– Pero… -no terminó la frase.
– ¿No vas a preguntarme qué es lo que más me gusta de ti?
– Muy bien. No diré nada más.
Pero la pregunta le hizo ver con claridad que, en efecto, ella le gustaba. Aún no lo había olvidado ahora, tres años después. La madre de tres hijos, ¿tendría todavía el cuerpo de una mujer que no hubiese dado a luz ninguno? Le invadió el cariño hacia aquella mujer.
Era como si hubiera olvidado a la muchacha que yacía junto a él, la muchacha narcotizada; pero era ella quien le había hecho pensar en la mujer de Kobe. El brazo doblado con la mano contra la mejilla le estorbaba. Lo asió por la muñeca y lo colocó estirado bajo la colcha. Al sentir el calor excesivo de la manta eléctrica, ella la había bajado hasta descubrirse los hombros. La pequeña y fresca morbidez de los hombros estaba tan cerca que casi le rozaba los ojos. Eguchi quería saber si podía tomar un hombro en la palma de una mano, pero se contuvo. La carne no era lo bastante abundante como para ocultar los omoplatos. Deseaba acariciarlos, pero se contuvo una vez más. Apartó suavemente el cabello de la mejilla derecha. El rostro dormido era plácido bajo la luz tenue del techo y las cortinas de terciopelo carmesí. Las cejas no estaban retocadas. Las pestañas eran regulares, y tan largas que podría cogerlas con los dedos. El labio inferior se abultaba un poco hacia el centro. No podía verle los dientes.
Cuando llegó a esta casa, para Eguchi no había nada más hermoso que un rostro joven dormido y sin sueños. ¿Podría llamarse a eso el consuelo más dulce que existía en el mundo? Ninguna mujer, por hermosa que fuera, podía ocultar su edad cuando dormía. Y cuando una mujer no era hermosa, su mejor aspecto lo ofrecía dormida. O tal vez esta casa elegía muchachas cuyos rostros dormidos eran particularmente bellos. Sintió que su vida, sus problemas a lo largo de los años, se desvanecían mientras contemplaba esta cara pequeña. Habría sido una noche feliz si hubiera tomado las píldoras ahora mismo y conciliado el sueño; pero permaneció inmóvil, con los ojos cerrados. No quería dormirse -porque la muchacha, después de hacerle recordar a la mujer de Kobe, podía traerle otros recuerdos.
La idea de que la joven esposa de Kobe, después de acoger a su marido al cabo de dos años, se hubiese quedado inmediatamente embarazada, y la sensación intensa, como de algo inevitable, de que tal debió ser el caso, no abandonaron con presteza a Eguchi. Tenía la impresión de que la aventura no había hecho nada para mancillar al niño que la mujer llevó en su seno. El embarazo y el nacimiento eran una realidad y una bendición. Una vida joven se formaba en la mujer, dando a Eguchi una conciencia todavía mayor de su propia edad. Pero, ¿por qué se había entregado dócilmente a él, sin resistencia ni reservas? Era algo, pensó, que no le había ocurrido antes en sus casi setenta años. No había nada en ella de prostituta o perversa. De hecho, Eguchi había tenido menos sentimiento de culpa que ahora, en esta casa, junto a la muchacha narcotizada de modo tan extraño. Echado todavía en la cama, había contemplado con placer y aprobación a la mujer, que se apresuraba para ir al encuentro de sus hijos pequeños. Al ser probablemente la última mujer joven de su vida, se había convertido en inolvidable, y no creía que ella tampoco le hubiese olvidado. Aunque la aventura continuaría siendo un secreto durante todas sus vidas, sin dejar cicatrices profundas, no creía que ninguno de los dos pudiera olvidarla.
