Литмир - Электронная Библиотека

SEXTA PARTE. De Shediac a la bahía de Fundy

26

Margaret se sentía loca de preocupación mientras el clipper sobrevolaba Nueva Brunswick en dirección a Nueva York. ¿Dónde estaba Harry?

La policía había descubierto que viajaba con pasaporte falso; todos los pasajeros lo sabían. Ignoraba cómo lo habían averiguado, pero era una pregunta meramente convencional. Lo más importante era qué le harían si le encontraban. Lo más probable sería que le enviaran de vuelta a Inglaterra donde iría a la cárcel por robar aquellos horribles gemelos, o sería reclutado por el ejército. ¿Cómo podrían reunirse algún día?

Por lo que ella sabía aun no le habían cogido. La última vez que le vio había entrado en el lavabo de caballeros mientras ella desembarcaba en Shediac. ¿Había sido el principio de un plan para escaparse? ¿Ya conocía los problemas que se avecinaban?

La policía había registrado el avión sin encontrarle: así que debía de haber bajado en algún momento. ¿ A dónde había ido? ¿Estaría caminando en estos momentos por la estrecha carretera que atravesaba el bosque, intentando autoestop, o se habría embarcado en un pesquero y huido por mar? Independientemente de lo que hubiera hecho, la misma pregunta torturaba a Margaret: ¿volvería a verle?

Se dijo una y otra vez que no debía desanimarse. Perder a Harry la hacía sufrir, pero todavía contaba con Nancy Lenehan para que la ayudara.

Papá ya no podría detenerla. Era un fracasado y un exiliado, y había perdido su poder de coerción sobre ella. Sin embargo, aún temía que perdiera los estribos, como un animal herido y acosado, y cometiera alguna insensatez.

En cuanto el avión alcanzó la altitud de crucero, se desabrochó el cinturón y fue a ver a la señora Lenehan.

Los mozos estaban preparando el comedor para el almuerzo cuando pasó. Más atrás, en el compartimento número 4, Ollis Field y Frank Gordon estaban sentados codo con codo, esposados. Margaret llegó a la parte posterior del avión y llamó a la puerta de la suite nupcial. No hubo respuesta. Llamo otra vez y abrió. No había nadie.

Un terror frío invadió su corazón.

Quizá Nancy había ido al tocador, pero ¿dónde estaba el señor Lovesey? Si hubiera ido a la cubierta de vuelo o al lavabo de caballeros, Margaret le habría visto al pasar por el compartimento número 2. Se quedó de pie en el umbral, con templando la habitación con el ceño fruncido, como si se ocultaran en algún sitio, pero no había escondite posible.

Peter, el hermano de Nancy, y su acompañante se encontraban sentados a la derecha de la suite nupcial, frente al tocador.

– ¿Dónde está la señora Lenehan? -les pregunto Margaret.

– Decidió quedarse en Shediac -contestó Peter. Margaret dio un respingo.

– ¿Qué? ¿Cómo lo sabe?

– Me lo dijo.

– Pero ¿por qué? ¿Por qué se quedó?

Peter pareció ofenderse.

– No lo sé -dijo con frialdad-. No me lo dijo. Se limito a pedirme que informara al capitán de que no pensaba continuar el vuelo.

Margaret sabía que era una grosería seguir interrogándole, pero pese a todo insistió.

– ¿A dónde fue?

Peter cogió un periódico del asiento contiguo.

– No tengo ni idea -replicó, y se puso a leer.

Margaret se sentía desolada. ¿Cómo era posible que Nancy hubiera hecho aquello? Sabía lo mucho que confiaba Margaret en su ayuda. No se habría marchado del avión sin decir nada, o al menos le habría dejado un mensaje.

Margaret miró con fijeza a Peter. Pensó que su mirada era huidiza. También parecía que las preguntas le molestaban en exceso.

– Creo que no me está diciendo la verdad -le espetó, obedeciendo a un impulso.

Era una frase insultante, y contuvo el aliento mientras aguardaba su reacción.

Peter, ruborizado, levantó la vista.

– Jovencita, ha heredado los malos modales de su padre -dijo-. Lárguese, por favor.

Se sintió abatida. Nada era más detestable a sus ojos que la comparasen con su padre. Se marchó sin decir palabra, a punto de llorar.

Al pasar por el compartimento número 4 se fijó en Diana Lovesey, la bella esposa de Mervyn. Todo el mundo se había interesado por el drama de la esposa fugitiva y el marido que la perseguía, drama que se convirtió en vodevil cuando Nancy y Mervyn se vieron obligados a compartir la suite nupcial. Ahora, Margaret se preguntó si Diana estaría enterada de lo ocurrido a su marido. Sería muy embarazoso preguntárselo, desde luego, pero Margaret estaba demasiado desesperada para preocuparse por eso. Se sentó al lado de Diana y dijo:

– Perdone, pero ¿sabe lo que les ha pasado a la señora Lenehan y al señor Lovesey?

Diana aparentó sorpresa.

– ¿Pasado? ¿No están en la suite nupcial?

– No… No están a bordo.

– ¿De veras? -Era obvio que Diana se encontraba asombrada y confusa-. ¿Cómo es posible? ¿Han perdido el avión?

– El hermano de Nancy me ha dicho que decidieron no continuar el vuelo, pero no le creí.

– Ninguno de los dos me lo comunicó -dijo Diana, malhumorada.

Margaret dirigió una mirada interrogativa al acompañante de Diana, el plácido Mark.

– A mí no me dijeron nada, desde luego -respondió.

