«Lleva lápiz de labios.» Era lo más natural que lo llevara, pero en esta muchacha el lápiz labial también le inspiró deseos de sonreír. Lo miró unos momentos. «¿Habrá sido operada de labio leporino?»
Recuperó el pañuelo y le quitó la pintura. No había rastro de cirugía. El centro del labio superior estaba levantado, formando una clara línea puntiaguda. Era extrañamente atractivo.
Recordó un beso de hacía más de cuarenta años. Con las manos posadas ligeramente sobre los hombros de la muchacha que estaba frente a él, acercó los labios a los suyos. Ella meneó la cabeza de izquierda a derecha.
– No, no, no lo haré.
– Ya lo has hecho.
– No, no, no lo haré.
Eguchi se frotó los labios y enseñó a la muchacha el pañuelo manchado de rosa.
– Pero si ya lo has hecho. Mira esto.
La muchacha cogió el pañuelo y lo miró de hito en hito, y después lo metió en su monedero.
– No lo haré -dijo, bajando en silencio la cabeza, ahogada por las lágrimas.
No volvieron a verse. ¿Qué debió hacer con el pañuelo? Pero, más que el pañuelo, ¿qué debió ser de ella? ¿Viviría aún, cuarenta años más tarde?
¿Durante cuántos años la había olvidado, hasta que la evocó el puntiagudo labio superior de la muchacha narcotizada? En el pañuelo había lápiz labial, y el de la muchacha había desaparecido; ¿pensaría ella, si lo dejaba junto a la almohada, que le había robado un beso? Naturalmente, los huéspedes de esta casa eran libres de besar. Besar no figuraba entre los actos prohibidos. Un hombre podía besar, por senil que fuera. La muchacha no le rehuiría, y nunca sabría nada. Tal vez los labios dormidos estaban fríos y húmedos. ¿Acaso los labios muertos de una mujer a quien se ha amado no incrementan la intensidad de la emoción? El impulso no adquirió fuerza en Eguchi mientras pensaba en la triste senilidad de los ancianos que frecuentaban la casa.
Sin embargo, la forma insólita de estos labios le excitaba. «De modo que hay labios así», pensó, tocando suavemente con el dedo meñique el centro del labio superior. Estaba seco. Y la piel parecía gruesa. La muchacha empezó a lamerse el labio, y no paró hasta que estuvo bien humedecido. Él retiró el dedo.
«¿Sabrá besar aunque esté dormida?»
Pero se limitó a acariciar los cabellos que le cubrían la oreja. Eran bastos y duros. Se levantó y procedió a desnudarse.
– Te enfriarás. No importa que goces de buena salud.
Le metió los brazos bajo la ropa y cubrió su pecho. Se acostó junto a ella. La muchacha dio media vuelta. Entonces, con un gemido, sacó repentinamente los brazos, empujando con fuerza al anciano. Éste se echó a reír. «Una principiante muy valerosa», pensó.
Porque estaba narcotizada y no se despertaría, y porque probablemente su cuerpo estaba aletargado, él podía hacer cuanto se le antojara; pero el vigor requerido para tomar por la fuerza a semejante muchacha ya no existía en Eguchi -o lo había olvidado hacía tiempo. Se acercó a ella con una pasión suave, una débil afirmación, un sentimiento de armonía con la mujer. La aventura, la lucha que aceleraba la respiración, había desaparecido.
– Soy viejo -murmuró, pensándolo aún mientras sonreía por la repulsa de la muchacha dormida.
No estaba realmente cualificado para venir a esta casa como venían los otros ancianos. Pero era probable que fuese la muchacha de piel oscura y resplandeciente quien le hacía sentir con más intensidad que de costumbre que a él tampoco le quedaba por delante mucha vida como hombre.
Tenía la impresión de que tomar a la muchacha por la fuerza sería el tónico que le traería emociones de juventud. Se estaba cansando un poco de la «casa de las bellas durmientes». Y a medida que se cansaba de ella, aumentaba el número de sus visitas. Sintió un repentino anhelo de la sangre: quería usar la fuerza con ella, violar la regla de la casa, destruir el repugnante secreto y, después, marcharse para siempre. Pero la fuerza no era necesaria. No habría resistencia por parte del cuerpo de la muchacha narcotizada. Incluso podría estrangularla sin dificultad. El impulso le abandonó, y un vacío de profundidades oscuras invadió todo su ser. Las olas potentes estaban cerca y parecían hallarse a una gran distancia, en parte porque aquí en tierra no soplaba el viento. Vio el fondo oscuro de la noche del océano gris. Apoyándose sobre un codo, acercó su rostro al de la muchacha. Respiraba pesadamente. Decidió no besarla y volvió a echarse.
Yacía como ella le dejara, con el pecho descubierto. Se volvió hacia la otra muchacha. Ésta le daba la espalda, pero ahora dio media vuelta. Hubo una dulce voluptuosidad en este saludo, a pesar de que estaba dormida. Una mano cayó sobre la cadera del anciano.
«Una buena combinación». Jugando con los dedos de la muchacha, cerró los ojos. Los dedos, de huesos pequeños, eran flexibles, tan flexibles que daba la impresión de que se doblarían indefinidamente sin romperse. Deseó metérselos en la boca. Tenía los pechos pequeños, pero redondos y altos. Cabían en la palma de su mano. La redondez de las caderas era similar. «La mujer es infinita», pensó el anciano con un matiz de tristeza. Abrió los ojos. La muchacha tenía un cuello largo, esbelto y lleno de gracia. Pero la esbeltez era diferente de la del antiguo Japón. Había una línea doble en los párpados cerrados, tan poco profunda que con los ojos abiertos podía convertirse en una sola línea. O quizás era doble a veces y otras una sola. O tal vez una sola línea en un ojo y una línea doble en el otro. Debido a la luz de las cortinas de terciopelo no podía estar seguro del color de su piel; pero parecía tostada en el rostro, blanca en el cuello, algo tostada también en los hombros, y tan blanca en los pechos que habría podido llamarse descolorida.
