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Mervyn posó el avión en el terreno de una granja cercana a la aldea. En una sorprendente demostración de buenos modales, ayudó a Nancy a bajar a tierra. Cuando pisó por segunda vez suelo irlandés, Nancy pensó en su padre, quien, si bien no paraba de hablar del viejo país, jamás lo había visitado. Lástima. Le habría gustado saber que sus hijos habían pasado por Irlanda, pero saber que su hijo había arruinado la empresa a la que había dedicado toda su vida le habría partido el corazón. Mejor que no estuviera vivo para verlo.

Mervyn aseguró el aparato con una cuerda. Nancy se alegró de dejarlo atrás. Aunque era bonito, casi la había matado. Aún se estremecía cada vez que recordaba el descenso hacia el acantilado. No tenía la intención de meterse en un avión pequeño nunca más.

Caminaron a buen paso hacia el pueblo, siguiendo a una carreta tirada por caballos que iba cargada de patatas. Nancy percibió que Mervyn experimentaba una mezcla de triunfo y temor. Como a ella, le habían engañado y traicionado, y no había querido resignarse. Y, al igual que ella, su mayor satisfacción provenía de frustrar las expectativas de aquellos que habían conspirado contra él. A los dos todavía les esperaba el auténtico reto.

Una única calle atravesaba Foynes. Hacia la mitad se encontraron con un grupo de personas bien vestidas que sólo podían ser pasajeros del clipper : daba la impresión de que pasearan por el set que no les correspondía de un estudio cinematográfico.

– Estoy buscando a la señora Diana Lovesey -dijo Mervyn, acercándose a ellos-. Creo que viaja a bordo del clipper .

– ¡Ya lo creo! -exclamó una mujer, que Nancy reconoció como la estrella de cine Lulu Bell. El tono de su voz sugería que la señora Lovesey no le caía bien. Nancy volvió a preguntarse cómo sería la mujer de Mervyn.

– La señora Lovesey y su… ¿acompañante?, entraron en un bar que hay siguiendo la calle -explicó Lulu Bell.

– ¿Puede indicarme dónde está el despacho de billetes? -preguntó Nancy.

– ¡Si alguna vez me dan el papel de guía de turismo, no necesitaré ensayar! -dijo Lulu, y los pasajeros rieron-El edificio de las líneas aéreas está al final de la calle, pasada la estación de tren y frente al puerto.

Nancy le dio las gracias y continuó andando. Mervyn ya se había adelantado, y tuvo que correr para alcanzarle. Sin embargo, se detuvo de repente cuando divisó a dos hombres que subían por la calle, enzarzados en una animada conversación. Nancy les miró con curiosidad, preguntándose por qué se había parado Mervyn. Uno era un petimetre de cabello plateado, que vestía un traje negro y un chaleco color gris gaviota, un pasajero del clipper , sin duda. El otro era un espantajo alto y flaco, con el cabello tan corto que parecía calvo y la expresión de alguien que acaba de despertar de una pesadilla. Mervyn se dirigió hacia el espantajo.

– Usted es el profesor Hartmann, ¿verdad? -dijo.

La reacción del hombre fue de absoluto sobresalto. Retrocedió un paso y alzó las manos, como si pensara que le iba a atacar.

– No pasa nada, Carl -dijo su compañero.

– Me sentiría muy honrado de estrechar su mano, señor -dijo Mervyn.

Hartmann bajó los brazos, aunque todavía parecía a la defensiva. Se dieron la mano.

El comportamiento de Mervyn sorprendió a Nancy. Había pensado que Mervyn Lovesey no aceptaba la superioridad de nadie en el mundo, pero ahora actuaba como un colegial que le pidiera el autógrafo a una estrella de béisbol.

– Me alegro de ver que consiguió escapar -continuó Mervyn-. Todos temimos lo peor cuando desapareció. Por cierto, me llamo Mervyn Lovesey.

– Le presentó a mi amigo el barón Gabon -dijo Hartmann-, que me ayudó a escapar.

Mervyn estrechó la mano de Gabon.

– No les molestaré más -dijo-. Bon voyage , caballeros.

Hartmann ha de ser alguien muy especial, pensó Nancy, para haber apartado a Mervyn, siquiera por unos momentos, de la obsesiva persecución de su mujer.

– ¿Quién es? -preguntó, mientras caminaban por la calle.

– El profesor Carl Hartmann, el físico más importante de mundo -respondió Mervyn-. Está trabajando en la desintegración del átomo. Tuvo problemas con los nazis por culpa de sus ideas políticas, y todo el mundo pensó que había muerto.

– ¿Cómo es que le conoce?

– Yo estudié física en la universidad. Pensé en dedicarme a la investigación, pero no tengo la paciencia necesaria. Sin embargo, me mantengo informado sobre los avances. Se han producido sorprendentes descubrimientos en ese campo durante los últimos diez años.

– ¿Por ejemplo?

– Una austríaca, otra refugiada del nazismo, por cierto, llamada Lise Meitner, que trabaja en Copenhague, consiguió dividir el átomo de uranio en dos átomos más pequeños, bario y criptón.

– Pensaba que los átomos eran indivisibles.

– Como todos, hasta hace poco. Lo más sorprendente es que, cuando ocurre, se produce una potentísima explosión; por eso están tan interesados los militares. Si llegan a controlar el proceso, podrán fabricar la bomba más destructiva jamás conocida.

Nancy miró al hombre asustado y harapiento de mirada enloquecida.

– Me sorprende que le permitan deambular sin vigilancia -comentó.

Estoy seguro de que le vigilan -dijo Mervyn-. Fíjese en ese tipo.

