Литмир - Электронная Библиотека

– Mervyn dijo Diana con voz débil.

– ¡Caramba!

– Mervy…, ¿cómo has llegado aquí? -preguntó Diana.

– Volando -respondió él, con su concisión habitual. Diana reparó en que llevaba una chaqueta de cuero y sostenía un casco bajo el brazo.

– Pero…, ¿cómo supiste dónde estábamos?

– En tu carta me decías que te marchabas en avión a Estados Unidos, y sólo hay una forma de hacerlo -replicó Mervyn, con una nota triunfal en la voz.

Ella se dio cuenta de que su marido estaba complacido consigo mismo por haber descubierto dónde se hallaba y haberla interceptado, contra todo pronóstico. Nunca había imaginado que podría alcanzarla en su aeroplano; ni siquiera había pasado por su mente. Una oleada de gratitud por su hazaña la invadió.

Mervyn se sentó frente a ellos.

– Tráigame un whisky irlandés doble -pidió a la camarera.

Mark levantó su cerveza y bebió con nerviosismo. Diana le miró. Al principio, pareció intimidado por Mervyn, pero ahora había comprendido que Mervyn no se iba a enzarzar en una pelea a puñetazo limpio. Su expresión reflejaba inquietud. Acercó la silla a la mesa unos centímetros, como para distanciarse de Diana. Quizá se sentía avergonzado por el hecho de haber sido descubiertos cogidos de las manos.

Diana bebió un poco de coñac para procurarse fuerzas. Mervyn la contemplaba con fijeza. Su expresión de perplejidad y dolor casi la había impulsado a echarle los brazos al cuello. Había recorrido una enorme distancia sin saber qué clase de recibimiento encontraría. Alargó la mano y le tocó el brazo, como para darle ánimos.

Ante su sorpresa, Mervyn pareció incómodo y lanzó una mirada de preocupación a Mark, como desconcertado por el hecho de que su mujer le tocara en presencia de su amante. Le sirvieron el whisky y lo bebió de un trago. Mark parecía herido, y volvió a acercar la silla a la mesa.

Diana estaba confusa. Nunca se había encontrado en una situación semejante. Los dos la amaban. Se había acostado con ambos…, y ambos lo sabían. Era insoportablemente embarazoso. Quería consolar a los dos, pero tenía miedo de hacerlo. Se reclinó en su silla, a la defensiva, alejándose de ellos.

– No quería hacerte daño, Mervyn -dijo.

Él la miró con dureza.

– Te creo.

– Tú… ¿comprendes lo que ha ocurrido?

– Como soy un alma sencilla, capto lo esencial -respondió su marido con sarcasmo-. Te has largado con tu querido. -Miró a Mark y se inclinó hacia adelante, como dispuesto a agredirle-. Un norteamericano, por lo que veo, el típico calzonazos que te permitirá hacer lo que te dé la gana.

Mark se apoyó contra el respaldo de la silla y no dijo nada, pero contempló a Mervyn con atención. Mark no era un camorrista. Tampoco parecía ofendido, sino sólo intrigado. Mervyn había sido un personaje importante en la vida de Mark, aunque jamás se habían visto. Mark debía haberse consumido de curiosidad durante todos estos meses acerca del hombre con el que Diana dormía cada noche. Ahora que le estaba descubriendo, se sentía fascinado. Mervyn, al contrario, no mostraba el menor interés por Mark.

Diana contempló a los dos hombres. No podían ser más diferentes. Mervyn era alto, agresivo, nervioso, áspero; Mark era bajo, pulcro, vivaz, liberal. Se le ocurrió que Mark tal vez utilizaría esta escena para alguno de sus guiones.

Los ojos de Diana se llenaron de lágrimas. Sacó un pañuelo y se sonó.

– Sé que he sido imprudente -musitó.

– ¡Imprudente! -estalló Mervyn, burlándose de la inadecuada palabra-. Te has portado como una imbécil.

Diana parpadeó. Su menosprecio siempre le llegaba al alma, pero esta vez se lo merecía.

