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Desenlaces

El fantasma en el cuento

Con aire pensativo levanté la vista de la última hoja del diario de Hester. Durante la lectura varias cosas habían llamado mi atención, y ya que lo había terminado disponía de tiempo para considerarlas metódicamente.

Oh, pensé.

Oh.

Y después: ¡eureka!

¿Cómo describir mi hallazgo? Comenzó como un vago «y si…», una conjetura disparatada, una ocurrencia inverosímil. En fin… aunque no fuera imposible ¡era absurdo! Para empezar…

Me disponía a poner en orden los sensatos argumentos en contra cuando me detuve en seco; pues mi mente, adelantándose a sí misma en un trascendental acto de premonición, ya se había rendido a esta versión revisada de los hechos. En un solo instante, un instante de vertiginoso y calidoscópico deslumbramiento, la historia que la señorita Winter me había contado se deshizo y rehizo, idéntica en cada acontecimiento, idéntica en cada detalle, pero completa y profundamente diferente. Como esas imágenes que muestran a una joven novia cuando se sostiene la hoja de una manera y a una vieja bruja cuando se sostiene de otra. Como las láminas de puntos que ocultan teteras o caras de payasos o la catedral de Ruán cuando uno ya sabe observarlas. La verdad había estado siempre ahí, pero yo no la había visto hasta entonces.

Durante toda una hora estuve cavilando. De elemento en elemento, considerando los diferentes puntos de vista por separado, repasé cuanto sabía; todo lo que me habían contado y lo que yo había averiguado. Sí, pensé. Y sí, otra vez. Eso y eso, y eso también. Mi nuevo hallazgo reavivó la historia. La historia empezó a respirar. Y mientras respiraba, empezó a enmendarse. Los bordes mellados se alisaron. Las lagunas se llenaron. Las partes ausentes se regeneraron. Los enigmas se resolvieron y los misterios dejaron de serlo.

Finalmente, después de todos los chismorreos y tramas cruzadas, después de todas las cortinas de humo y los espejos trucados y de tanto farol marcado por una u otra parte, por fin sabía.

El cuento n?mero trece - pic_54.jpg

Sabía qué vio Hester el día que creyó haber visto un fantasma.

Sabía quién era el niño del jardín.

Sabía quién atacó a la señora Maudsley con un violín.

Sabía quién mató a John-the-dig.

Sabía a quién buscaba Emmeline bajo tierra.

Las piezas empezaron a encajar. Emmeline hablando sola tras una puerta cerrada cuando su hermana estaba en la casa del médico. Jane Eyre , el libro que aparece y reaparece en la historia como un hilo plateado en un tapiz. Comprendí los misterios del marcapáginas errante de Hester, la aparición de La vuelta de tuerca y la desaparición de su diario. Comprendí la extraña decisión de John-the-dig de enseñar a la niña que había profanado su jardín a cuidar de él.

Comprendí a la niña en la neblina, y cómo y por qué salió a la luz. Comprendí cómo una niña como Adeline pudo desvanecerse y ser sustituida por la señorita Winter.

«Voy a contarle una historia sobre dos gemelas», me había dicho la señorita Winter la primera noche en la biblioteca, cuando me disponía a marcharme. Palabras que, con su inesperado eco en mi propia historia, me unieron irresistiblemente a la suya.

«Érase una vez dos bebés…»

Salvo que ahora sabía algo más.

La señorita Winter me había colocado en la dirección correcta esa primera noche, pero yo no había sabido escuchar.

– ¿Cree en los fantasmas, señorita Lea? -me había preguntado-. Voy a contarle una historia de fantasmas.

Y yo había contestado:

– En otra ocasión.

Pero ella me había contado una historia de fantasmas.

Érase una vez dos bebés…

O más exactamente: érase una vez tres bebés.

Érase una vez una casa. La casa tenía un fantasma.

El fantasma era, como suele ocurrir con los fantasmas, casi invisible, mas no era invisible del todo. El cierre de puertas que alguien había dejado abiertas y la abertura de puertas que alguien había dejado cerradas. El movimiento fugaz en un espejo que te hacía levantar la vista. La leve corriente de aire detrás de una cortina cuando no había ninguna ventana abierta. Un pequeño fantasma era el responsable del inesperado traslado de libros de una habitación a otra y del misterioso desplazamiento de marcapáginas de una a otra página. Su mano cogió un diario de un lugar y lo escondió en otro, y más tarde lo devolvió a su sitio. Y si al doblar por un pasillo te asaltaba la extraña idea de que habías estado a punto de ver la suela de un zapato desapareciendo por la esquina del fondo, el fantasma no debía de andar lejos. Y si de pronto notabas en la nuca esa sensación de que alguien te está observando y al levantar la vista encontrabas la estancia vacía, no había duda de que el pequeño fantasma se había escondido en algún lugar de ese vacío.

Quienes tenían ojos para ver podían adivinar su presencia de muchas maneras. Sin embargo, nadie la veía y digo «la» porque era mujer.

Rondaba con sigilo. De puntillas, descalza, nunca hacía ruido; en cambio, ella reconocía las pisadas de todos los habitantes de la casa, sabía qué tablas crujían y qué puertas chirriaban. Conocía cada recodo oscuro de la casa, cada recoveco y cada ranura. Dominaba todos los huecos que había detrás de los armarios y entre las estanterías, todos los traseros de los sofás y los bajos de las sillas. La casa, para ella, tenía cientos de escondites y sabía cómo moverse entre ellos sin ser vista.

