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TERCERA PARTE. De Foynes a mitad del Atlántico

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Diana Lovesey pisó el muelle de Foynes y se sintió patéticamente agradecida por notar suelo firme bajo los pies.

Estaba triste, pero serena. Había tomado una decisión: no volvería al clipper , no volaría a Estados Unidos y no se casaría con Mark Alder.

Sus rodillas temblaban, y por un momento temió que iba a caerse, pero la sensación desapareció y caminó hacia el puesto de aduanas.

Enlazó su brazo con el de Mark. Se lo diría en cuanto estuvieran solos. Le rompería el corazón, pensó con una punzada de pena; la quería muchísimo. Sin embargo, era demasiado tarde para pensar en eso.

La mayoría de los pasajeros ya habían desembarcado. Las excepciones era la extraña pareja sentada cerca de Diana, el apuesto Frank Gordon y el calvo Ollis Field; se habían quedado a bordo. Lulu Bell no había parado de hablar con Mark. Diana no le hacía caso. Ya no estaba enfadada con Lulu. La mujer era entrometida e insoportable, pero había conseguido que Diana comprendiera la verdad de su situación.

Pasaron por la aduana y salieron del muelle. Se encontraban en el extremo oeste de un pueblo compuesto de una sola calle. Un rebaño de vacas cruzaba la calle, y tuvieron que esperar a que los animales se alejaran.

Diana oyó un comentario de la princesa Lavinia.

– ¿Por qué nos han traído a este villorrio?

– La acompañaré al edificio de la terminal, princesa -dijo Davy, el mozo. Señaló un edificio de grandes dimensiones, que recordaba una posada antigua, con las paredes cubiertas de enredaderas-. Hay un bar muy confortable, llamado la «Taberna de la señora Walsh», donde sirven un whisky irlandés excelente.

Cuando las vacas terminaron de pasar, varios pasajeros siguieron a Davy hasta la «Taberna de la señora Walsh».

– Vamos a dar un paseo por el pueblo -dijo Diana a Mark.

Quería estar a solas con él lo antes posible. É1 sonrió, accediendo a su propuesta. Sin embargo, otros pasajeros tuvieron la misma idea, entre ellos Lulu, y una pequeña multitud se puso a recorrer la calle principal de Foynes.

Había una estación de tren, una oficina de correos y una iglesia, seguidas de dos hileras de casas, construidas con piedra gris; los techos eran de pizarra. Algunas casas tenían tienda en la fachada. Vieron varios carritos tirados por ponys en la calle, pero un solo vehículo motorizado. Los habitantes del pueblo, vestidos con prendas de tweed o hechas en casa, miraban con ojos desorbitados a los visitantes, ataviados con sedas y pieles, y Diana experimentó la sensación de que estaba desfilando en una procesión. Foynes aún no se había acostumbrado a ser un lugar de paso donde se detenía la élite rica y privilegiada del mundo.

Ansiaba que el grupo se dispersara, pero nadie se alejaba un milímetro, como exploradores temerosos de extraviarse. Empezó a sentirse atrapada. El tiempo pasaba.

– Entremos ahí -dijo, cuando pasaron junto a otro bar.

– Qué gran idea -replicó al instante Lulu-. En Foynes no hay nada que ver.

Diana estaba hasta el gorro de Lulu.

– Me gustaría hablar con Mark a solas -dijo, malhumorada.

Mark se mostró turbado.

– ¡Cariño! -protestó.

– No te preocupes -contestó Lulu de inmediato-. Seguiremos paseando y dejaremos solos a los amantes. Ya encontraremos otro bar, si es que no conozco mal Irlanda.

Habló en tono alegre, pero sus ojos no sonreían.

– Lo siento, Lulu -dijo Mark.

– No tienes por qué -contestó la actriz con jovialidad. Diana no quería que Mark se disculpara en su nombre.

Giró sobre sus talones y entró en el edificio, obligándole a seguirla.

El local era oscuro y frío. Había una barra alta, con botellas y barricas detrás. La sala, que tenía el suelo de tablas, albergaba unas pocas mesas y sillas de madera. Dos ancianos sentados en un rincón miraron a Diana. Llevaba una chaquetilla de seda rojo-anaranjada sobre el vestido de lunares. Se sintió como una princesa en una casa de empeños.

Una mujer menuda cubierta con un delantal apareció detrás del mostrador.

– Un coñac, por favor -pidió Diana. Quería armarse de valor. Se sentó a una mesa.

Mark entró…, probablemente después de haber presentado sus excusas a Lulu, pensó Diana con amargura. Tomó asiento a su lado.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó Mark.

– Estoy harta de Lulu.

– ¿Por qué fuiste tan grosera?

– No fui grosera. Sólo dije que quería hablar contigo a solas.

– ¿No se te ocurrió una manera más diplomática de decirlo?

– Creo que esa mujer es inmune a las indirectas.

Mark parecía molesto y a la defensiva.

– Bueno, pues estás equivocada. Es una persona muy sensible, aunque aparente lo contrario.

– De todos modos, da igual,

– ¿Cómo que da igual? ¡Has ofendido a una de mis amistades más antiguas!

La camarera trajo el coñac de Diana. Lo bebió a toda prisa para fortalecer el ánimo. Mark pidió una jarra de Guinness.

– Da igual porque he cambiado de opinión sobre todos nuestros proyectos, y no pienso ir a Estados Unidos contigo -replicó Diana.

Mark palideció.

– No lo dirás en serio.

– He estado pensando. No quiero ir. Volveré con Mervyn…, si me deja.

Estaba segura de que no se opondría.

– Tú no le quieres. Me lo dijiste. Y sé que es verdad.

