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Inicios

Nieve

La señorita Winter falleció y la nieve siguió cayendo. Cuando Judith llegó pasó un rato conmigo ante la ventana, contemplando la luz fantasmagórica del cielo nocturno. Más tarde, cuando una alteración en la luz nos indicó que ya era de día, me mandó a la cama.

Desperté al atardecer.

La nieve que había cortado la línea telefónica alcanzaba los alféizares de las ventanas y trepaba por las puertas. Nos separaba del resto del mundo con tanta eficacia como la llave de una celda. La señorita Winter se había fugado; también la mujer a la que Judith llamaba Emmeline y que yo evitaba nombrar había logrado huir. El resto de nosotros, Judith, Maurice y yo, seguíamos atrapados.

El gato estaba inquieto. La nieve lo enervaba; no le gustaba esa alteración en el aspecto de su universo. Saltaba de una ventana a otra buscando su mundo perdido y nos maullaba con apremio a Judith, a Maurice y a mí, como si restablecerlo estuviera en nuestras manos. En comparación con aquel encierro forzado, la pérdida de sus dueñas era un hecho nimio que, si reparó en él, no lo perturbó en absoluto.

La nieve nos había sumergido en un lapso de tiempo paralelo y cada uno de nosotros encontró su propia forma de sobrellevarlo. Judith, imperturbable, hizo sopa de verduras, limpió el interior de los armarios de la cocina y cuando se le acabaron las tareas, se hizo la manicura y se preparó una mascarilla facial. Maurice, irritado por el confinamiento y la inactividad, hacía interminables solitarios, pero cuando tuvo que beber el té solo por falta de leche, Judith se prestó a jugar al rummy con él para distraerlo de su amargura.

En cuanto a mí, pasé dos días redactando mis últimas notas y, cuando terminé, me extrañó que no me apeteciera leer. Ni siquiera Sherlock Holmes conseguía encontrarme en ese paisaje atrapado en la nieve. Sola en mi habitación, pasé una hora examinando mi melancolía, tratando de poner nombre a lo que pensaba que era un nuevo elemento en ella. Entonces me di cuenta de que echaba de menos a la señorita Winter. Deseosa de compañía humana, bajé a la cocina. Maurice se alegró de poder jugar a cartas conmigo aun cuando yo solo conociera juegos de niños. Luego, mientras las uñas de Judith se secaban, preparé chocolate caliente y té sin leche, y después dejé que Judith me limara y pintara las uñas.

De ese modo los tres y el gato pasamos los días, encerrados con nuestros muertos y con la sensación de que el viejo año se estiraba indefinidamente.

Al quinto día me dejé invadir por una inmensa tristeza.

Yo había fregado los platos y Maurice los había secado mientras Judith hacía un solitario en la mesa. A todos nos apetecía un cambio. Y cuando terminé de recoger, renuncié a su compañía y me retiré al salón. La ventana daba a la parte del jardín resguardada del viento. Ahí la nieve estaba más baja. Abrí la ventana, salí al paisaje blanco y caminé por la nieve. Todo el dolor que durante años había mantenido a raya sirviéndome de libros y estanterías me asaltó de repente. En un banco resguardado por un seto de tejos altos me abandoné a una tristeza vasta y profunda como la nieve, tan inmaculada como esta. Lloré por la señorita Winter, por su fantasma, por Adeline y Emmeline. Por mi hermana, mi madre y mi padre. Y sobre todo, y lo más terrible, lloré por mí. Mi dolor era el dolor del bebé recién separado de su otra mitad; de la niña sorprendida por el contenido de una vieja lata al descubrir el significado, un significado repentino, espeluznante, de unos documentos; y el de una mujer adulta llorando en un banco, envuelta en la luz y el silencio de la nieve.

Cuando salí de mi ensimismamiento el doctor Clifton estaba a mi lado. Me rodeó con un brazo.

– Lo sé -dijo-. Lo sé.

Por supuesto, él no sabía nada. O no con exactitud. Y, sin embargo, eso fue lo que dijo y a mí me reconfortó oírlo. Porque sabía a qué se refería. Todos tenemos nuestras aflicciones, y si bien el perfil, el peso y el tamaño del dolor son diferentes para cada persona, el color del dolor es el mismo para todos.

– Lo sé -dijo, porque era humano y por tanto, en cierto modo, algo sabía.

Me llevó adentro, para que entrara en calor.

– Dios Santo -dijo Judith-. ¿Le traigo un chocolate caliente?

– A ser posible con un chorrito de coñac -dijo el doctor Clifton.

Maurice me acercó una silla y se dispuso a avivar el fuego.

Bebí el chocolate a sorbos lentos. Había leche: el médico la había traído cuando llegó con el granjero en el tractor.

Judith me arrebujó con un chal y se puso a pelar patatas para la cena. De vez en cuando ella, Maurice o el médico comentaban cualquier cosa -lo que podríamos cenar, si la capa de nieve era o no más fina, cuánto tardarían en restablecer la línea telefónica- y de esta manera reactivaron el laborioso proceso de volver a poner en marcha la vida después de la parálisis que la muerte nos había provocado.

Poco a poco los comentarios se fueron enlazando y derivaron en una conversación.

Escuché sus voces, y al rato, me sumé a ellas.

Feliz cumpleaños

Fui a casa.

A la librería.

– La señorita Winter ha muerto -le dije a mi padre.

