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Sí, debía ser virgen. Como había tenido dudas sobre la muchacha de la segunda noche, y se había sorprendido de su propia vileza, no sintió el impulso de investigar. ¿Qué le importaba a él? Entonces, mientras empezaba a pensar que en realidad le importaba algo, le pareció oír una voz burlona.

«-¿Hay por aquí algún demonio intentando reírse de mi?»

«-Me temo que no es tan sencillo. Haces demasiado caso de tu propio sentimentalismo y de tu descontento por no ser capaz de morir».

«-Estoy intentando pensar como los ancianos que están más tristes que yo».

«-¡Canalla! Quien echa la culpa a otros no es digno de contarse entre los canallas».

«-¿Canalla? Muy bien, un canalla. Pero, ¿por qué una virgen es pura y otra mujer no? Yo no he pedido vírgenes».

«-Esto es porque no conoces la verdadera senilidad. No vuelvas a este lugar. Si por una casualidad entre un millón, una casualidad entre un millón, una muchacha abriera los ojos, ¿no estás subestimando la vergüenza?»

Algo parecido a un autointerrogatorio pasó por la mente de Eguchi; pero, como era natural, no estableció que en esta casa sólo se narcotizaba a vírgenes. Como sólo la había visitado cuatro veces, le inspiraba perplejidad que las cuatro muchachas hubieran sido vírgenes. ¿Sería ésta la exigencia, la esperanza de los ancianos?

Si la muchacha se despertara… -el pensamiento ejercía una fuerte atracción-. Si abriera los ojos, incluso aturdida, ¿qué intensidad tendría el sobresalto, de qué clase sería? Probablemente la muchacha no seguiría durmiendo si, por ejemplo, le cortara un brazo casi en redondo o le clavara un cuchillo en el pecho o en el abdomen.

«Eres un depravado», se dijo a sí mismo.

La impotencia de los otros ancianos no debía estar muy lejos del propio Eguchi. Pensamientos atroces le asaltaron: destruir esta casa, destruir también su propia vida, porque la muchacha de esta noche no era lo que podría llamarse una belleza de facciones regulares, porque sentía cerca de él a una muchacha bonita con el pecho al descubierto. Sintió algo parecido a una contrición involuntaria. Y también contrición por una vida que, con toda probabilidad, tendría un final tímido. Carecía del valor de su hija menor, con la cual había ido a contemplar la camelia. Volvió a cerrar los ojos.

Dos mariposas jugueteaban entre los bajos arbustos que bordeaban el sendero de piedras de un jardín. Desaparecían entre las ramas, las rozaban, parecían divertirse. Volaron un poco más alto y danzaron grácilmente hacia los arbustos para alejarse de nuevo, y otra mariposa apareció de entre las hojas, y después otra. «Dos parejas», pensó, y entonces contó cinco, y todas revoloteaban juntas. ¿Sería una pelea? Pero de los arbustos fueron surgiendo más mariposas, una tras otra, y el jardín era un enjambre de mariposas blancas, muy cerca del suelo. Las ramas inclinadas de un arce se mecían bajo el impulso del viento que no parecía existir. Las ramas eran delicadas, y debido al gran tamaño de las hojas, sensibles al viento. El enjambre de mariposas había crecido tanto que era como un campo de flores blancas. Aquí las hojas del arce ya se habían caído. Tal vez seguían pendiendo de las ramas unas cuantas hojas marchitas, pero esta noche caía aguanieve.

Eguchi había olvidado el frío del aguanieve. ¿Procedería el enjambre danzante de mariposas blancas del pecho grande y blanco de la muchacha, desnudo junto a él? ¿Había algo en la muchacha que calmaba los malos impulsos de un anciano? Abrió los ojos y miró los pezones pequeños y rosados. Eran como un símbolo del bien. Posó la mejilla sobre ellos. El interior de sus párpados pareció calentarse. Quería dejar su marca en esta muchacha.

Si violaba la regla de la casa, la muchacha se asustaría al despertarse. Dejó en sus pechos varias marcas del color de la sangre. Se estremeció.

– Tendrás frío -subió la colcha. Se tragó las dos píldoras que había junto a la almohada-. Un poco rechoncha en las partes inferiores -bajó el brazo y la atrajo hacia sí.

A la mañana siguiente le despertó dos veces la mujer de la casa. La primera vez llamó a la puerta.

– Son las nueve, señor.

– Ya me levanto. Debe hacer frío fuera.

– Encendí temprano la estufa.

– ¿Y el aguanieve?

– Está nublado, pero ya no nieva.

– ¿Ah, no?

– Hace rato que tengo preparado su desayuno.

– Está bien -con esta respuesta indiferente, cerró de nuevo los ojos-. Un demonio vendrá a buscarte -dijo, arrimándose a la notable piel de la muchacha.

La mujer regresó antes de que pasaran diez minutos.

– ¡Señor! -esta vez golpeó con fuerza-. ¿Ha vuelto a acostarse? -su voz también era fuerte.

– La puerta no está cerrada con llave -contestó.

La mujer entró. Él se incorporó perezosamente. La mujer le ayudó a vestirse; incluso le puso los calcetines, pero su tacto era desagradable. En la habitación contigua el té, como siempre, era bueno. Mientras lo sorbía, ella le miró con frialdad y suspicacia.

– ¿Qué le ha parecido? ¿Le ha gustado?

– Lo suficiente, supongo.

– Me alegro. ¿Ha tenido sueños placenteros?

– ¿Sueños? Ninguno en absoluto. Sólo he dormido bien. Hacía mucho tiempo que no dormía tan bien -bostezó abiertamente-. Todavía no estoy despierto del todo.

– Me imagino que estaría cansado anoche.

– Fue culpa de ella. ¿Viene aquí con frecuencia?

La mujer bajó la vista, con expresión severa.

– Tengo una petición especial -dijo él. Su actitud era grave-. Cuando termine el desayuno, ¿me dará más medicina para dormir? Le pagaré más. Aunque no sé cuándo se despertará la muchacha.

– Completamente descartado -la cara de la mujer tenía una palidez terrosa, y sus hombros estaban rígidos-. Realmente va usted demasiado lejos.

– ¿Demasiado lejos? -intentó reír, pero la risa se negó a materializarse.

Quizá sospechando que Eguchi había hecho algo a la muchacha, ella entró con apresuramiento en la habitación contigua.

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