Pero resultaba extraño que esta muchacha pequeña que se entrenaba como «bella durmiente» le hubiera hecho recordar a la mujer de Kobe de una manera tan viva. Abrió los ojos y acarició levemente sus pestañas. Ella frunció el ceño, se apartó y sus labios se abrieron. La lengua se movió hacia abajo, como ocultándose en la mandíbula inferior. Había un atractivo hueco en el mismo centro de la lengua infantil. Eguchi sintió una tentación. Miró hacia el interior de la boca abierta. Si la estrangulara, ¿habría espasmos en la pequeña lengua? Recordó haber conocido hacía mucho tiempo a una prostituta incluso más joven que esta muchacha. Sus propios gustos eran bastante diferentes, pero la niña era la única que le había designado su anfitrión. Usó su lengua larga y delgada. Estaba mojada, y Eguchi no se sintió complacido. De la ciudad llegaban sonidos de tambores y flautas que aceleraban los latidos del corazón. Al parecer era una noche de festival. La niña tenía los ojos almendrados y una cara vivaracha. Se precipitó por su cuenta, pese al hecho de ser obvia su falta de interés por el cliente.
– El festival -dijo Eguchi-. Me imagino que tienes prisa por llegar al festival.
– Pues sí, tienes toda la razón. Has dado en el clavo. Me dirigía a presenciarlo con una amiga cuando me llamaron de aquí.
– Muy bien -repuso él, evitando la lengua fría y mojada-. Ya puedes irte. Los tambores vienen de un santuario, supongo.
– Pero la mujer de la casa me regañará.
– Yo te excusaré.
– ¿Lo harás? ¿De veras?
– ¿Cuántos años tienes?
– Catorce.
No tenía ningún miedo de los hombres. No había habido ningún indicio de vergüenza o temor. Su mente estaba en otra parte. Sin arreglarse apenas, salió apresurada hacia el festival. Eguchi fumó un cigarrillo y escuchó durante un rato los tambores y flautas y a los vendedores de los tenderetes ambulantes.
¿Qué edad tenía entonces? No podía recordarlo, pero aunque fuese una edad en que podía enviar a la niña al festival sin ninguna pesadumbre, no era el anciano de ahora. La muchacha de esta noche tendría dos o tres años más que la otra, y su cuerpo era más semejante al de una mujer. La gran diferencia residía en el hecho de que había sido narcotizada y no se despertaría. Si esta noche retumbaran los tambores de un festival, no sería capaz de oírlos.
Aguzando el oído, creyó escuchar un leve viento de finales de otoño soplando en la colina situada detrás de la casa. El cálido aliento procedente de los labios abiertos de la muchacha le soplaba en la cara. La luz tenue de las cortinas de terciopelo carmesí se introducía en la boca de ella. Le parecía que la lengua de esta muchacha no sería como la de la otra, fría y mojada. La tentación aún era fuerte. Esta muchacha era la primera de las «bellas durmientes» que le había enseñado la lengua. Le recorrió como un relámpago el impulso de cometer un delito más excitante que poner el dedo en su lengua.
Pero el delito no tomó forma clara en la mente de Eguchi como crueldad y terror. ¿Qué era lo peor que un hombre podía hacer a una mujer? Las aventuras con la mujer de Kobe y la prostituta de catorce años, por ejemplo, no eran más que un momento en una larga vida, y se desvanecían en un momento. Casarse, criar a sus hijas, todas esas cosas, en la superficie, eran buenas; pero haber tenido los largos años en su poder, haber controlado sus vidas, haber deformado sus naturalezas incluso, estas cosas podían ser malas. Tal vez, engañado por la costumbre y el orden, nuestro sentido del mal se atrofiaba.
Yacer junto a una muchacha narcotizada era sin duda malo. El mal sería aún más claro si la mataba. Sería fácil estrangularla, o cubrirle la nariz y la boca. Dormía con la boca abierta, enseñando su lengua infantil. Era una lengua que parecía capaz de enroscarse en su dedo, si la tocaba, como la de un recién nacido con el pecho de su madre. Llevó la mano a su mandíbula y labio superior y le cerró la boca. Cuando retiró la mano, la boca volvió a abrirse. En los labios separados por el sueño, el anciano vio la juventud.
