Литмир - Электронная Библиотека
A
A

3

Ocho días después de su segunda visita Eguchi volvió de nuevo a la «casa de las bellas durmientes». Habían pasado dos semanas entre ambas visitas, por lo que el intervalo se había reducido a la mitad.

¿Estaría cediendo gradualmente al hechizo de las muchachas narcotizadas?

– La de esta noche aún se está entrenando -dijo la mujer de la casa mientras preparaba el té-. Tal vez le decepcione, pero le ruego que sea comprensivo con ella.

– ¿Una diferente otra vez?

– Me ha llamado usted poco antes de venir, y he tenido que recurrir a lo que tenía. Si desea a una muchacha en especial, le ruego me avise con dos o tres días de antelación.

– Comprendo. ¿A qué se refiere al decir que aún se está entrenando?

– Es nueva, y pequeña -Eguchi tuvo un sobresalto-. Estaba asustada y me pidió que le dejara a alguien para acompañarla. Pero no me gustaría molestarle a usted.

– ¿Dos muchachas? No estaría mal. Pero si duerme tan profundamente como si estuviera muerta, ¿cómo puede saber si está asustada o no?

– Eso es cierto. Pero sea cauto con ella. No está acostumbrada a esto.

– No haré absolutamente nada.

– Lo comprendo muy bien.

«¿Entrenándose?», murmuró para sus adentros. En el mundo había cosas extrañas. Como de costumbre, la mujer entreabrió la puerta y miró hacia dentro.

– Está dormida. Cuando usted quiera -dijo, saliendo.

Eguchi tomó otra taza de té. Apoyó la cabeza sobre el brazo. Un vacío glacial le invadió. Se levantó como si el esfuerzo fuese excesivo para él y, abriendo la puerta sin ruido, miró hacia la secreta habitación de terciopelo.

La muchacha «pequeña» tenía una cara pequeña. Su cabello, despeinado como si se hubiera deshecho una trenza, le cubría una mejilla, y la palma de una mano estaba sobre la otra, muy cerca de la boca; por eso probablemente su rostro parecía más pequeño de lo que era. Yacía dormida, como una niña. Tenía la mano sobre la cara o, más bien, el borde de la mano relajada tocaba ligeramente el pómulo, y los dedos doblados reposaban desde el caballete de la nariz hasta los labios. El largo dedo medio llegaba hasta la mandíbula. Era su mano izquierda. La derecha descansaba sobre el borde de la colcha, asiéndola suavemente con los dedos. No iba maquillada, ni daba la impresión de haberse quitado el maquillaje antes de acostarse.

El viejo Eguchi se deslizó junto a ella. Tuvo buen cuidado de no tocarla. Ella no se movió. Pero su calor, diferente al calor de la manta eléctrica, le envolvió. Era un calor salvaje y primitivo. Tal vez le hizo pensar esto el olor de su piel y sus cabellos, pero había algo más.

«Dieciséis años, más o menos», pensó.

Era una casa frecuentada por ancianos que ya no podían usar a las mujeres como mujeres; pero Eguchi, en su tercera visita, sabía que dormir con una muchacha semejante era un consuelo efímero, la búsqueda de la desaparecida felicidad de estar vivo. ¿Había entre los ancianos algunos que pidieran secretamente dormir para siempre junto a una muchacha narcotizada? Parecía haber una tristeza en el cuerpo de una muchacha que inspiraba a un anciano la nostalgia de la muerte. Pero entre los ancianos que visitaban la casa, Eguchi era tal vez el que más fácilmente se emocionaba; y quizá la mayoría de ellos sólo querían beber la juventud de las muchachas dormidas, disfrutar de ellas sin que se despertaran.

Junto a su almohada había de nuevo dos píldoras blancas. Las cogió para contemplarlas. No tenían marcas ni letras que indicasen de qué droga se trataba. Era sin duda una droga diferente a la que había tomado la muchacha. Pensó en pedir la misma droga en su próxima visita. No era probable que accedieran a su petición, pero, ¿cómo sería un sueño, parecido al de la muerte? Le atraía mucho la idea de dormir un sueño semejante a la muerte junto a una muchacha drogada hasta parecer muerta.

«Un sueño parecido a la muerte»: las palabras evocaron el recuerdo de una mujer. Hacía tres años, en primavera, Eguchi había llevado consigo a una mujer a su hotel de Kobe. Procedía de un club nocturno, y ya era más de medianoche. Bebió un trago de whisky de una botella que guardaba en su habitación, y ofreció otro a la mujer. Ella bebió tanto como él. Eguchi se puso el kimono de noche suministrado por el hotel. No había ninguno para ella. La tomó en sus brazos cuando aún llevaba la ropa interior.

Le acarició la espalda, suavemente y al azar. «No puedo dormir con esto.» La mujer se quitó todas las prendas y las tiró sobre la silla, frente al espejo. Él estaba sorprendido, pero se dijo que las aficionadas se comportaban así. Ella era extraordinariamente dócil.

– ¿Todavía no? -preguntó Eguchi mientras se apartaba de ella.

– Usted hace trampas, señor Eguchi -lo dijo dos veces-. Usted hace trampas -pero siguió siendo callada y dócil.

El whisky produjo su efecto, y el anciano no tardó en dormirse. Por la mañana le despertó la sensación de que la mujer ya se había levantado de la cama. Estaba ante el espejo, peinándose.

– Madrugas mucho.

– Porque tengo hijos.,

– ¿Hijos?

– Sí, dos. Aún son muy pequeños.

Se marchó apresuradamente antes de que él saltara de la cama.

