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– ¿Qué le ha pasado a tu falda?

Nancy rió.

– Intenté perforar la puerta con la punta de la hebilla del cinturón, y mi falda no se sostenía sin el cinturón, de modo que me la quité…

– Qué agradable sorpresa -dijo Mervyn con voz ronca. Le acarició el culo y los muslos desnudos. Nancy notó el pene erecto contra su estómago. Bajó la mano y lo acarició.

Un furioso deseo se apoderó de ambos en un instante. Ella deseaba hacer el amor de inmediato, y sabía que Mervyn sentía lo mismo. Este se apoderó de sus pequeños pechos y Nancy jadeó. Desabrochó los botones de su bragueta e introdujo la mano. Todo el rato, en el fondo de su mente, pensaba: «Podía haber muerto, podía haber muerto», y la idea azuzaba sus desesperadas ansias de satisfacción. Encontró el pene, cerró la mano sobre él y lo sacó. Ambos jadeaban como corredores de fondo. Nancy dio un paso atrás y contempló la gran verga, presa de su pequeña mano blanca. Obedeciendo a un impulso irresistible, se inclinó y la introdujo en su boca.

Tuvo la sensación de que la llenaba por completo. Captó un olor semejante al del musgo y notó en la boca un sabor salado. Gruñó de éxtasis; había olvidado cuánto le gustaba hacer esto. Hubiera continuado chupándola horas y horas, pero Mervyn levantó la cabeza y gimió:

– Basta, antes de que estalle.

Se arrodilló frente a ella y le bajó poco a poco las bragas. Nancy se sintió avergonzada y enardecida al mismo tiempo. Mervyn le besó el vello púbico. Le bajó las bragas hasta los tobillos y Nancy acabó de quitárselas.

Mervyn se irguió y la abrazó de nuevo, y su mano se cerró por fin sobre el sexo de Nancy. Un instante después, Nancy notó que un dedo la penetraba con suma facilidad. No cesaban de besarse, lenguas y labios trabados en una frenética lucha, y sólo paraban para recuperar el aliento. Pasado un rato, Nancy se apartó y miró a su alrededor.

– ¿Dónde? -preguntó.

– Pásame los brazos alrededor del cuello.

Ella obedeció. Mervyn colocó las manos debajo de sus muslos y la alzó del suelo sin el menor esfuerzo. La chaqueta de Nancy colgaba detrás de ella. Mientras Mervyn la bajaba, Nancy guió su pene hasta sus entrañas, y luego pasó las piernas alrededor de su cintura.

Se quedaron inmóviles un instante, y Nancy saboreó la sensación ausente durante tanto tiempo, la confortadora sensación de total intimidad resultante de tener a un hombre dentro de ella y fundir los dos cuerpos en uno. Era la mejor sensación del mundo, y pensó que debía estar loca por haberla relegado al olvido durante diez años.

Después, Nancy empezó a moverse, apretándose contra él y luego apartándose. Oía que Mervyn emitía sonidos guturales: pensar en el placer que le estaba proporcionando todavía la enardeció más. No sentía la menor vergüenza por estar haciendo el amor en esta postura extravagante con un hombre al que apenas conocía. Al principio, se preguntó si podría sostener su peso, pero ella era menuda y él muy grande. Mervyn aferró las nalgas de Nancy y comenzó a moverla, arriba y abajo. Nancy cerró los ojos y saboreó la sensación del pene entrando y saliendo de su interior, y del clítoris apretado contra el vientre de su amante. Se olvidó de preocuparse por su fuerza y se concentró en las sensaciones que estremecían su entrepierna.

Abrió los ojos al cabo de un rato y le miró. Deseaba decirle que le quería, pero algún centinela de su sentido común le advirtió que todavía no. En cualquier caso, así lo sentía.

– Te tengo mucho cariño -susurró.

Su mirada reveló a Nancy que él la había entendido. Mervyn murmuró su nombre y empezó a moverse con más rapidez.

Nancy volvió a cerrar los ojos y sólo pensó en las oleadas de placer que brotaban del lugar donde sus cuerpos se unían. Oyó su propia voz, como desde una gran distancia, lanzando grititos de placer cada vez que él la excavaba. Respiraba con fuerza, pero sostenía su peso sin la menor señal de cansancio. Nancy notó que él se contenía, esperándola. Pensó en la presión que se concentraba en el interior de Mervyn cada vez que ella subía y bajaba las caderas, y esa imagen la arrastró al orgasmo. Todo su cuerpo se estremeció de placer. Gritó. Nancy notó que llegaba el momento de Mervyn y le cabalgó como a un caballo salvaje hasta que ambos alcanzaron el clímax. El placer se serenó por fin, Mervyn se quedó quieto y ella se derrumbó sobre su pecho.

– Caramba -dijo él, abrazándola con fuerza-, ¿siempre te lo tomas así?

Nancy soltó una carcajada, sin aliento. Le gustaban los hombres que la hacían reír.