Podía ver que la muchacha morena y resplandeciente era alta. Ésta no parecía ser mucho más baja. Estiró una pierna. Los dedos del pie tocaron la planta de piel gruesa del pie de la muchacha morena. Estaba grasienta. Retiró apresuradamente el pie, pero la retirada se convirtió en una invitación. Pasó por su mente la idea de que la pareja del viejo Fukura, cuando sufrió su último ataque, había sido esta muchacha de piel morena. Y por ello esta noche las muchachas eran dos.
Pero no podía ser así. La muchacha que había estado con Fukura se encontraba de vacaciones y no volvería hasta que desapareciera el arañazo del pecho y el cuello. ¿No acababa de decírselo la mujer de la casa? Colocó de nuevo el pie contra la planta de piel gruesa del pie de la muchacha morena, y exploró la carne oscura de más arriba.
Le recorrió un espasmo, como si quisiera decir: «Iníciame en el hechizo de la vida». La muchacha había bajado la colcha, o, mejor dicho, la manta eléctrica que había debajo. Estiró un pie por encima de la colcha. Pensando que le gustaría hacerla rodar hasta el frío del crudo invierno, Eguchi contempló sus pechos y su abdomen. Apoyó la cabeza en un pecho y escuchó su corazón. Había esperado unos latidos fuertes, pero eran extrañadamente sosegados. ¿Y acaso un poco irregulares?
– Te enfriarás.
La cubrió y desconectó su lado de la manta. «El hechizo que constituía la vida de una mujer -pensó-, no era tan importante. Si la estrangulaba, le resultaría fácil. No representaría ningún esfuerzo, ni siquiera para un anciano.» Cogió su pañuelo y se frotó la mejilla que había posado sobre el pecho de la muchacha. Su olor aceitoso parecía proceder de él. El sonido del corazón de la joven persistía en su oído. Se llevó una mano al propio corazón. Quizá porque era el suyo, se le antojó el más fuerte de los dos.
Se volvió hacia la muchacha más dulce, dando la espalda a la morena. La nariz bien formada pareció fina y elegante a sus ojos cansados y présbitas. No pudo resistir la tentación de poner la mano bajo el cuello largo y esbelto y atraerla hacia sí. Al acercarse suavemente a él, la muchacha despidió una dulce fragancia, que se mezcló con el olor salvaje y penetrante de la muchacha morena que tenía a sus espaldas. Apretó contra sí a la muchacha rubia. Su respiración era breve y rápida. Pero no debía temer que se despertara. Yació inmóvil durante un rato.
«¿Le pediré que me perdone? ¿Como la última mujer de mi vida?» La muchacha que tenía a su espalda parecía estar tratando de excitarle. Echó la mano hacia atrás y la tocó. Era la carne de sus pechos:
– Estate quieta. Escucha las olas invernales y estate quieta -intentaba calmarse a sí mismo.
«Estas muchachas han sido narcotizadas. Es como si las hubieran paralizado. Les han dado un veneno o una droga muy fuerte.» Y, ¿por qué? «¿Por qué, sino por dinero?» No obstante, se sorprendió dudando. Cada mujer era diferente de todas las demás. Lo sabía; y, sin embargo, ¿tan diferente era la muchacha que tenía delante que estaba dispuesto a infligirle una herida que no se curaría, una pena que duraría toda su existencia? Eguchi, a sus sesenta y siete años, podía pensar, si así lo deseaba, que los cuerpos de todas las mujeres eran iguales. Y en esta muchacha no había afirmación ni negativa, no había ninguna respuesta. Lo único que la distinguía de un cadáver era que respiraba y tenía la sangre caliente. De hecho, cuando se despertara a la mañana siguiente, ¿acaso sería muy distinta de un cadáver con los ojos abiertos? Ahora no había en la muchacha amor, vergüenza, ni miedo. Cuando se despertara podría haber amargura y remordimiento. No sabría quién la había poseído. Sólo deduciría que había sido un viejo. Probablemente no se lo diría a la mujer de la casa. Ocultaría hasta el fin el hecho de que la regla de esta casa de ancianos había sido violada, y de este modo nadie lo sabría excepto ella. Su piel suave se adhería a Eguchi. La muchacha morena, tal vez aterida ahora que su lado de la manta estaba desconectado, apretaba su espalda desnuda contra Eguchi. Uno de sus pies se encontraba entre los de la muchacha de piel clara. Eguchi sintió que le abandonaban las fuerzas, y de nuevo tuvo deseos de reír. Alargó la mano hacia el sedante. Estaba insertado entre las dos y sólo podía moverse con dificultad. Con la mano en la frente de la muchacha rubia, contempló las píldoras de costumbre.
– ¿Prescindo de ellas esta noche? -se preguntó.
Era evidente que se trataba de una fuerte droga. Se quedaría dormido sin esfuerzo. Por primera vez se le ocurrió preguntarse si todos los ancianos que venían a la casa tomaban obedientemente la medicina. Pero, ¿no era propio de la fealdad de la vejez que, no queriendo perder horas con el sueño, se abstuvieran de tomarla? Pensó que él aún no había entrado a formar parte de aquella fealdad. Una vez más se tragó las píldoras. Recordaba haber dicho una vez que quería la droga administrada a la muchacha.