El hecho de que fuera tan joven podía ser causa de que le acometiera el impulso; pero le parecía que entre los ancianos que venían secretamente a esta «casa de las bellas durmientes», debía haber algunos que no sólo miraban con nostalgia hacia el pasado desaparecido sino que intentaban olvidar el mal que habían hecho en sus vidas. El viejo Kiga, que le había indicado la casa a Eguchi, no había revelado, naturalmente, los secretos de los otros huéspedes. Era probable que fuesen muy pocos. Eguchi podía imaginárselos como hombres socialmente prósperos. Pero entre ellos debía haber algunos que habían prosperado practicando el mal y que conservaban sus ganancias con malas acciones reiteradas. No serían hombres en paz con ellos mismos. Estarían entre los derrotados, o más bien entre las víctimas del terror. Mientras yacían contra la carne de muchachas desnudas que dormían un sueño provocado, en sus corazones habría algo más que temor a la muerte cercana y nostalgia de su juventud perdida. Podría haber también remordimiento, y la inquietud tan común en las familias de los prósperos. No tendrían ningún Buda ante quien arrodillarse. La muchacha desnuda no sabría nada, no abriría los ojos si uno de los ancianos la tomaba con fuerza en sus brazos, no derramaría lágrimas, no sollozaría ni siquiera gemiría. El anciano no necesitaría sentir vergüenza, su orgullo permanecería intacto. Los remordimientos y la tristeza podrían fluir libremente. ¿Y acaso no podría ser la propia «bella durmiente» una especie de Buda? Era de carne y hueso, y su piel joven y su fragancia podían significar el perdón para los tristes ancianos.
Cuando se le ocurrieron estos pensamientos, el viejo Eguchi cerró lentamente los ojos. Parecía algo extraño que, de las tres «bellas durmientes» con quienes se había acostado, fuera la de esta noche, la más joven y pequeña, totalmente sin experiencia, la que los había inspirado. La tomó en sus brazos, envolviéndola. Hasta ahora había evitado tocarla. Carente de fuerzas, ella no se resistió. Su fragilidad era patética. Quizá sintió a Eguchi incluso desde las profundidades del sueño. Cerró la boca. Sus caderas, al adelantarse, chocaron bruscamente contra él.
Eguchi se preguntó qué clase de vida tendría. ¿Sería tranquila y apacible, aunque no alcanzara una gran eminencia? Esperaba que encontraría la felicidad por haber dado consuelo a los ancianos que venían aquí. Casi creía que, como en las antiguas leyendas, la muchacha era la encarnación de Buda. ¿No había relatos antiguos en que las prostitutas y cortesanas eran Budas encarnados?
Tomó con delicadeza un mechón de cabellos sueltos. Trató de calmarse, buscando confesión y arrepentimiento para sus malas acciones; pero lo que flotaba en su mente eran las mujeres de su pasado. Y lo que recordaba con cariño no tenía nada que ver con la duración de sus relaciones con ellas, ni con su belleza, gracia o inteligencia. Tenía que ver con cosas parecidas a la observación hecha por la mujer de Kobe: «He dormido como si estuviera muerta. He dormido exactamente como si estuviera muerta.» Tenía que ver con aquellas mujeres que se habían perdido a sí mismas en sus caricias, que habían sentido un frenesí de placer. ¿Era el placer menos una cuestión de la magnitud de su afecto que de sus dotes físicas? ¿Cómo sería esta muchacha cuando se hubiera desarrollado del todo? Estiró el brazo que la rodeaba y le acarició la espalda. Pero, naturalmente, no tenía modo de saberlo. Cuando en la visita anterior durmió con la muchacha hechicera, se preguntó hasta qué punto había conocido la profundidad y el alcance del sexo a sus sesenta y siete años, y achacó este pensamiento a su propia senilidad; y era extraño que esta muchacha de hoy pareciera saber evocar el sexo del pasado. Posó suavemente los labios sobre los labios cerrados de ella. No notó ningún sabor. Estaban secos. El hecho de que no tuvieran sabor pareció mejorarlos. Tal vez no volviera a verla jamás. Cuando sus labios pequeños estuvieran humedecidos por el sabor del sexo, Eguchi ya podía estar muerto. Este pensamiento no le entristeció. Separó los labios y rozó con ellos sus cejas y pestañas. Ella movió ligeramente la cabeza, y colocó la frente contra los ojos de Eguchi. Éste los tenía cerrados, y ahora los cerró con más fuerza.