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Emmeline, que estaba deambulando por el bosque, levantó la cabeza, olfateó el aire y se volvió directamente hacia la casa. Entró por la puerta de la cocina, fue derecha a la escalera, subió los escalones de dos en dos y caminó con paso resuelto hasta la antigua habitación. Cerró la puerta tras de sí.

¿Y Hester? Nadie la vio regresar a la casa y nadie la oyó partir, pero cuando el ama llamó a su puerta al día siguiente, encontró la ordenada habitación vacía y ni rastro de Hester.

El cuento n?mero trece - pic_19.jpg

Emergí del hechizo de la historia y regresé a la biblioteca de la seño rita Winter con sus cristales y espejos.

– ¿Adónde fue? -pregunté.

La señorita Winter me observó con un ligero ceño en la frente.

– Ni idea. ¿Qué importa eso?

– Tuvo que ir a algún lugar.

La narradora me lanzó una mirada de soslayo.

– Señorita Lea, no conviene encariñarse con los personajes secundarios. No es su historia. Vienen, se van, y una vez que se han ido ya no vuelven. Eso es todo.

Deslicé el lápiz por la espiral de mi libreta y me dirigí a la puerta, pero al llegar a ella me di la vuelta.

– Entonces, ¿de dónde venía?

– ¡Por todos los santos! ¡No era más que una institutriz! Hester es irrelevante, créame.

– Seguro que tenía referencias. Un trabajo anterior. O por lo menos una carta de solicitud de empleo con una dirección. A lo mejor llegó por medio de una agencia.

La señorita Winter cerró los ojos y una expresión de resignación asomó en su rostro.

– Estoy segura de que el señor Lomax, el abogado de la familia Angelfield, estará al corriente de esos detalles. Aunque dudo de que le sirvan de algo. Es mi historia, sé de lo que hablo. Tiene el despacho en Market Street, en Banbury. Le daré instrucciones de que responda a todas las preguntas que usted desee hacerle.

Le escribí al señor Lomax esa misma noche.

Después de Hester

Al día siguiente, cuando Judith llegó con la bandeja del desayuno, le di la carta para el señor Lomax y ella extrajo del bolsillo de su delantal una carta para mí. Reconocí la letra de mi padre.

Las cartas de mi padre constituían siempre un consuelo, y esa no fue una excepción. Confiaba en que yo estuviera bien. ¿Estaba adelantando en mi trabajo? Había leído una novela danesa del siglo XIX extraña y encantadora de la que me hablaría a mi regreso. En una subasta había tropezado con un fajo de cartas del siglo XVIII que nadie parecía querer. ¿Las quería? Las había comprado por si acaso me interesaban. ¿Detectives privados? Sí, tal vez, ¿pero no podría un genealogista hacer el trabajo igual de bien o incluso mejor? Conocía a un individuo con las aptitudes adecuadas y pensándolo bien, le debía un favor, pues a veces se pasaba por la librería para consultar los almanaques. En el caso de que yo deseara llevar el asunto adelante, ahí tenía su dirección. Por último, como siempre, esas cinco palabras bien intencionadas pero secas: «Mamá te envía un abrazo».

«¿Realmente mi madre me envía un abrazo?», me pregunté. Papa habría comentado: «Esta tarde le escribiré a Margaret», y ella ¿con naturalidad?, ¿con cariño?-: «Envíale un abrazo de mi parte». No. No podía imaginarlo. Seguro que se trataba de un añadido de mi padre, escrito sin que ella tuviera conocimiento. ¿Por qué se molestaba? ¿Para complacerme? ¿Para hacerlo realidad? ¿Era por mí o por ella que se esforzaba sin resultados por vincularnos? Era una tarea imposible. Mi madre y yo éramos como dos continentes distanciándose lenta pero inexorablemente; mi padre, el constructor del puente, no dejaba de alargar la frágil estructura que había construido para conectarnos.

Había llegado una carta a la librería para mí; mi padre la adjuntaba a la suya. Era del catedrático de derecho que me había recomendado.

Estimada señorita Lea:

No estaba al corriente de que Ivan Lea tuviera una hija, pero ahora que lo sé debo decirle que es un placer para mí conocerla y más aún poder serle de utilidad. La declaración de fallecimiento es justo lo que usted imagina: la presunción legal de la muerte de una persona cuyo paradero se desconoce desde hace un tiempo tal y en unas circunstancias tales que su muerte es la única suposición razonable. Su principal función es hacer posible que el patrimonio de una persona desaparecida pase a manos de sus herederos.

He realizado las indagaciones necesarias y localizado los documentos relacionados con el caso que a usted le interesa. Su señor Angelfield era, al parecer, un hombre dado a la reclusión y por lo visto se desconocen la fecha y las circunstancias de su desaparición. No obstante, la labor minuciosa y solidaria de un tal señor Lomax efectuada en nombre de las herederas (dos sobrinas) hizo posible que se llevaran a cabo los trámites pertinentes. La finca era de un valor considerable, aunque se vio algo mermado por un incendio que dejó la casa en un estado ruinoso. Pero todo eso podrá verlo por si misma en la copia que he hecho para usted de los documentos pertinentes.

Advertirá que el abogado firmó en nombre de una de las beneficiarías. Se trata de una práctica habitual en los casos en que el beneficiario no puede, por la razón que sea (por ejemplo una enfermedad u otro tipo de incapacidad), ocuparse de sus propios asuntos.