– ¿Qué sabes tú? Nunca has estado casado.

Una expresión dolida apareció en el rostro de Mark. Diana se enterneció y apoyó una mano en su rodilla.

– Tienes razón, no quiero a Mervyn como te quiero a ti. -Se sintió avergonzada de sí misma, y apartó la mano-. Pero no está bien.

– He prestado demasiada atención a Lulu -confesó Mark, arrepentido-. Lo siento, cariño. Perdóname. Creo que me he enrollado tanto con ella porque hacía mucho tiempo que no la veía. No te he hecho caso. Esta es nuestra gran aventura, y me he olvidado durante una hora. Perdóname, por favor.

Se mostraba tierno cuando comprendía que se había equivocado; su expresión apenada recordaba la de un colegial. Diana se obligó a recordar lo que había sentido una hora antes.

– No se trata sólo de Lulu -dijo-. Creo que mi comportamiento ha sido imprudente.

La camarera trajo la bebida de Mark, pero éste no la tocó.

– He dejado todo lo que tenía -prosiguió Diana-. Casa, marido, amigos y país. Voy a cruzar el Atlántico en avión, que es muy peligroso. Y viajo hacia un país desconocido en el que no tengo amigos, dinero ni nada.

Mark parecía abatido.

– Dios mío, ahora me doy cuenta de lo que hecho. Te he abandonado cuando te sentías más vulnerable. Nena, soy un capullo redomado. Te prometo que nunca volverá a suceder.

Tal vez cumpliera su promesa, y tal vez no. Era cariñoso, pero también descuidado. Ceñirse a un plan no era su estilo. Ahora era sincero, pero ¿recordaría su juramento la próxima vez que se encontrara con una vieja amistad? Su actitud despreocupada ante la vida fue lo primero que cautivó a Diana; y ahora, irónicamente, comprendía que esa actitud le hacía poco digno de confianza. En cambio, si algo se podía decir en favor de Mervyn, era lo contrario: buenas o malas, sus costumbres nunca se alteraban.

– Creo que no puedo confiar en ti -dijo Diana.

– ¿Cuándo te he decepcionado? -preguntó él, algo irritado.

A ella no se le ocurrió ningún ejemplo.

– De todos modos, lo harás.

– Lo importante es que tú quieres dejar atrás todo eso. Eres infeliz con tu marido, tu país está en guerra y estás hasta la coronilla de tu hogar y de tus amistades… Tú me lo has dicho.

– Hasta la coronilla, pero no asustada.

– No tienes por qué estar asustada. Estados Unidos es como Inglaterra. La gente habla el mismo idioma, va a ver las mismas películas, escucha las mismas orquestas de jazz. Te va a encantar. Yo cuidaré de ti, te lo prometo.

Ojalá pudiera creerle, pensó Diana.

– Y no te olvides de otra cosa -siguió Mark-. Hijos.

La palabra llegó al fondo de su corazón. Deseaba con toda su alma tener un hijo, y Mervyn se oponía radicalmente. Mark sería un buen padre, cariñoso, alegre y tierno. Se sintió confusa, y su decisión se tambaleó. Al fin y al cabo, tal vez debería rendirse. ¿Qué significaban para ella el hogar y la seguridad si no podía tener una familia?

¿Y si Mark la abandonaba antes de llegar a California? ¿Y si otra Lulu aparecía en Reno, justo después del divorcio, y Mark se fugaba con ella? Diana se quedaría sin marido, sin hijos, sin dinero y sin hogar.

Deseó haber reflexionado más antes de decirle sí. En lugar de echarle los brazos al cuello y acceder a todo, tendría que haber pensado en el futuro, sin descuidar el menor detalle. Tendría que haberle pedido una especie de seguridad, aunque sólo hubiera sido un billete de vuelta por si las cosas se torcían. Claro que eso le habría ofendido y, en cualquier caso, se necesitaría algo más que un billete para cruzar el Atlántico, ahora que la guerra había estallado.

No sé lo que tendría que haber hecho, pensó abatida, pero ya es demasiado tarde para arrepentirse. He tomado mi decisión y no quiero que me disuada.

Mark le cogió las manos. Ella estaba demasiado triste para apartarlas.

– Puesto que has cambiado de opinión una vez, hazlo otra vez -dijo, en tono persuasivo-. Ven conmigo, casémonos y tengamos hijos. Viviremos en una casa a pie de playa, y nuestros críos chapotearán en las olas. Serán rubios y bronceados, y crecerán jugando al tenis, practicando el surfing y pedaleando en bicicletas. ¿Cuántos niños quieres? ¿Dos? ¿Tres? ¿Seis?

Pero Diana había superado su momento de debilidad.

– No está bien, Mark. Voy a volver a casa.

Leyó en los ojos de Mark que ahora le creía. Intercambiaron una mirada de tristeza. Durante un rato, los dos guardaron silencio.

Entonces, Mervyn entró.

Diana no daba crédito a sus ojos. Le miró como si fuera un fantasma. ¡No podía estar aquí, era imposible!

– De modo que os he cazado -dijo, con su familiar voz de barítono.

Emociones contradictorias se apoderaron de Diana. Estaba consternada, conmovida, asustada, aliviada, turbada y avergonzada. Se dio cuenta de que su marido observaba sus manos entrelazadas con las de otro hombre. Se soltó de Mark con brusquedad.

– ¿Qué te pasa? ¿Qué ocurre? -preguntó Mark.

Mervyn se acercó a la mesa y se quedó de pie con los brazos en jarras, observándoles.

– ¿Quién demonios es este pelmazo? -preguntó Mark.

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