La camarera y los dos viejos del rincón seguían la conversación con indisimulado interés.

– ¿Puedes traerme un bocadillo de jamón, cielo? -dijo Mervyn a la camarera.

– Con mucho gusto -respondió ella. Mervyn siempre caía bien a las camareras.

– Es que… En los últimos tiempos me sentía muy desdichada -dijo Diana-. Sólo buscaba un poco de felicidad.

– ¡Buscabas un poco de felicidad! En Estados Unidos…, donde no tienes amigos, parientes ni casa… ¿Dónde está tu sentido común?

Diana agradecía su llegada, pero deseaba que se mostrara más amable. Sintió la mano de Mark sobre su hombro.

– No le escuches -dijo en voz baja-. ¿Por qué no vas a ser feliz? No es malo.

Diana miró con temor a Mervyn, asustada de ofenderle aún más. Quizá la iba a repudiar. Sería sumamente humillante que la rechazara delante de Mark (y mientras la horrible Lulu Bell estuviera cerca). Era capaz: solía obrar así. Ojalá no la hubiera seguido. Significaba que debería tomar una decisión sin más tardanza. Si hubiera contado con más tiempo, Diana habría curado su orgullo herido. Esto era demasiado precipitado. Diana levantó la jarra y la acercó a sus labios, pero la dejó sobre la mesa sin tocarla.

– No me apetece -dijo.

– Supuse que querrías una taza de té -dijo Mark.

Eso era justo lo que ella deseaba.

– Sí, me encantaría.

Mark se aproximó a la barra y pidió el té.

Mervyn nunca lo habría hecho; según su forma de pensar, eran las mujeres quienes pedían el té. Dedicó a Mark una mirada de despreció.

– ¿Ese es mi fallo? -preguntó a Diana, irritado-. No irte a buscar el té, ¿verdad? Además de traer el dinero a casa, quieres que haga de criada.

Le trajeron el bocadillo, pero no comió.

Diana no supo qué contestarle.

– No hace falta que armes una trifulca.

– ¿No? ¿Qué mejor momento que ahora? Te largas con este patán, sin despedirte, dejándome una estúpida nota…

Sacó un trozo de papel del bolsillo de la chaqueta y Diana reconoció su carta. Enrojeció, humillada. Había derramado lágrimas sobre aquella nota; ¿cómo podía exhibirla en un bar? Se apartó de él, resentida.

Trajeron el té y Mark cogió la tetera.

– ¿Desea que un patán le sirva una taza de té? -preguntó a Mervyn.

Los dos irlandeses del rincón estallaron en carcajadas, pero Mervyn no alteró la expresión y calló.

Diana empezó a sentirse irritada con él.

– Puede que sea una necia, Mervyn, pero tengo derecho a ser feliz.

Él apuntó un dedo acusador en dirección a su mujer.

– Hiciste un juramento cuando te casaste conmigo y no tienes derecho a dejarme.

La frustración alimentó el furor de Diana. Mervyn era inflexible, y explicarle algo era como hablar con una piedra. ¿Por qué no podía ser razonable? ¿Por qué estaba siempre tan seguro de que él tenía razón y los demás se equivocaban?

De pronto, se dio cuenta de que conocía muy bien esta sensación. La había experimentado una vez a la semana, como mínimo, durante cinco años. En las últimas horas, a causa del pánico que la había invadido en el avión, había olvidado lo horrible que era, la desdicha que le producía. Ahora, todo aquello se reproducía de nuevo, como el horror de una pesadilla recordada.

– Ella puede hacer lo que le plazca, Mervyn -dijo Mark-.

No puedes obligarla a nada. Es una mujer adulta. Si quiere volver contigo a casa, lo hará; si quiere ir a Estados Unidos y casarse conmigo, también lo hará.

Mervyn descargó un puñetazo sobre la mesa.

– ¡No va a casarse con usted, porque ya está casada conmigo!

– Puede obtener el divorcio.