Nancy siguió la dirección que Mervyn había indicado con un cabeceo y miró al otro lado de la calle. Otro pasajero del clipper paseaba sin compañía, un hombre alto, corpulento, ataviado con un sombrero hongo, traje gris y chaleco rojo vivo.

– ¿Cree que es su guardaespaldas?

Mervyn se encogió de hombros.

– Tiene pinta de policía. Es posible que Hartmann no lo sepa, pero yo diría que tiene un ángel guardián como la copa de un pino.

Nancy no pensaba que Mervyn fuera tan observador.

– Me parece que éste es el bar -dijo Mervyn, pasando de lo cósmico a lo mundano sin pestañear. Se paró frente a la puerta.

– Buena suerte -le deseó Nancy.

Lo decía de todo corazón. De una forma curiosa, había llegado a apreciarle, a pesar de sus groseros modales. Mervyn sonrió.

– Gracias. Le deseo lo mismo.

Entró en el local y Nancy continuó andando por la calle.

Al final, al otro lado de la carretera que salía del puerto, había un edificio casi oculto bajo las enredaderas, más grande que cualquier otra estructura del pueblo. Nancy se encontró en el interior con una oficina improvisada y un joven apuesto vestido con el uniforme de la Pan American. La miró con cierto brillo en los ojos, a pesar de que sería unos quince años más joven que ella.

– Quiero comprar un billete para Nueva York -dijo Nancy.

El joven se quedó sorprendido e intrigado.

– ¡Caramba! No solemos vender billetes aquí… De hecho, no tenemos.

No parecía un problema serio. Nancy sonrió; una sonrisa siempre ayudaba a superar obstáculos burocráticos triviales.

– Bueno, un billete es un simple trozo de papel -dijo. Si yo le pago la tarifa, supongo que me dejará subir al avión, ¿verdad?

El joven sonrió. Nancy supuso que, si estaba en sus manos, accedería a la petición.

– Pues sí, pero el avión va lleno.

– ¡Maldición! -masculló Nancy. Se sintió vencida. ¿Había pasado tantas vicisitudes para nada? Aún no estaba dispuesta a tirar la toalla-. Tiene que haber algo. No necesito una cama. Dormiré en el asiento. Me conformaría con una de las plazas reservadas a los tripulantes.

– No puede comprar una plaza de tripulante. Lo único que queda libre es la suite nupcial.

– ¿Puedo quedármela? -preguntó Nancy, esperanzada. -Caramba, ni siquiera sé lo que vale…

– Pero podría averiguarlo, ¿verdad?

– Imagino que debe costar, como mínimo, el doble de la tarifa normal, que serían unos setecientos cincuenta pavos sólo de ida, pero es posible que sea más cara.

A Nancy le daba igual que costara siete mil dólares. -Le daré un cheque en blanco -dijo.

– Necesita muchísimo coger ese avión, ¿no?

– He de estar en Nueva York mañana. Es… muy importante.

No consiguió encontrar palabras para explicar lo importante que era.

– Vamos a consultarlo con el capitán -dijo el empleado-. Sígame, señora.

Nancy, mientras caminaba detrás de él, se preguntó si habría malgastado sus esfuerzos con alguien carente de autoridad para tomar una decisión.

El muchacho la condujo a una oficina en el piso superior. Había seis o siete tripulantes del clipper en mangas de camisa, fumando y bebiendo café mientras estudiaban mapas y predicciones meteorológicas. El joven la presentó al capitán Marvin Baker. Cuando el apuesto capitán le estrechó la mano, Nancy experimentó la curiosa sensación de que iba a tomarle el pulso, porque sus ademanes eran los típicos de un médico de cabecera.

– Capitán -explicó el joven-, la señorita Lenehan necesita trasladarse a Nueva York con la máxima urgencia, y está dispuesta a pagar el precio de la suite nupcial. ¿Podemos aceptarla?

Nancy aguardó ansiosamente la respuesta, pero el capitán formuló otra pregunta.

– ¿Viaja su esposo con usted, señora Lenehan?

Nancy agitó sus pestañas, una maniobra muy útil siempre que necesitaba persuadir a un hombre de hacer algo.

– Soy viuda, capitán.

– Lo siento. ¿Lleva equipaje?

– Sólo este maletín.

– Estaremos encantados de que viaje con nosotros a Nueva York, señora Lenehan -dijo el capitán.

– Gracias a Dios -exclamó Nancy-. No sabe lo importante que es para mí.

Sintió que las rodillas le flaqueaban por un momento. Se sentó en la silla más próxima. La molestaba mucho revelar sus sentimientos. Para disimular, rebuscó en su bolso y sacó el talonario. Firmó un talón en blanco con mano temblorosa y se lo dio al empleado.

Había llegado el momento de enfrentarse con Peter.

– He visto algunos pasajeros en el pueblo -dijo-. ¿Dónde están los demás?

– La mayoría han ido a la «Taberna de la señora Walsh» -indicó el joven-. Es un bar que hay en este edificio. Se entra por la parte de al lado.

Nancy se levantó. Los temblores habían desaparecido.

– Les estoy muy agradecida -dijo.

– Ha sido un placer ayudarla.

Nancy se marchó.

Mientras cerraba la puerta, oyó que los hombres comentaban entre sí, y adivinó que estarían realizando observaciones procaces sobre la atractiva viuda que podía permitirse el lujo de firmar talones en blanco.

Salió al exterior. La tarde era agradable, el sol no calentaba en exceso y el aire transportaba el aroma salado del mar. Ahora, debería buscar a su hermano desleal.

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