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– Enséñame tu tatuaje a esa hora.

– Yo seré la última, y me acostaré a y veinte.

– Tu turno, papá.

Se produjo un momento de silencio. Papá había practicado el juego con ellos en los viejos tiempos, antes de que amargura y el desánimo se apoderasen de él. Su rostro se suavizó por un instante, y Margaret pensó que iba a participar.

Entonces, Carl Hartmann habló.

– ¿Por qué quieres fundar otro Estado racista, pues? Fue la gota que desborda el vaso. Papá se giró enrededor, al borde de la apoplejía.

– Esos judíos que se callen -estalló, antes de que alguien pudiera impedirlo.

Hartmann y Gabon le miraron, atónitos.

Margaret sintió que sus mejillas se teñían de rojo. Papa había hablado en voz lo bastante alta para que todo el mundo le oyera, y el comedor se sumió en un silencio absoluto. Deseó que el suelo se abriera bajo sus pies y la tragara. La idea de que la gente se fijara en ella, descubriendo que era la hija del borracho idiota y grosero sentado delante, la mortificaba. Miró a Nicky y leyó en su rostro que sentía pena por ella, lo cual aumentó su turbación.

El barón Gabon palideció. Por un momento, dio la impresión de que iba a replicar, pero luego cambió de opinión y desvió la vista. Una sonrisa torcida deformó la cara de Hartmann, y Margaret pensó que, viniendo de la Alemania nazi, el incidente le parecería nimio.

Papá aún no había terminado.

– Estamos en un compartimento de primera clase -añadió.

Margaret observaba al barón Gabon. En un intento de hacer caso omiso de papá, cogió la cuchara, pero su mano temblaba y derramó la sopa sobre su chaleco gris gaviota. Desistió y dejó la cuchara en el plato.

Esta señal visible de su aflicción conmovió a Margaret. Experimentó una gran agresividad contra su padre. Se volvió hacia él y, por una vez, reunió el coraje suficiente para decirle lo que pensaba.

– ¡Has insultado groseramente a dos de los hombres más distinguidos de Europa! -gritó, furiosa.

– Querrás decir a dos de los judíos más distinguidos de Europa -replicó él.

– Acuérdate de Granny Fishbein -dijo Percy.

Papá se giró en redondo hacia su hijo y le apuntó con un dedo tembloroso.

– Basta de tonterías, ¿me oyes?

– Necesito ir al lavabo -dijo Percy, levantándose-. Me encuentro mal.

Salió del comedor.

Margaret se dio cuenta de que tanto ella como Percy se habían rebelado contra papá, y que éste había sido incapaz de remediarlo. Un acontecimiento memorable.

Papá bajó la voz y habló con Margaret.

– ¡Recuerda que esta es la clase de gentuza que nos ha expulsado de nuestro hogar -siseó, y volvió a levantar la voz-. Si quieren viajar con nosotros, deberían aprenden comportarse.

– ¡Basta! -intervino una voz nueva.

Margaret miró al otro lado del comedor. Quien había hablado era Mervyn Lovesey, el hombre que había embarcado en Foynes. Estaba de pie. Los camareros, Nicky y Davy, se habían quedado petrificados, con aspecto aterrorizado. Lovesey atravesó el comedor y se detuvo ante la mesa de Oxenford, con aire amenazador. Era un hombre alto y autoritario entrado en la cuarentena, de espeso cabello gris, cejas negras y rasgos bien dibujados. Llevaba un traje caro, pero hablaba con acento de Lancashire.

– Le agradeceré que se calle sus puntos de vista -el en voz baja y tono amenazador.

– No es de su maldita incumbencia… -empezó papá.

– Sí que lo es -dijo Lovesey.

Margaret vio que Nicky se marchaba a toda prisa, y supuso que iba a pedir ayuda a la cubierta de vuelo.

– Tal vez no quiera saberlo -continuó Lovesey-, pero el profesor Hartmann es el físico más importante del mundo.

– No me importa lo que sea…

– No, a usted no, pero a mí sí. Y considero sus opinión tan ofensivas como un olor desagradable.

– Diré lo que me dé la gana -insistió papá, empezar a levantarse.

Lovesey le retuvo, apoyando una fuerte mano sobre hombro.

– Hemos declarado la guerra a la gente como usted.

– Lárguese, ¿quiere? -replicó papá, con voz débil.

– Me largaré cuando usted cierre el pico.

– Llamaré al capitán…

– No es necesario -dijo otra voz, y el capitán Baker apareció, con aspecto sereno y autoritario al mismo tiempo, estoy aquí. Señor Lovesey, ¿quiere hacer el favor de volver a su asiento? Le quedaré muy agradecido.

– Sí, me sentaré, pero no escucharé callado a un patan borracho que hace bajar la voz y llama judío al científico europeo más eminente.

– Señor Lovesey, por favor.

Lovesey regresó a su sitio.

El capitán se volvió hacia papá.

– Es posible que no le haya escuchado bien, lord Oxenford. Estoy seguro de que usted no llamaría a otro pasajero con la palabra que el señor Lovesey acaba de mencionar. Margaret rezó para que papá aceptara esta salida digna, pero, ante su decepción, replicó con mayor beligerancia. -¡Le llamé judío porque es lo que es! -gritó.

– ¡Basta, papá! -gritó Margaret.

– Debo pedirle que no utilice esa palabra mientras viaje a bordo de mi avión -dijo el capitán.

– ¿Es que le avergüenza ser judío? -preguntó papá con desdén.

Margaret observó que el capitán Baker empezaba a irritarse.