Parecía extraño que esta mujer, la primera esbelta y de carnes prietas que había abrazado desde hacía mucho tiempo, tuviera dos hijos. Su cuerpo no era de esa clase. Tampoco parecía probable que aquellos pechos hubieran amamantado a un niño.

Abrió la maleta para sacar una camisa limpia, y vio que se lo habían ordenado todo. En el curso de su estancia de diez días había ido amontonando dentro de la maleta toda la ropa sucia, removiendo el contenido para buscar algo en el fondo y metiendo los regalos que había comprado y recibido en Kobe; y la maleta estaba tan llena que ya no podía cerrarse. Ella había visto el interior y observado aquella confusión cuando él la abrió para sacar cigarrillos. Pero, aunque así fuera, ¿qué la había inducido a ordenarla para él? ¿Y cuándo había hecho el trabajo? Toda la ropa sucia y demás prendas estaban cuidadosamente dobladas. Tenía que haber requerido tiempo, incluso para las manos hábiles de una mujer. ¿Lo habría hecho después de que Eguchi se durmiera, incapaz ella misma de conciliar el sueño?

– Vaya -dijo Eguchi, contemplando la ordenada maleta-. ¿Qué la habrá impulsado a hacerlo?

La noche siguiente, tal como prometiera, la mujer acudió a encontrarse con él en un restaurante japonés. Llevaba un kimono.

– ¿Llevas kimono?

– A veces. Pero creo que no me sienta muy bien -rió con timidez-. Esta mañana me ha llamado mi amiga. Me ha dicho que está escandalizada, y me he preguntado si hago bien.

– ¿Se lo has contado?

– Yo no tengo secretos.

Pasearon por la ciudad. Eguchi le compró tela para un kimono y su obi, y entonces volvieron al hotel. Desde la ventana podían ver las luces de un barco anclado en el puerto. Mientras se besaban frente a la ventana, Eguchi cerró las persianas y corrió las cortinas. Ofreció whisky a la mujer, pero ella meneó la cabeza. No quería perder el control de sí misma. Se sumió en un profundo sueño. Se despertó a la mañana siguiente cuando Eguchi se disponía a abandonar el lecho.

– He dormido como si estuviera muerta. He dormido exactamente como si estuviera muerta.

Se quedó quieta, con los ojos abiertos. Los tenía húmedos y diáfanos.

Sabía que él se marchaba ese mismo día hacia Tokio. Se había casado cuando su marido trabajaba en la sucursal de Kobe en una compañía extranjera. Ahora hacía dos años que trabajaba en Singapur. Dentro de un mes regresaría a Kobe. Había contado todo esto a Eguchi la noche anterior. Él no sabía que estuviera casada y, además, con un extranjero. No le había costado ningún trabajo sacarla del club nocturno, al que acudió por un capricho momentáneo. En la mesa de al lado había dos hombres occidentales y cuatro mujeres japonesas. Una de ellas, de mediana edad, era conocida de Eguchi, y le saludó. Al parecer actuaba como guía de los hombres. Cuando éstos se fueron a bailar, ella le preguntó si quería bailar con la joven que la acompañaba. En la mitad del segundo baile, Eguchi le sugirió que se marcharan. Para ella fue como si se embarcara en una traviesa aventura. Le siguió de buen grado al hotel, y cuando estuvieron en la habitación, Eguchi fue el más tenso de los dos.

Así resultó que Eguchi tuvo relaciones íntimas con una mujer casada, la esposa de un extranjero. Ella había dejado los niños con una niñera o institutriz, y no dio muestras de la reticencia que podía esperarse de una mujer casada; y por ello no fue fuerte la sensación de haberse comportado mal. Sin embargo, persistieron ciertos remordimientos de conciencia. Pero la felicidad de oírle decir que había dormido como si estuviera muerta perduró en él como una música joven. Entonces Eguchi tenía sesenta y cuatro años, y la mujer no llegaba a los treinta. Era tan grande la diferencia de edad que Eguchi supuso que probablemente aquélla sería su última aventura con una mujer joven. En el curso de sólo dos noches -de una sola noche, en realidad-, la mujer que había dormido como si estuviera muerta se convirtió en una mujer inolvidable. Más tarde le escribió diciendo que cuando volviera a Kobe le gustaría verle de nuevo. Una nota escrita un mes después le comunicó que su marido había regresado, pero que pese a ello le gustaría volver a verle. Hubo una nota similar al cabo de otro mes. Y ya no recibió más noticias.

«Bueno -se dijo Eguchi-, debió quedarse embarazada otra vez, del tercero. No cabe la menor duda.»

Y tres años después, mientras yacía junto a una mujer pequeña que había sido narcotizada hasta parecer muerta, el recuerdo volvió en él.

No lo había evocado antes. Eguchi estaba perplejo de que le hubiera asaltado ahora; pero cuantas más vueltas le daba en su mente, más seguro estaba de que era un hecho. ¿Habría dejado de escribir porque volvía a estar embarazada? Estuvo a punto de sonreír. Se sintió tranquilo y reposado, como si la circunstancia de que ella recibiera al marido a su regreso de Singapur y luego se quedara embarazada hubiese borrado la falta de decoro. Y apareció ante él la imagen agradable del cuerpo de la mujer. No le inspiró pensamientos lascivos. El cuerpo firme, alto y suave era como un símbolo de la feminidad. Su embarazo no había sido más que un truco repentino de su imaginación, aunque, no dudó de que era un hecho.

– ¿Te gusto? -le había preguntado ella en el hotel.

– Sí, me gustas. Todas las mujeres preguntan lo mismo.

10
{"b":"94053","o":1}