Por fin, Mervyn la depositó en el suelo. Ella se quedó en pie, temblorosa, apoyándose en él, durante unos minutos. Después, de mala gana, se vistió.

Se sonrieron durante mucho rato sin hablar. Después, salieron a la pálida luz del sol y caminaron lentamente por la playa en dirección al malecón.

Nancy iba preguntándose si tal vez sería su destino vivir en Inglaterra y casarse con Mervyn. Había perdido la batalla por el control de la empresa. Ya no llegaría a tiempo de participar en la Junta de accionistas. Peter ganaría la votación, derrotando a Danny Riley y a tía Tilly, y se llevaría el gato al agua. Pensó en sus hijos: ya eran independientes, no era preciso que viviera en función de sus necesidades. Además, había descubierto que Mervyn era el amante perfecto que ella necesitaba. Aún se sentía aturdida y un poco débil después del coito. ¿Y qué voy a hacer en Inglaterra?, pensó. No puedo ser un ama de casa.

Llegaron al malecón y contemplaron la bahía. Nancy se preguntó con cuánta frecuencia salían trenes del pueblo. Iba a proponer que hicieran pesquisas cuando reparó en que Mervyn miraba con insistencia algo en la distancia

– ¿Que miras?

– Un Grumann Goose -respondió el, en tono pensativo.

– No veo ningún ganso.

– Aquel pequeño hidroavión se llama Grumann Goose -dijo Mervyn, señalando con el dedo-. Es muy nuevo… Los fabrican desde hace sólo dos años. Son muy veloces, más veloces que el clipper

Nancy contempló el hidroavión. Era un monoplano de dos motores y aspecto moderno, provisto de una cabina cerrada. Comprendió lo que él estaba pensando. En un hidroavión podrían llegar a Boston a tiempo para la junta de accionistas.

– ¿Podríamos alquilarlo? -preguntó, vacilante, sin atreverse a confiar.

– Eso es justo lo que estaba pensando.

– ¡Vamos a preguntarlo!

Nancy se puso a correr por el malecón hacia el edificio de la línea aérea y Mervyn la siguió, alcanzándola sin dificultad gracias a sus largas zancadas. El corazón de Nancy latía violentamente. Aún podía salvar su empresa, pero reprimía su júbilo: siempre podían aparecer problemas.

Entraron en el edificio y un joven con el uniforme de la Pan American les interpeló.

– ¡Oigan, han perdido el avión!

– ¿Sabe a quién pertenece este pequeño hidroavión: -preguntó Nancy, sin mas preámbulos.

– ¿El Ganso? Claro que sí. Al propietario de una fábrica textil llamado Alfred Southborne.

– ¿Lo alquila?

– Sí, siempre que puede. ¿Quieren alquilarlo?

El corazón de Nancy dio un vuelco.

– ¡Sí!

– Uno de los pilotos anda por aquí… Vino a echar un vistazo al clipper. -Retrocedió y entró en una habitación contigua-. Oye, Ned, alguien quiere alquilar tu Ganso.

Ned salió. Era un hombre risueño de unos treinta años, que llevaba una camisa con hombreras. Les saludó con un movimiento de cabeza.

– Me gustaría ayudarles, pero mi copiloto no está aquí, y el Ganso necesita dos tripulantes.

Las esperanzas de Nancy se desvanecieron.

– Yo soy piloto -dijo Mervyn.

Ned le miró con escepticismo.

– ¿Ha pilotado alguna vez un hidroavión?

Nancy contuvo el aliento.

– Sí, el Supermarine -contestó Mervyn.

Nancy nunca había oído hablar del Supermarine, pero debía ser un aparato de carreras, porque Ned se quedó impresionado.

– ¿Corre usted?

– Cuando era joven. Ahora sólo vuelo por placer. Tengo un Tiger Moth.

– Bueno, si ha pilotado un Supermarine no tendrá ningún problema en ser copiloto del Ganso. Y el señor Southborne estará ausente hasta mañana. ¿A dónde quiere ir.

– A Boston.

– Le costará mil dólares.

– ¡No hay problema! -saltó Nancy, excitada-. Pero necesitamos marcharnos ahora mismo.

El hombre la miró con cierta sorpresa; había pensado que era el hombre quien llevaba la voz cantante.

– Saldremos dentro de pocos minutos, señora. ¿Cómo va a pagar?

– Puede elegir entre un talón nominal o pasar la factura a mi empresa en Boston, «Black’s Boots».

– ¿Usted trabaja en «Black's Boots»?

– Soy la propietaria.

– ¡Oiga, yo gasto sus zapatos!

Nancy bajó la vista. El hombre calzaba el Oxford acabado en punta de 6,95 dólares, color negro, talla 9.

– ¿Cómo le van? -preguntó automáticamente.

– De perlas. Son unos buenos zapatos, pero supongo que usted ya lo sabe.

– Sí -sonrió Nancy-. Son unos buenos zapatos.

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