– ¿Y tú? ¿Cómo estás tú? -preguntó.

– Viva.

Sonrió.

– Háblame de mamá -le pedí-. ¿Por qué es como es?

Y me lo contó:

– Estaba muy enferma cuando os dio a luz. No pudo veros antes de que se os llevaran. Nunca vio a tu hermana. Tu madre estuvo a punto de morir. Cuando volvió en sí, ya os habían operado y tu hermana…

– Mi hermana había muerto.

– Sí. Era imposible saber qué sería de ti. Yo iba de su cabecera a la tuya… Temí perderos a las tres. Recé a todos los dioses de los que había oído hablar para que os salvaran. Y atendieron a mis oraciones, en parte. Tú sobreviviste. Tu madre en realidad nunca volvió.

Había otra cosa que necesitaba saber.

– ¿Por qué no me dijisteis que tenía una hermana gemela?

Me miró con el rostro devastado. Tragó saliva y cuando habló, tenía la voz ronca.

– La historia de tu nacimiento es triste. Tu madre pensó que era demasiado dura para que una niña cargara con ella. Yo habría cargado con ella por ti, Margaret, si hubiera podido. Habría hecho cualquier cosa por ahorrártela.

Nos quedamos callados. Pensé en todas las demás preguntas que habría formulado, pero ya no necesitaba hacerlo.

Busqué la mano de mi padre al mismo tiempo que él buscó la mía.

En tres días asistí a tres entierros.

Al primero acudió una multitud llorosa por la pérdida de la señorita Winter. La nación lamentaba la muerte de su narradora favorita y miles de lectores acudieron a presentar sus respetos. Me marché en cuanto tuve la oportunidad de hacerlo, pues yo ya me había despedido de ella.

El segundo fue un entierro discreto. Tan solo estábamos Judith, Maurice, el médico y yo para presentar nuestros respetos a la mujer a la que se refirieron durante todo el oficio como Emmeline. Después nos despedimos y cada uno se fue por su lado.

El tercero fue aún más solitario. En un crematorio de Banbury solo yo estuve presente cuando un clérigo de rostro desabrido supervisó el traspaso a las manos de Dios de una colección de huesos sin identificar. A las manos de Dios, aunque fui yo quien recogió la urna más tarde «en nombre de la familia Angelfield».

Había campanillas de invierno en Angelfield. Al menos los primeros brotes, abriéndose paso en el suelo helado y mostrando sus puntas verdes y frescas por encima de la nieve.

Al levantarme oí un ruido. Aurelius llegaba a la entrada del cementerio. La nieve cubría sus hombros y llevaba un ramo de flores.

– ¡Aurelius! -¿Como podía su rostro haberse vuelto tan triste, tan pálido?-. Has cambiado -dije.

– Me he dejado la piel en una búsqueda inútil. -El azul de sus ojos siempre afables había adquirido el tono descolorido del cielo de enero; eran tan transparentes que pude ver su decepcionado corazón-. Toda mi vida he querido encontrar a mi familia. Quería saber quién era yo. Y últimamente me había hecho ilusiones. Creía que existía alguna posibilidad, pero me temo que estaba equivocado.

Caminamos entre las tumbas por el sendero herboso, sacudimos la nieve del banco y nos sentamos antes de que volviera a cubrirse. Aurelius hurgó en su bolsillo y sacó dos trozos de bizcocho. Me alargó uno distraídamente e hincó los dientes en el suyo.

– ¿Eso es todo lo que tienes para mí? -me preguntó mirando la urna-. ¿Eso es todo lo que queda de mi historia?

Le tendí la urna.

– Es ligera, ¿verdad? Ligera como el aire. Y sin embargo…

Se llevó la mano al corazón; buscó un gesto para mostrar cuánto le pesaba, pero al no encontrarlo, dejó la urna a un lado y dio otro mordisco a su bizcocho.

Cuando hubo digerido el último bocado, habló y se puso en pie:

– Si era mi madre, ¿por qué no estaba con ella? ¿Por qué no perecí con ella en este lugar? ¿Por qué me dejó en casa de la señora Love y regresó luego aquí, a una casa incendiada? ¿Por qué? No tiene sentido.

Le seguí mientras abandonaba el camino principal y se adentraba en el laberinto de estrechos arriates dispuestos entre las sepulturas. Se detuvo frente a una tumba que yo ya había visto y dejó sobre ella las flores. La lápida era sencilla.

Jane Mary Love

Siempre recordada

Pobre Aurelius. Estaba agotado. Cuando me cogí de su brazo apenas pareció notarlo, pero luego se volvió para mirarme de frente.

– Tal vez sea mejor no tener una historia a tener una que cambia constantemente. Me he pasado la vida persiguiendo mi historia sin llegar nunca a darle alcance; corriendo tras ella sin darme cuenta de que tenía a la señora Love. Ella me quería, ¿sabes?

– Nunca lo he dudado. -Había sido una buena madre. Mejor de lo que lo habría sido cualquiera de las gemelas-. Tal vez sea mejor no conocer la historia de uno -sugerí.

Desvió la mirada de la lápida y contempló el cielo blanquecino.

– ¿Realmente eso crees?

– No.

– Entonces, ¿por qué lo dices?

Retiré el brazo y metí mis ateridas manos en las mangas de mi abrigo.

– Es lo que diría mi madre. Cree que una historia ingrávida es preferible a una historia demasiado pesada.

– Entonces la mía es una historia pesada.

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