– Este es un avión norteamericano, señor, y nos regimos por patrones de conducta norteamericanos. Insisto en que deje de insultar a los demás pasajeros, y le advierto que tengo autoridad para ordenar a la policía local de nuestra próxima escala que le detenga y le encierre en prisión. Le convendría saber que en esos casos, aunque muy infrecuentes, las líneas aéreas siempre presentan cargos.

La amenaza de encarcelamiento impresionó a papá. Guardó silencio por un momento. Margaret se sentía muy humillada. Aunque había intentado parar a su padre y protestado contra su conducta, estaba avergonzada. Su grosería recaía sobre ella: era su hija. Sepultó la cara entre las manos. No podía aguantarlo más.

– Volveré a mi compartimento -dijo su padre.

Margaret levantó la vista. Papá se puso en pie y se volvió hacia mamá.

– ¿Vamos, querida?

Mamá se puso en pie. Papá le apartó la silla. Margaret experimentó la sensación de que todos los ojos estaban clavados en ella.

Harry apareció de repente, como surgido de la nada. Apoyó sus manos sobre el respaldo de la silla de Margaret.

– Lady Margaret -dijo, con una leve reverencia. Ella se levantó, profundamente agradecida por este gesto de apoyo.

Mamá se alejó de la mesa, impertérrita, la cabeza erguida. Papá la siguió.

Harry ofreció su brazo a Margaret. Era un pequeño detalle, pero significó mucho para ella. Aunque había enrojecido de pies a cabeza, consiguió salir del salón con dignidad.

Un rumor de conversaciones se desató en cuanto entró el compartimento.

Harry la guió hasta su asiento.

– Has sido muy amable -dijo Margaret de todo corazón-. No sé cómo darte las gracias.

– Oí el jaleo desde aquí. Imaginé que lo estabas pasando fatal.

– Nunca me había sentido tan humillada.

Papá, sin embargo, aún no se había rendido.

– ¡Esos idiotas se arrepentirán un día! -dijo. Mamá sentó en su rincón y le miró, inexpresiva-. Van a perder e guerra, acuérdate de mis palabras.

– Basta, papá, por favor -dijo Margaret.

Por fortuna, el único testigo del discurso fue Harry; el señor Membury había desaparecido.

Papá no le hizo caso.

– ¡El ejército alemán barrerá Inglaterra como un maremoto! ¿Sabes lo que ocurrirá después? Hitler instaurará un gobierno fascista, por supuesto.

De repente, una luz extraña brilló en sus ojos. Dios mio, parece que se haya vuelto loco, pensó Margaret. Mi padre esta perdiendo la razón. El hombre bajó la voz, y una expresión astuta acudió a su rostro.

– Un gobierno fascista inglés, por supuesto -continuo ¡Y necesitará un fascista inglés al frente!

– Oh, Dios mío -exclamó Margaret. Comprendió, desesperada, lo que estaba pensando.

Papá pensaba que Hitler le nombraría dictador de Inglaterra.

Pensaba que Inglaterra iba a ser conquistada, y que Hitler le haría regresar de su exilio para que fuera el líder del gobierno títere.

– Y cuando haya un primer ministro fascista en Londres. ¡bailarán a un son muy diferente! -concluyó papá con aire de triunfo, como si hubiera ganado alguna discusión.

Harry miraba estupefacto a papá.

– ¿Se imagina…? ¿Espera que Hitler le confíe a usted…?

– ¿Quién sabe? -dijo papá-. Debería ser alguien sin la menor relación con la administración derrotada. Si me llamaran a cumplir… mi deber para con mi país…, empezando desde cero, sin recriminaciones…

Harry parecía demasiado conmocionado para decir nada.

Margaret se encontraba sumida en la desesperación. Tenía que huir de papá. Ya no podía aguantarle. Se estremeció al recordar el resultado ignominioso de su último intento de huida, pero no iba a permitir que un fracaso la descorazonara. Debía intentarlo de nuevo.

Esta vez sería diferente. El ejemplo de Elizabeth la iluminaría. Elaboraría con toda minuciosidad el plan. Se aseguraría de contar con dinero, amigos y un sitio donde dormir.

Esta vez saldría bien.

Percy salió del lavabo de caballeros. Se había perdido casi todo el drama, pero cuando apareció, sin embargo, dio la impresión de que había vivido su propio drama. Tenía la cara encendida y parecía muy excitado.

– ¡No os lo podéis ni imaginar! -anunció al compartimento en general-. Acabo de ver al señor Membury en el lavabo… Tenía la chaqueta desabrochada y se estaba introduciendo los faldones de la camisa en los pantalones… ¡y lleva una pistolera debajo de la chaqueta, con pistola y todo!

15

El clipper se aproximaba al punto de no retorno.

Eddie Deakin, distraído, nervioso, inquieto, se reintegro a sus tareas a las diez de la noche, hora de Inglaterra. El sol ya les había ganado la delantera, dejando al aparato en tinieblas. El tiempo también había cambiado. La lluvia azotaba las ventanas, las nubes ocultaban las estrellas y vientos veleidosos abofeteaban al poderoso avión sin demostrar el menor respeto, agitando a los pasajeros.

El tiempo solía ser peor a menor altitud, pero pese a ello el capitán Baker volaba casi al nivel del mar. Estaba «cazando el viento», buscando una altitud en que el viento del oeste, que soplaba de cara, fuera menos violento.

Eddie estaba preocupado por la poca cantidad de combustible que quedaba. Se sentó en su puesto y empezó a calcular la distancia que el avión podía recorrer con el combustible contenido en los depósitos. Puesto que el tiempo era algo peor de lo previsto, los motores habrían consumido más carburante del que habían pensado. Si no quedaba suficiente para llegar a Terranova, deberían regresar antes de sobrepasar el punto de no retorno.

50
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