¿Qué le pasaría entonces a Carol-Ann?
Tom Luther lo había planeado todo con sumo cuidado, y habría tenido en cuenta la posibilidad de que el clipper se retrasara. Tendría alguna forma de ponerse en contacto con sus compinches, para confirmar o alterar la hora de la cita.
Pero si el avión regresaba, Carol-Ann seguiría en manos de los secuestradores durante veinticuatro horas más, como mínimo.
Durante la mayor parte de su período de descanso, Eddie se había quedado sentado en el compartimento de delante, removiéndose en el asiento y mirando por la ventana. Ni siquiera había intentado dormir, sabiendo que le resultaría imposible. Imágenes de Carol-Ann le habían atormentado constantemente: Carol-Ann llorando, atada, o cubierta de moretes; Carol-Ann asustada, suplicante, histérica, desesperada. Cada cinco minutos deseaba descargar su puño contra el fuselaje, y luchaba sin cesar contra el impulso de subir corriendo la escalera y preguntar a su sustituto, Mickey Finn, cuánto combustible se había consumido.
Su aturdimiento le había llevado a provocar a Tom Luther en el comedor. Se había comportado como un idiota. La mala suerte les había destinado a la misma mesa. Después, Jack Ashford, el navegante, había leído la cartilla a Eddie, y éste se había dado cuenta de lo estúpido que había sido. Ahora, Jack sabía que algo ocurría entre Eddie y Luther. Eddie se había negado a proporcionar más detalles a Jack, y éste lo había aceptado…, por ahora. Eddie se había jurado mentalmente proceder con más cautela. Si el capitán Baker llegaba tan sólo a sospechar que estaban chantajeando a su mecánico, abortaría el vuelo, y Eddie ya no podría ayudar a Carol-Ann. Una preocupación más sobre sus espaldas.
Durante el segundo turno de cena había quedado olvidada la actitud de Eddie hacia Tom Luther, en la excitación de la pelea entre Mervyn Lovesey y lord Oxenford. Eddie no la había presenciado, pues se encontraba en el compartimento delantero, sumido en sus preocupaciones, pero los camareros se lo habían contado todo al poco rato. Eddie opinaba que Oxenford era un animal al que convenía bajar los humos, tal como había hecho el capitán Baker. Eddie sentía pena por el muchacho, Percy, que había sido criado por un padre semejante.
El tercer turno terminaría dentro de escasos minutos, y la cubierta de pasajeros no tardaría en apaciguarse. Los mayores se irían a la cama. Los demás permanecerían sentados un par de horas, notando las sacudidas, demasiado excitados o nerviosos para dormir. Después, uno a uno, sucumbirían al horario dictado por la naturaleza y se retirarían. Algunos irreductibles iniciarían una timba en el salón principal y continuarían bebiendo, pero sería la típica sesión tranquila de copas y juego que en muy raras ocasiones producía problemas.
Eddie consultó ansiosamente el consumo de combustible en la gráfica que llamaban curva de Howgozit. La línea roja que indicaba el consumo real se hallaba bastante por encima de la línea que indicaba la previsión, trazada a lápiz. Era casi inevitable, puesto que había falseado la previsión, pero la diferencia era mayor de la que esperaba, a causa del tiempo.
Su preocupación aumentó a medida que calculaba la distancia posible a recorrer por el avión en relación con el combustible restante. Cuando realizó los cálculos en base a tres motores, un sistema al que obligaban las normas de seguridad, descubrió que no quedaba combustible suficiente para llegar a Terranova.
Tendría que haberlo dicho de inmediato al capitán, pero no lo hizo.
La diferencia era muy pequeña: con cuatro motores había suficiente combustible. Además, la situación podía cambiar en el curso de las dos horas siguientes. Cabía la posibilidad de que los vientos fueran más suaves de lo previsto, y el avión consumiría menos carburante del calculado, llegando a su destino sin contratiempos. Y, en cualquier caso, si ocurría lo peor, podían cambiar de ruta y atravesar la tormenta, acortando distancias. El único daño que sufrirían los pasajeros serían las sacudidas.
Ben Thompson, el operador de radio, que se hallaba a su izquierda, estaba transmitiendo un mensaje en código Morse, inclinando su cabeza calva sobre la consola. Eddie, confiando en que se tratara de un parte meteorológico más favorable, se puso detrás de él y leyó por encima de su hombro.
El mensaje le sorprendió y desconcertó.
Era del FBI e iba dirigido a alguien llamado Ollis Field.
Decía: la oficina ha recibido en información de que en el avión pueden viajar cómplices de conocidos criminales. Tome precauciones especiales respecto al prisionero.
¿Qué significaba? ¿Tenía relación con el secuestro de Carol-Ann? Por un momento, a Eddie le dio vueltas la cabeza. Ben arrancó la página del cuaderno.
– ¡Capitán! -gritó-. Será mejor que eche un vistazo a esto.
Jack Ashford levantó la vista, alertado por el tono perentorio del radiotelegrafista. Eddie cogió el mensaje, se lo enseñó a Jack y lo pasó al capitán Baker, que estaba comiendo filete con puré de patatas servidos en una bandeja dispuesta en la mesa de conferencias, situada en la parte posterior de la cabina.
El semblante del capitán se ensombreció a medida que leía.
– Esto no me gusta -dijo-. Ollis Field debe de ser un agente del fbi.
– ¿Es un pasajero? -preguntó Eddie.