La firma de la otra beneficiaría atrajo especialmente mi atención. Resultaba casi ilegible, pero al final logré descifrarla. ¿He tropezado con uno de los secretos mejor guardados de hoy día? Aunque es posible que usted ya lo supiera ¿Es eso lo que despertó su interés por el caso?

¡No tema! ¡Soy un hombre sumamente discreto! ¡Dígale a su padre que me haga un buen descuento por el Justitiae Naturalis Principia y no le diré una palabra a nadie!

Su atento servidor,

William Henry Cadwalladr

Fui directa a la última página de la cuidada copia que el catedrático Cadwalladr me había hecho. En ella había un espacio para las firmas de las sobrinas de Charlie. Como bien decía, el señor Lomax había firmado en nombre de Emmeline. Eso me indicaba, al menos, que Emmeline había sobrevivido al incendio. En la segunda línea, el nombre que había estado esperando: Vida Winter. Y al lado, entre paréntesis, las palabras «antes conocida como Adeline March».

Demostrado.

Vida Winter era Adeline March.

La señorita Winter decía la verdad.

Con eso en mente acudí a mi cita en la biblioteca, donde escuché y escribí en mi libreta mientras la señorita Winter relataba el período que siguió a la partida de Hester.

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Adeline y Emmeline pasaron la primera noche y el primer día en su cuarto, en la cama, abrazadas y mirándose a los ojos. Existía un acuerdo tácito entre el ama y John-the-dig de tratarlas como si estuvieran convalecientes, y en cierto modo así era. Les habían infligido una herida, de modo que allí permanecieron, tumbadas, nariz contra nariz mirándose con los ojos bizcos. Sin una palabra. Sin una sonrisa. Parpadeando al unísono. Y con la transfusión que tuvo lugar a través de esa larga mirada de veinticuatro horas la conexión que se había roto sanó, pero como todas las heridas que sanan, dejó una cicatriz.

Entretanto, el ama no alcanzaba a comprender qué le había pasado a Hester. John, reacio a decepcionarla con respecto a la institutriz no decía nada, pero su silencio solo consiguió que la mujer hiciera suposiciones en voz alta.

– Supongo que le habrá dejado dicho al médico adonde iba -concluyó abatida-. Tendré que preguntarle cuándo tiene previsto volver.

Entonces John se vio obligado a hablar y lo hizo con brusquedad.

– ¡No se te ocurra preguntar al médico adonde ha ido! No le preguntes nada. Además, ya no volveremos a verlo por aquí.

El ama desvió la mirada con expresión ceñuda. ¿Qué le pasaba a todo el mundo? ¿Por qué no estaba Hester allí? ¿Por qué estaba John tan disgustado? Y el médico, que había sido el único que frecuentaba la casa, ¿por qué iba a dejar de visitarla? Estaban ocurriendo cosas que escapaban a su entendimiento. Últimamente, cada vez más a menudo y durante períodos más largos, le asaltaba la sensación de que algo raro le sucedía al mundo. En más de una ocasión parecía que su cabeza despertaba de repente y descubría que habían transcurrido horas enteras, sin haber dejado huella alguna en su memoria. Cosas que eran obvias para otras personas no siempre lo eran para ella. Y cuando hacía preguntas para tratar de comprenderlas, en los ojos de la gente aparecía una mirada extraña que se apresuraban a disimular. Sí. Algo raro estaba ocurriendo y la inexplicada ausencia de Hester era solo una parte más.

Aunque lamentaba la infelicidad del ama, John celebraba la partida de Hester. La marcha de la institutriz fue como si le quitaran un gran peso de encima. Entraba en la casa con mayor libertad y por las noches pasaba más horas con el ama en la cocina. En su opinión, la marcha de Hester no constituía pérdida alguna. La institutriz solo había tenido un efecto positivo en su vida -al animarle a trabajar de nuevo en el jardín de las figuras-, y lo había hecho de manera tan sutil tan discreta, que para John resultó fácil reorganizar su propia mente hasta que esta le dijo que la decisión había sido enteramente suya. Cuando tuvo claro que Hester ya no volvería, sacó sus botas del cobertizo y procedió a sacarles brillo ante la lumbre de la cocina con las piernas encima de la mesa, pues ¿quién iba a impedírselo ahora?

En el cuarto de arriba, la rabia y la furia parecían haber abandonado a Charlie, dejándole en su lugar un cansancio acongojado. A veces se podía oír el roce de sus lentos pasos en el suelo y a veces, al pegar la oreja a la puerta, se le oía llorar con los sollozos exhaustos de un niño desdichado de dos años. ¿Podía ser que Hester, de una forma misteriosa pero así y todo científica, hubiera ejercido su influencia a través de la puerta cerrada bajo llave y mantenido a raya lo peor de su desesperación? No parecía algo imposible.

No solo las personas reaccionaron ante la ausencia de Hester. También la casa respondió de inmediato. El primer síntoma fue el silencio. Ya no se oía el tap, tap, tap de los pies de Hester recorriendo pasillos y escaleras. Luego también cesaron los golpes y martillazos del albañil en el tejado. El hombre, tras enterarse de que Hester ya no estaba, había tenido la bien fundada sospecha de que a falta de alguien que pusiera sus facturas delante de las narices de Charlie, nadie le pagaría por su trabajo. Recogió sus herramientas y se marchó; apareció otro día para llevarse la escalera de mano y nunca más regresó.

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