– ¿Alegando qué?

– En Nevada no hace falta alegar nada.

Mervyn dirigió su mirada encolerizada a Diana.

– No te irás a Nevada. Volverás a Manchester conmigo. Diana miró a Mark. Él sonrió.

– No has de obedecer a nadie -dijo Mark-. Haz lo que quieras.

– Ponte la chaqueta -ordenó Mervyn.

Mervyn, con su manera desatinada, había devuelto a Diana el sentido común. Ahora comprendía que su miedo a volar y su angustia acerca de vivir en Estados Unidos eran preocupaciones nimias comparada con la pregunta más importante de todas: ¿con quién quería vivir? Amaba a Mark, y Mark la amaba a ella, y todas las demás consideraciones eran marginales. Una tremenda sensación de alivio se derramó sobre ella cuando tomó la decisión y la anunció a los dos hombres que la querían. Contuvo la respiración.

– Lo siento, Mervyn -dijo. Me voy con Mark.

12

Nancy Lenehan se permitió un minuto de júbilo cuando miró desde el Tiger Moth de Mervyn Lovesey y vio el clipper de la Pan American flotando majestuosamente en las aguas serenas del estuario del Shannon.

Las probabilidades estaban en su contra, pero había atrapado a su hermano y malogrado su plan, al menos en parte. Hay que levantarse muy temprano para ganarle la partida a Nancy Lenehan, pensó, en un raro momento de autoalabanza.

Peter iba a llevarse el susto de su vida cuando la viera.

Mientras el pequeño aeroplano amarillo volaba en círculos y Mervyn buscaba un sitio para aterrizar, Nancy empezó a sentirse tensa al pensar en el inminente enfrentamiento con su hermano. Aún le costaba creer que la hubiera engañado y traicionado sin el menor escrúpulo. ¿Cómo pudo hacerlo? Cuando eran niños, se bañaban juntos. Ella le había puesto rodilleras, explicado cómo se hacían los niños, y siempre le había dado un trozo de su chicle. Ella había guardado sus secretos, pero le había revelado los suyos. Cuando se hicieron mayores, Nancy alimentó el ego de su hermano, procurando no avergonzarle nunca por ser mucho más inteligente que él, a pesar de que era una mujer.

Siempre había cuidado de él. Y cuando papá murió, permitió que Peter se convirtiera en presidente de la empresa. Esto le había costado muy caro. No sólo había reprimido sus ambiciones para dejarle paso; al mismo tiempo, había frustrado un incipiente romance, porque Nat Ridgeway, el brazo derecho de papá, había renunciado cuando Peter se hizo cargo del negocio. Ya nunca sabría en qué habría desembocado aquel romance, porque Nat Ridgeway se había casado.

Su amigo y abogado, Patrick MacBride, la había aconsejado que no cediera a Peter la presidencia, pero ella había hecho caso omiso de su consejo, actuando contra sus propios intereses, porque sabía lo herido que se sentiría Peter cuando la gente pensara que no daba la talla de su padre. Cuando recordaba todo cuanto había hecho por él, y pensaba a continuación en los engaños y mentiras de Peter, le daban ganas de llorar de rabia y resentimiento.

Estaba desesperadamente impaciente por encontrarle, plantarse frente a él y mirarle a los ojos. Quería saber cómo reaccionaría y qué le diría.

También se encontraba ansiosa por presentar batalla. Alcanzar a Peter sólo era el primer paso. Tenía que subir al avión de entrada, pero si iba lleno tendría que convencer a alguien para que le vendiera su billete, utilizar sus encantos para persuadir al capitán, o incluso emplear el soborno. Luego, cuando llegara a Boston, debería convencer a los accionistas menores, a su tía Tilly y a Danny Riley, el viejo abogado de su padre, de que se negaran a vender sus acciones a Nat Ridgeway. Estaba segura de poder conseguirlo, pero Peter no se rendiría sin presentar batalla, y Nat Ridgeway era un oponente formidable.

41
{"b":"93763","o":1}