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– Capitán, éste es el señor Field -dijo.

El capitán Baker se había puesto la chaqueta del uniforme y estaba sentado tras la mesa de conferencias con el radiomensaje en las manos. Se habían llevado la bandeja de la cena. La gorra cubría su cabello rubio, proporcionándole un aire de autoridad. Miró a Field, pero no le invitó a tomar asiento.

– He recibido un mensaje para usted… del fbi -dijo. Field extendió la mano, pero Baker no le entregó el papel.

– ¿Es usted agente del fbi? -preguntó el capitán.

– Sí.

– ¿Y está cumpliendo una misión en este momento?

– Sí.

– ¿De qué se trata, señor Field?

– Creo que no necesita saberlo, capitán. Déme el mensaje, por favor. Dijo que iba dirigido a mí, no a usted.

– Soy el capitán de esta nave, y soy yo quien decido si necesito saber de qué asunto se trata. No discuta conmigo, señor Field. Limítese a cumplir mis órdenes.

Eddie examinó a Field. Era un hombre cansado y pálido de cabello ralo grisáceo y acuosos ojos azules. Era alto, y en otros tiempos debió de ser corpulento, pero sus carnes se habían aflojado y redondeado. Eddie juzgó que era más arrogante que valiente, y su opinión se confirmó cuando Field se plegó de inmediato a la energía del capitán.

– Escolto a un preso extraditado a los Estados Unidos donde será juzgado -dijo-. Se llama Frank Gordon.

– ¿Conocido también como Frankie Gordino?

– Exacto.

– Quiero expresarle mi protesta, señor, por traer a bordo a un criminal peligroso sin informarme.

– Si sabe el auténtico nombre de ese individuo, también sabrá cómo se gana la vida. Trabaja para Raymond Patriarca, responsable de robos a mano armada, extorsión, usura, juego ilegal y prostitución, desde Rhode Island hasta Maine. Ray Patriarca ha sido declarado Enemigo Público Número Uno por la Junta de Seguridad Ciudadana de Providence. Gordino es lo que nosotros llamamos un matón: aterroriza, tortura y asesina a gente cumpliendo órdenes de Patriarca. Por razones de seguridad, no le alertamos sobre su llegada.

– Su seguridad no vale una mierda, Field.

Baker estaba enfadado de verdad. Eddie nunca le había oído soltar tacos delante de un pasajero.

– La banda de Patriarca lo sabe todo -añadió, tendiéndole el mensaje.

Field lo leyó y palideció.

– ¿Cómo coño lo averiguaron? -murmuró.

– Tendré que preguntar qué pasajeros son «cómplices de conocidos criminales» -dijo el capitán-. ¿Ha reconocido a alguno a bordo?

– Por supuesto que no -replicó Field, irritado-. En tal caso, habría alertado de inmediato a la Oficina.

– Si identificamos a esas personas, las bajaré del avión en la próxima escala.

Yo sé quiénes son, pensó Eddie: Tom Luther… y yo.

– Envíe por radio a la Oficina la lista completa de pasajeros y tripulantes -indicó Field-. Investigarán todos los nombres.

Un estremecimiento de angustia recorrió a Eddie. ¿Corría Tom Luther el peligro de ser descubierto en el curso de esa investigación? Eso lo echaría todo por tierra. ¿Era un conocido criminal? ¿Se llamaba Tom Luther en realidad? Si utilizaba un nombre falso, también llevaría un pasaporte falso, pero esa eventualidad no representaba ningún problema, siempre que se hubiera conchabado con delincuentes de primera. ¿Habría tomado esa precaución? Todo cuanto habían hecho hasta el momento estaba perfectamente organizado.

El capitán Baker se encrespó.

– No creo que debamos preocuparnos por la tripulación. Field se encogió de hombros.

– Haga lo que quiera. La Oficina obtendrá los nombres de la Pan American en menos de un minuto.

Field era un hombre falto de tacto, reflexionó Eddie. ¿Enseñaba J. Edgar Hoover a sus agentes el arte de ser desagradables?

El capitán cogió las listas de pasajeros y tripulantes y se las entregó al operador de radio.

– Envía esto enseguida, Ben -dijo. Hizo una pausa-. Incluyendo a la tripulación -añadió.

Ben Thompson se sentó ante su consola y empezó a teclear el mensaje en Morse.

– Una cosa más -dijo el capitán a Field-. Debo pedirle que me entregue su arma.

Muy inteligente, pensó Eddie. No se le había ocurrido ni por un momento que Field fuera armado, pero no había otra solución, si escoltaba a un criminal peligroso.

– Me opongo… -empezó Field.

– Está prohibido a los pasajeros llevar armas de fuego. No hay excepciones a esta norma. Entrégueme su pistola.

– ¿Y si me niego?

– El señor Deakin y el señor Ashford se la quitarán.

La afirmación sorprendió a Eddie, pero interpretó su papel y se acercó a Field con aire amenazador. Jack le imitó.

– Si me obliga a utilizar la fuerza -continuó Baker-, le obligaré a bajar en la próxima escala, y no le permitiré volver a bordo.

Eddie estaba impresionado por la forma en que el capitán mantenía su autoridad, a pesar de que su antagonista iba armado. Estas cosas no ocurrían en las películas, donde el hombre armado se imponía a todo el mundo.

¿Qué haría Field? El fbi no aprobaría que entregara el arma, pero por otra parte, peor sería que le expulsaran del avión.

– Escolto a un prisionero peligroso -dijo Field-. Necesito ir armado.

