solía hospedarse. Así pues, la gente ha dicho que el viejo Fukura debe haber tenido una muerte feliz. Claro que nadie sabe lo que ha ocurrido realmente.
– ¿Ah, no?
– Podríamos decir que ha sido una especie de eutanasia. Pero no igual. Más dolorosa. Éramos íntimos, y yo lo adiviné inmediatamente y fui a investigar. Pero no se lo he dicho a nadie. Ni siquiera su familia lo sabe. ¿No le divierten estas reseñas de los periódicos?
Había dos notas necrológicas, una junto a otra. La primera era de su esposa e hijo, la segunda, de su empresa.
– Fukura era así -los ademanes de Kiga indicaron un cuello macizo, un pecho potente, y en especial una gran barriga-. Será mejor que sea usted precavido.
– No se preocupe por mí.
Y se llevaron el enorme cuerpo durante la noche.
¿Quién se lo había llevado? Alguien en un automóvil, sin duda. La imagen no era agradable.
– Al parecer se han salido con la suya -murmuró el viejo Kiga en el funeral-, pero si esto continúa así, no creo probable que la casa dure mucho tiempo.
– Seguramente no.
Esta noche, intuyendo que Eguchi estaba enterado de la muerte del viejo Fukura, la mujer de la casa no intentó ocultar el secreto; pero se mostraba cautelosa.
– ¿Es cierto que la muchacha no se enteró de nada? -Eguchi era innecesariamente tenaz.
– No podía enterarse. Pero parece ser que el hombre sintió dolores. Ella tenía un arañazo desde el cuello hasta el pecho. Como es natural, ignoraba lo ocurrido. «Qué viejo tan repugnante», dijo cuando se despertó por la mañana.
– Un viejo repugnante. Incluso en sus últimos estertores.
– No podríamos llamarlo una herida, en realidad. Sólo un arañazo con algunas gotas de sangre.
Ahora la mujer parecía dispuesta a contárselo todo. Él ya no quería saberlo. La víctima era sólo un viejo que debía morirse algún día en alguna parte. Tal vez había sido una muerte feliz. La imaginación de Eguchi jugó con la imagen de aquel cuerpo enorme siendo transportado a la posada de las termas.
– La muerte de un viejo es algo repelente. Supongo que podría llamarse una resurrección en el cielo, pero estoy seguro de que fue en sentido opuesto.
Ella no hizo ningún comentario.
– ¿Conozco a la muchacha que estaba con él?
– Eso no puedo decírselo.
– Comprendo.
– Estará de vacaciones hasta que cicatrice el arañazo.
– Otra taza de té, por favor. Tengo sed.
– Con mucho gusto. Cambiaré las hojas.
– Ha conseguido mantenerlo en secreto, pero, ¿no cree que tendrá que cerrar dentro de poco?
– ¿Usted cree que sí? -su actitud era tranquila. No levantó la vista del té-. El fantasma aparecerá una de estas noches.
– Me gustaría hablar con él largo y tendido.
– ¿Sobre qué?
– Sobre los viejos tristes.
– Estaba bromeando.
Él bebió un sorbo de té.
– Sí, claro, estaba bromeando. Pero yo tengo un fantasma dentro de mí. Y usted tiene otro -señaló a la mujer con la mano derecha-. ¿Cómo supo que estaba muerto?
– Oí un extraño gemido y subí al piso de arriba. Su respiración y su pulso se habían detenido.
– Y la muchacha no lo sabía -dijo él de nuevo.
– Disponemos las cosas de modo que no la despierte una cosa tan insignificante como ésta.
– ¿Insignificante como ésta? ¿Y tampoco se enteró cuando se llevaron el cadáver?
– No.
– Así que la muchacha es la terrible.
– ¿Terrible? ¿Qué hay en ella de terrible? Deje de hablar así y vaya a la otra habitación. ¿Le ha parecido terrible alguna de las otras muchachas?
– Quizá la juventud sea terrible para un anciano.
– ¿Y qué significa esto? -se levantó, sonriendo levemente, fue hacia la puerta de cedro, abrió una rendija y miró hacia dentro-. Profundamente dormidas. Venga, acérquese -sacó la llave de su obi-. Quería decírselo. Son dos.
– ¿Dos? -Eguchi se sobresaltó. Quizá las muchachas conocieran la muerte del viejo Fukura.
– Puede entrar cuando guste. -La mujer se fue.
La curiosidad y la timidez de su primera visita le habían abandonado. Sin embargo, dio un paso atrás cuando abrió la puerta.
¿Sería también ésta una principiante? Pero parecía salvaje y arisca, totalmente distinta de la «muchacha pequeña» de la otra noche. Su calidad de salvaje casi le hizo olvidar la muerte del viejo Fukura. Era la muchacha que dormía más cerca de la puerta. Tal vez porque no estaba acostumbrada a tales inventos para los viejos como las mantas eléctricas, o quizá porque su calor mantenía a distancia el frío invernal, había bajado la ropa de la cama hasta su estómago. Parecía tener las piernas muy separadas. Yacía boca arriba, con los brazos extendidos. Los pezones eran grandes y oscuros, y tenían un tono púrpura. No era un color bonito a la luz de las cortinas dé terciopelo carmesí. Tampoco podía llamarse hermosa la piel de la garganta y los pechos. No obstante, despedía un resplandor oscuro. De los sobacos parecía emanar un olor débil.
– La vida misma -murmuró Eguchi.
Una muchacha como ésta insuflaba vida a un viejo de sesenta y siete años. Eguchi dudaba un poco de que la muchacha fuera japonesa. No debía haber cumplido los veinte años, pues los pezones eran planos, pese a la anchura de los pechos. El cuerpo era firme.
Le cogió la mano. Tanto las uñas como los dedos eran largos. Debía ser alta, según la moda moderna. ¿Qué clase de voz tendría, cuál sería su manera de hablar? Había muchas mujeres en la radio y la televisión cuyas voces le gustaban. Solía cerrar los ojos y escucharlas. Quería oír la voz de esta muchacha. Naturalmente, no había modo de hablar de verdad a una muchacha que estaba dormida. ¿Cómo podría obligarla a hablar? Una voz era diferente cuando venía de una persona dormida. La mayoría de mujeres tienen varias voces, pero era probable que esta muchacha sólo tuviera una. Incluso por su forma de dormir podía saber que no estaba enseñada y carecía de afectación.
Se sentó y empezó a jugar con sus largas uñas. ¿Eran tan duras las uñas? ¿Eran éstas unas uñas jóvenes y sanas? El color de la sangre se transparentaba vivamente a través de ellas. Se fijó por primera vez en que llevaba un collar de oro delgado como un hilo. Tuvo deseos de sonreír. Aunque ella había bajado la ropa de la cama hasta debajo de sus pechos en una noche tan fría, parecía haber en su frente un sudor ligero. Eguchi extrajo un pañuelo del bolsillo y lo secó. El pañuelo se impregnó de un olor fuerte. También le secó los sobacos. Como no podría llevarse el pañuelo a casa, lo arrugó y lo tiró a un extremo de la habitación.