Isabelle y Charlie nunca la vieron. Como vivían en otro mundo fuera de la lógica, más allá de la razón, no podía desconcertarles lo inexplicable. Para ellos las pérdidas y las roturas, el extravío de objetos formaban parte de su universo. Una sombra que cruzaba por una alfombra donde no debería haber ninguna sombra no les hacía detenerse y reflexionar, pues tales misterios se les antojaban como una prolongación natural de las sombras que habitaban en sus mentes y corazones. El fantasma era el movimiento secundario, el misterio oculto en el fondo de sus mentes, la sombra pegada permanentemente, sin saberlo ellos, a sus vidas. Como un ratón, el fantasma buscaba restos de comida en su despensa, se calentaba con los rescoldos de sus chimeneas cuando se retiraban a dormir, desaparecía en los recovecos de su deterioro en cuanto aparecía alguien.

Ella era el secreto de la casa.

Y como todos los secretos, tenía sus guardianes.

Pese a su delicada vista, el ama de llaves veía perfectamente al fantasma. Por fortuna; sin su colaboración jamás habría habido suficientes sobras en la despensa, suficientes migas de la hogaza del desayuno para alimentarla; se caería en un error si se creyera que el fantasma era uno de esos espectros incorpóreos, etéreos. No. Ese fantasma tenía estómago, así que había que llenarlo cuando estaba vacío.

Ella, no obstante, se ganaba su sustento, pues además de comer también trabajaba. Y eso podía ser así porque la otra persona que tenía la habilidad de ver fantasmas era el jardinero, quien agradecía sobremanera contar con otro par de manos. El trabajo del fantasma, que vestía un sombrero de ala ancha y unos pantalones viejos de John recortados a la altura de los tobillos y sostenidos con tirantes, era fructífero. Las patatas crecían hermosas bajo sus cuidados, los arbustos producían enormes racimos de bayas que ella buscaba bajo las hojas. No solo tenía una mano mágica para la fruta y las hortalizas. Las rosas florecían tan bellas como nunca. Con el tiempo advirtió el deseo oculto de los bojs y los tejos de convertirse en figuras geométricas. Siguiendo sus instrucciones, las hojas y las ramas formaron esquinas y ángulos, curvas y líneas de una rectitud matemática.

En el jardín y la cocina ella no necesitaba esconderse. El ama de llaves y el jardinero eran sus protectores, sus defensores. Le enseñaron las costumbres de la casa y a mantenerse a salvo en su interior. La alimentaban bien. Velaban por su seguridad. Cuando apareció una extraña y se instaló en la casa, con una vista más afilada que la mayoría y el deseo de desterrar sombras y cerrar puertas con llave, se inquietaron por ella.

Y, por encima de todo, la querían.

Pero ¿de dónde había salido? ¿Cuál era su historia? Pues los fantasmas nunca aparecen porque sí. Solo van a los lugares donde saben que estarán a gusto; y ella se encontraba muy a gusto en esa casa, a gusto con esa familia. Pese a no tener nombre, pese a no ser nadie, el jardinero y el ama de llaves sabían quién era. Su pelo cobrizo y sus ojos verde esmeralda revelaban su origen.

Pues ahí radica lo más curioso de toda esta historia. El fantasma guardaba un parecido asombroso con las gemelas que ya habitaban en la casa. ¿Cómo si no habría podido vivir tanto tiempo en ella sin que nadie lo sospechara? Tres niñas con una cascada de pelo cobrizo sobre la espalda. Tres niñas con impresionantes ojos verde esmeralda. ¿No parece extraño el parecido que las gemelas guardaban con el fantasma?

«Cuando nací -me había dicho la señorita Winter- yo no era más que un argumento secundario.» Y de ese modo comenzó la historia en la que Isabelle asistió a una merienda al aire libre, conoció a Roland y con el tiempo huyó de casa para casarse con él, escapando a la pasión oscura y nada fraternal que sentía su hermano. Charlie, abandonado por su hermana, enfurecido, salió a descargar su rabia, su pasión y sus celos sobre otras mujeres. Las hijas de condes y tenderos, de banqueros y deshollinadores; cualquiera le valía. Con o sin su consentimiento, se abalanzaba sobre ellas en su desesperación por olvidar.

Isabelle dio a luz a sus gemelas en un hospital londinense. Esas dos niñas no se parecían en nada al marido de Isabelle. Pelo cobrizo como el de su tío; ojos verdes como los de su tío.

He aquí la trama secundaria: también por aquel entonces, en algún granero o en el dormitorio oscuro de una pequeña vivienda campestre, otra mujer dio a luz. Cabe presumir que no era la hija de un conde, ni de un banquero. Los ricos tienen medios para resolver esos problemas. Probablemente fuera una mujer anónima, normalucha y sin fuerzas. Su bebé también fue una niña. Pelo cobrizo; ojos verde esmeralda.

Hija de la rabia. Hija de la violación. Hija de Charlie.

Érase una vez una casa llamada Angelfield.

Érase una vez dos gemelas.

Érase una vez una prima que llegó a Angelfield. O una hermanastra…

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