– Sí. Ya me había parecido un poco raro. Un tipo vulgar, en nada parecido al típico pasajero del clipper . Se quedó a bordo durante la escala en Foynes.
Eddie no se había dado cuenta, pero el navegante sí.
– Creo que sé a quién se refiere -dijo Jack, rascándose la barbilla-. Un calvorotas. Va con un tío más joven, vestido como un figurín. Hacen una pareja bastante rara.
– El chico debe de ser el prisionero -dijo el capitán-. Me parece que se llama Frank Gordon.
La mente de Eddie trabajaba a toda velocidad.
– Por eso se quedaron a bordo en Foynes: el hombre del FBI no quiere dar a su prisionero la menor oportunidad de escapar.
El capitán asintió con aire sombrío.
– A Gordon lo habrán extraditado de Inglaterra…, y no se consigue una orden de extradición por robar en las tiendas. Ese chico debe ser un criminal peligroso. ¡Y lo han metido en este avión sin decírmelo!
– Me pregunto qué habrá hecho -dijo Ben, el operador de radio.
– Frank Gordon -musitó Jack-. Me suena. Esperad un momento… ¡Apuesto a que es Frankie Gordino!
Eddie recordó haber leído artículos sobre Frankie Gordino en los periódicos. Era un matón de una banda radicada en Nueva Inglaterra. El delito por el que era reclamado estaba relacionado con el propietario de un club nocturno que se había negado a pagar protección. Gordino había irrumpido en el club, disparado al propietario en el estómago, violado a la novia del hombre e incendiado el local. El tipo murió, pero la novia escapó de las llamas e identificó a Gordino en fotografías.
– No tardaremos en averiguar si es él -dijo Baker-. Eddie, hazme un favor, ve a buscar a Ollis Field y pídele que suba a verme.
– Hecho.
Eddie se puso la gorra y la chaqueta del uniforme y bajó por la escalera, dándole vueltas en la cabeza a este nueve acontecimiento. Estaba seguro de que existía alguna relación entre Frankie Gordino y la gente que había raptado a Carol-Ann, y trató frenéticamente de adivinarla, sin el menor éxito. Echó un vistazo a la cocina, donde un camarero estaba llenando una jarra de café.
– Davy -preguntó-, ¿dónde está el señor Ollis Field? -Compartimento número 4, lado de babor, mirando hacia la cola.
Eddie avanzó por el pasillo, manteniendo el equilibrio sobre el suelo movedizo gracias a la práctica. Observó el aspecto compungido de la familia Oxenford en el compartimento número 2. El último turno estaba a punto de finalizar en el comedor; el café se derramaba sobre los platillos mientras la tempestad azotaba al avión. Pasó por el número 3 y llegó al 4.
En el asiento de babor que miraba a la cola estaba sentado un hombre calvo de unos cuarenta años. Parecía medio dormido, fumaba un cigarrillo y miraba por la ventana a la oscuridad que reinaba en el exterior. No respondía a la imagen que se había forjado Eddie de un agente del fbi. No se imaginaba a este hombre irrumpiendo en una habitación lle na de contrabandistas de licor, revólver en mano.
Frente a Field se hallaba un hombre joven, mucho mejor vestido, con la complexión de un atleta retirado que está engordando. Debía de ser Gordino. Tenía la cara mofletuda mohína de un niño mimado. ¿Seria capaz de dispararle a un hombre en el estómago?, se preguntó Eddie. Sí, creo que si.
– ¿Señor Field? -preguntó Eddie al hombre mayor.
– Sí.
– El capitán querría hablar con usted, si dispone de un momento.
Field arrugó el entrecejo por un momento y adoptó a continuación una expresión resignada. Había adivinado que su secreto ya no era tal, y estaba irritado, pero su expresión también delataba que, en el fondo, le daba igual.
– Por supuesto -contestó.
Aplastó el cigarrillo en el cenicero fijado a la pared, se desabrochó el cinturón de seguridad y se puso en pie.
– Sígame, por favor -dijo Eddie.
Al volver por el compartimento número 3, Eddie vio a Tom Luther, y sus miradas se cruzaron. En aquel instante, Eddie tuvo una inspiración.
La misión de Tom Luther era rescatar a Frankie Gordino Se quedó tan conmocionado por la revelación que dejó de andar, y Ollis Field tropezó con él.
Luther le miró con el pánico reflejado en sus ojos, temiendo que Eddie fuera a hacer algo que diera al traste con su juego.
– Perdone -dijo Eddie a Field, y siguió caminando,
Todo se estaba aclarando, Frankie Gordino se había visto obligado a huir de Estados Unidos, pero el fbi le había seguido la pista hasta Inglaterra, consiguiendo la extradición. Se había decidido devolverle al país por vía aérea, pero sus cómplices lo habían descubierto. Su propósito era sacar del avión a Gordino antes de llegar a Estados Unidos,
Y aquí entraba Eddie. Obligaría al clipper a posarse sobre el mar, cerca de la costa de Maine. Una lancha rápida estaría esperando. Sacarían a Gordino del clipper y escaparían en la lancha, Pocos minutos después desembarcaría en algún lugar seguro, seguramente al otro lado de la frontera con Canadá. Un coche le aguardaría para conducirle a un escondite. Lograría burlar a la justicia… gracias a Eddie Deakin.
Mientras guiaba a Field hacia la cubierta de vuelo, Eddie experimentó un gran alivio al comprender por fin lo que estaba ocurriendo, aunque al mismo tiempo se sintió horrorizado de que, para salvar a su mujer, debía ayudar a un criminal a obtener la libertad.