O casi todo. Una piensa que algo ha terminado y de repente se da cuenta de que no.
Tuve una visita.
Sombra fue el primero en advertirlo. Yo estaba tarareando con la maleta abierta sobre la cama, guardando la ropa para irnos de vacaciones. Sombra entraba y salía de ella, jugando con la idea de hacerse un nido entre mis calcetines y rebecas, cuando de repente se detuvo y miró hacia la puerta que tenía a mi espalda.
No llegó como un ángel dorado, ni como el espectro de la muerte envuelto en un manto. Era como yo: una mujer más bien alta, delgada y morena, en la que no te fijarías si te cruzaras con ella por la calle.
Había cien, mil cosas que quería preguntarle, pero estaba tan emocionada que no podía ni pronunciar su nombre. Se acercó, me rodeó con sus brazos y me estrechó contra su costado.
– Moira -conseguí susurrar-, estaba empezando a creer que no eras real.
Pero era real. Su mejilla contra la mía, su brazo sobre mis hombros, mi mano en su cintura. Unimos nuestras cicatrices y todas mis preguntas se desvanecieron al sentir su sangre correr con mi sangre, su corazón latir con mi corazón. Fue un momento de gloria, pleno y sereno; supe que recordaba ese sentimiento. Había estado encerrado dentro de mí, atrapado, y ella había aparecido para liberarlo. Este circuito dichoso; esta unidad que en otros tiempos fue normal y hoy es, ahora que la había recuperado, un milagro.
Ella había aparecido y estábamos juntas.
Comprendía que me había visitado para despedirse, que la próxima vez que nos viéramos sería yo quien fuera a su encuentro. Pero ese encuentro queda lejos. No hay prisa. Ella puede esperar y yo también.
Sentí la caricia de sus dedos en mi cara cuando le enjugué las lágrimas. Luego, jubilosos, nuestros dedos se encontraron y entrelazaron. Con su aliento en mi mejilla, su cara en mi pelo, hundí la nariz en la curva de su cuello y aspiré su dulzor.
¡Cuánta dicha!
No importaba que no pudiera quedarse. Había aparecido. Había aparecido.
No estoy segura de cómo ni cuándo se fue. Simplemente me di cuenta de que ya no estaba. Me senté en la cama, tranquila, feliz. Experimenté la curiosa sensación de mi sangre cambiando de rumbo, de mi corazón reajustando sus latidos solo para mí. Al tocar mi cicatriz mi hermana la había devuelto a la vida; y después, poco a poco, se fue enfriando hasta que dejé de sentirla diferente del resto de mi cuerpo.
Ella había aparecido y se había marchado. No volvería a verla a este lado de la tumba. Mi vida era ahora mi vida.
En la maleta, Sombra dormía. Acerqué una mano para acariciarle. Abrió un ojo verde, e impasible me miró un instante y volvió a cerrarlo.