Eddie distinguió algo por el rabillo del ojo. La puerta situada en la parte posterior de la cabina, que conducía a la cúpula de observación y a las bodegas, estaba entreabierta y algo se movía al otro lado.

– Coja esa pistola, Eddie -dijo Baker.

Eddie introdujo la mano bajo la chaquesta de Field. El hombre no se movió. Eddie encontró la pistolera, abrió la funda y sacó la pistola. Field miraba al frente sin pestañear.

Entonces, Eddie se dirigió a la parte posterior de la cabina y abrió la puerta de par en par.

El joven Percy Oxenford estaba allí.

Eddie se sintió tranquilizado. Casi había imaginado que un miembro de la banda de Gordino esperaba agazapado con una metralleta.

– ¿De dónde ha salido usted? -preguntó Baker a Percy.

– Hay una escalerilla junto al tocador de señoras -explicó Percy-. Conduce el ala del avión. Se puede reptar desde ella y salir por las bodegas del equipaje.

Eddie continuaba sosteniendo el arma de Ollis Field. La dejó sobre el armarito de mapas del navegante.

– Vuelva a su asiento, jovencito, por favor -pidió el capitán a Percy-, y no vuelva a salir de la cabina de pasajeros en lo que resta de vuelo, -Percy hizo ademán de volver sobre sus pasos-. Por ahí no -dijo Eddie-. Por la escalera.

Percy, que parecía un poco asustado, atravesó a toda prisa la cabina y se escurrió por la escalerilla.

– ¿Cuánto tiempo llevaba ahí, Eddie? -preguntó capitán.

– No lo sé. Creo que lo ha oído todo.

– Ahí va nuestra esperanza de ocultar la situación a los viajeros.

Baker aparentaba preocupación, y Eddie percibió el peso de la responsabilidad que agobiaba al capitán. Este recuperó enseguida su energía.

– Puede volver a su asiento, señor Field. Gracias por su cooperación.

Ollis Field se dio la vuelta y salió sin decirle nada.

– Volved al trabajo, muchachos -terminó el capitán,

La tripulación se reintegró a sus puestos. Eddie consulto sus cuadrantes de manera automática, a pesar de la confusión que se había apoderado de su mente. Observó que los depósitos de carburante instalados en las alas, y que alimentaban los motores, estaban bajando de nivel, y procedió a transferir combustible de los depósitos principales, situados en los hidroestabilizadores. Sus pensamientos, no obstante, se centraban en Frankie Gordino, que había matado a un hombre, violado a una mujer y prendido fuego a un club nocturno. Sin embargo, le habían capturado y sería castigado por sus horribles crímenes…, sólo que Eddie Deakin iba a salvarle. Gracias a Eddie, aquella chica vería salir en libertad a su violador.

Peor aún, era casi seguro que Gordino volvería a asesinar. No servía para otra cosa. Llegaría un día en que Eddie se enteraría por los periódicos de algún crimen espantoso, un asesinato por venganza, en que la víctima sería mutilada y torturada antes de morir, o tal vez un edificio incendiado, en cuyo interior mujeres y niños arderían hasta convertirse en cenizas, o una muchacha secuestrada y violada por tres hombres diferentes…, y la policía lo relacionaría con la banda de Patriarca, y Eddie pensaría. «¿Ha sido Gordino? ¿Soy el responsable de esa atrocidad? ¿Ha sufrido y muerto esa gente porque ayudé a Gordino a escapar?»

Si seguía adelante, ¿cuántos crímenes recaerían sobre su conciencia?

Pero no tenía otra elección. Carol-Ann se hallaba en poder de Ray Patriarca. Cada vez que lo pensaba, un sudor frío resbalaba sobre sus sienes. Debía protegerla, y la única forma era colaborar con Tom Luther.

Consultó su reloj: las doce de la noche.

Jack Ashford le dio la posición actual del avión, lo más aproximada posible; aún no había podido ver ni una estrella. Ben Thompson mostró los últimos partes meteorológicos; la tempestad era peligrosa. Eddie leyó un nuevo conjunto de cifras relativas a los depósitos de combustible y empezó a actualizar sus cálculos. Quizá el tiempo resolviera su dilema: si no les quedaba carburante suficiente para llegar a Terranova, tendrían que regresar, y todo concluiría. La idea tampoco le consolaba. No era fatalista. Debía hacer algo.

– ¿Cómo va, Eddie? -preguntó el capitán Baker.

– Aún no he terminado -contestó.

– Ve con ojo. Estamos cerca del punto de no retorno. Eddie sintió que un reguero de sudor humedecía su mejilla. Se secó con un veloz y furtivo movimiento.

Terminó los cálculos.

El combustible que quedaba no era suficiente. Por un momento no dijo nada.

Se inclinó sobre su cuaderno y sus tablas, fingiendo que aún no había terminado. La situación era peor que cuando había iniciado su turno. Ya no quedaba bastante carburante para terminar el viaje, siguiendo la ruta que el capitán había elegido, ni siquiera con cuatro motores; el margen de seguridad había desaparecido. La única manera de lograrlo era acortar el viaje, volando a través de la tormenta en lugar de bordearla; y en ese caso, si perdían un motor, estarían acabados.

Todos los pasajeros morirían, y él también. ¿Qué sería de Carol-Ann?

– Bien, Eddie -dijo el capitán-. ¿Qué hay que hacer?

¿Podemos seguir hasta Botwood o debemos volver a Foynes? Eddie apretó los dientes. No podía soportar la idea de dejar a Carol-Ann con sus secuestradores ni un día más. Prefería arriesgarlo todo.

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