– Espero que estén bien -comentó Diana, en un tono de voz diferente.

– ¿Qué quieres decir, cariño? -preguntó Mark.

– No sé lo que quiero decir. Sólo espero que estén bien.

Margaret se mostró de acuerdo con Diana.

– No confío en el hermano. Creo que no es honrado.

– Es posible que tenga razón -intervino Mark-, pero no podremos hacer nada mientras volemos. Además…

– Sé que ya no es de mi incumbencia -dijo Diana, irritada-, pero hemos estado casados durante cinco años y estoy preocupada por él.

– Supongo que nos entregarán un mensaje suyo cuando lleguemos a Port Washington -la calmó Mark.

– Eso espero -dijo Diana.

Davy, el mozo, tocó el brazo de Margaret.

– La comida está servida, lady Margaret, y su familia ya se ha sentado a la mesa.

– Gracias.

Margaret no estaba interesada en la comida, pero la pareja no podía decirle nada más.

– ¿Es usted amiga de la señora Lenehan? -preguntó Diana cuando Margaret se levantó.

– Iba a darme un empleo -respondió la joven con amargura. Se alejó, mordiéndose el labio.

Sus padres y Percy ya estaban sentados en el comedor, y habían servido el primer plato: cóctel de langosta, preparado con langostas frescas de Shediac. Margaret se sentó y se disculpó automáticamente.

– Lamento llegar tarde.

Papá se limitó a mirarla.

Jugueteó con la comida. Tenía ganas de apoyar la cabeza en la mesa y derramar abundantes lágrimas. Harry y Nancy la había abandonado sin previo aviso. Estaba igual que al principio, sin amigos que le ayudaran ni ánimos para continuar adelante. Era injusto: había intentado ser como Elizabeth y planificarlo todo, pero su cuidadoso plan se había venido abajo.

Se llevaron la langosta, sustituida por sopa de riñones. Margaret tomó un sorbo y dejó la cuchara sobre la mesa. Se sentía cansada e irritable. Tenía dolor de cabeza y nada de apetito. El superlujoso clipper empezaba a parecer una prisión. El vuelo duraba ya veintisiete horas, y tenía bastante. Quería dormir en una cama de verdad, con un colchón blando y montones de almohadas; dormir durante una semana.

Los demás también experimentaban la misma tensión. Mamá estaba pálida y agotada. Papá, con los ojos inyectados en sangre y la respiración dificultosa, se hallaba al borde del ataque de nervios. Percy se mostraba inquieto y nervioso, como alguien que hubiera tomado demasiado café, y no cesaba de lanzar miradas hostiles hacia papá. Margaret tenía la sensación de que iba a cometer alguna atrocidad de un momento a otro.

Como plato principal podían elegir entre lenguado frito con salsa cardenal, o solomillo de ternera. No le apetecía ninguna de ambas cosas, pero eligió el pescado. La guarnición consistía en patatas y coles de Bruselas. Pidió a Nicky una copa de vino blanco.

Pensó en los espantosos días que la aguardaban. Se alojaría con papá y mamá en el Waldorf, pero Harry no se introduciría a hurtadillas en su cuarto; se tendería sola en la cama y anhelaría su compañía. Tendría que ir con mamá a comprar ropa. Después, todos viajarían a Connecticut. Sin consultarle, inscribirían a Margaret en un club de equitación y en otro de tenis, y recibiría invitaciones a fiestas. Mamá les integraría en un círculo social en un periquete, y no tardarían en aparecer chicos «convenientes» para tornar el té, asistir a fiestas o pasear en bicicleta. ¿Cómo podía participar en esta pantomima, si Inglaterra estaba en guerra? Cuanto más lo pensaba, más deprimida se sentía.

Como postre se podía escoger entre tarta de manzana con nata o helado bañado en chocolate. Margaret pidió el helado y lo devoró.

Papá pidió un coñac con el café, y luego carraspeó. Iba a pronunciar un discurso. ¿Se disculparía por la horrible escena de ayer? Imposible.

– Tu mádre y yo hemos estado hablando de ti -empezó.

– Como si fuera una criada respondona -espetó Margaret.

– Eres una niña respondona -dijo mamá.

– Tengo diecinueve años y me viene la regla desde hace seis… ¿Cómo voy a ser una niña?

– ¡Calla! -ordenó mamá, escandalizada-. ¡El hecho de que emplees semejantes palabras delante de tu padre demuestra que aún no eres adulta!

– Me rindo -dijo Margaret-. No puedo ganar.

– Tu estúpido comportamiento sólo confirma todo lo que hemos hablado -siguió su padre-. Aún no podemos confiar en que lleves una vida social normal entre gente de tu clase.

– ¡Gracias a Dios!

Percy rió a carcajada limpia, y papá le miró, pero continuó hablando a Margaret.

– Hemos pensando en un lugar donde enviarte, un lugar donde no tendrás la menor oportunidad de causar problemas.

– ¿Habéis pensado en un convento?

Lord Oxenford no estaba acostumbrado a que su hija le replicara, pero controló su ira con un gran esfuerzo.

– Hablar así no mejorará tu situación.

– ¿Mejorar? ¿Cómo puede mejorar mi situación? Mis amantísimos padres están decidiendo mi futuro, teniendo sólo en cuenta lo que más me conviene. ¿Qué más podría pedir?

Ante su sorpresa, mamá se secó una lágrima.

– Eres muy cruel, Margaret -dijo.

Margaret se sintió conmovida. Ver llorar a su madre destruía su rebeldía. Volvió a ablandarse y preguntó en voz baja:

81
{"b":"93763","o":1}