Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Sentada en el tren, con el diario de Hester cerrado sobre el regazo, la simpatía que estaba empezando a sentir por la señorita Winter se vino abajo cuando otro bebé ilegítimo se coló en mis pensamientos. Aurelius. Y de la simpatía pasé a la indignación. ¿Por qué lo habían separado de su madre? ¿Por qué lo habían abandonado? ¿Por qué habían dejado que se las apañara solo en este mundo sin conocer su propia historia?

Pensé también en la carpa blanca y en los restos que ocultaba; ya sabía que no eran de Hester.

Todo se reducía a la noche del incendio. Un incendio premeditado, un asesinato, el abandono de un bebé.

Cuando el tren llegó a Harrogate y bajé al andén, me sorprendió encontrar una capa de nieve que me llegó hasta el tobillo, pues aunque me había pasado la última hora mirando por la ventanilla, no me había fijado en el paisaje.

Cuando se me encendió la luz, creí haberlo entendido todo.

Cuando comprendí que en Angelfield no había dos niñas sino tres, creí tener la clave de toda la historia en mis manos.

Pero cuando terminé de cavilar comprendí que hasta que no supiera qué había sucedido la noche del incendio, nada se resolvería.

Huesos

Era Nochebuena, era tarde, nevaba con fuerza. El primer taxista y el segundo se negaron a alejarse de la ciudad en una noche así, pero al tercero, de semblante indiferente, debió de conmoverle el ardor de mi petición, porque se encogió de hombros y me dejó subir.

– Intentaremos llegar allí -me advirtió con aspereza.

Salimos de la ciudad y la nieve seguía cayendo, amontonándose meticulosamente, copo a copo, en cada centímetro de suelo, en cada superficie de seto, en cada rama. Después de dejar atrás el último pueblo y la última granja, nos rodeó un paisaje blanco donde la carretera se confundía en algunos lugares con los campos de alrededor. Me encogí en mi asiento, esperando que en cualquier momento el conductor desistiera y diera la vuelta. Únicamente mis explícitas indicaciones le convencieron de que avanzábamos por una carretera. Bajé del coche para abrir la primera verja y llegamos al segundo obstáculo, la verja principal de la casa.

– Espero que no tenga problemas para volver -dije.

– ¿Yo? No se preocupe por mí -repuso con otro encogimiento de hombros.

Tal como esperaba, la verja estaba cerrada con llave. Como no quería que el taxista pensara que era una ladrona o algo parecido, fingí buscar las llaves en mi bolso mientras él daba la vuelta. Cuando se hubo alejado un buen tramo me aferré a los barrotes de la verja, subí al borde y salté.

La puerta de la cocina no estaba cerrada. Me quité las botas, me sacudí la nieve del abrigo y lo colgué. Crucé la cocina y me dirigí a los aposentos de Emmeline, donde sabía que se encontraría la señorita Winter. Cargada de acusaciones, rebosante de preguntas, seguía alimentando mi rabia; rabia por Aurelius y por la mujer cuyos huesos habían permanecido enterrados durante sesenta años bajo los escombros calcinados de la biblioteca de Angelfield. Pese a mi tormenta interna, fui avanzando con sigilo; la moqueta absorbía la furia de mis pisadas.

En lugar de llamar, abrí la puerta de un empujón y entré.

Las cortinas todavía estaban corridas. La señorita Winter estaba sentada junto a la cama de Emmeline, en silencio. Sobresaltada por mi irrupción, me miró. Tenía un extraordinario brillo en los ojos.

– ¡Huesos! -le susurré-. ¡Han encontrado huesos en Angelfield!

Yo era todo ojos, todo oídos, esperando con impaciencia que ella lo reconociera. Con una palabra, una expresión o un gesto, no importaba. Ella reaccionaría y yo sabría interpretarla.

No obstante, algo en la habitación intentaba distraerme de mi escrutinio.

– ¿Huesos? -dijo la señorita Winter. Estaba blanca como el papel y había un océano en sus ojos lo bastante vasto para ahogar toda mi furia-. Oh -añadió.

Oh. Qué caudal de vibraciones puede contener una sola sílaba. Miedo. Desesperación. Tristeza y resignación. Alivio, alivio oscuro, desconsolado. Y dolor, un dolor antiguo y profundo.

Y fue entonces cuando esa fastidiosa distracción se apoderó de mi mente con tal urgencia que no cupo nada más. ¿Qué era ese algo? Algo que no tenía nada que ver con mi drama de los huesos. Algo que ya estaba allí antes de mí intrusión. Después de un segundo de desconcierto, todos los detalles insignificantes que había percibido sin advertirlo se unieron. El ambiente de la habitación. Las cortinas corridas. La transparencia acuosa en los ojos de la señorita Winter. La sensación de que el núcleo de acero que siempre había constituido su esencia la hubiera abandonado.

Mi atención se redujo entonces a un solo detalle: ¿dónde estaba el lento vaivén de la respiración de Emmeline? No podía oírlo.

– ¡No! Se ha…

Caí de rodillas junto a la cama.

– Sí -dijo en voz baja la señorita Winter-. Se ha ido. Hace unos minutos.

Contemplé el rostro vacío de Emmeline. No había cambiado nada: sus cicatrices todavía eran furiosamente rojas, sus labios aún tenían la misma mueca sesgada y sus ojos todavía eran verdes. Toqué su mano contrahecha y noté el calor de su piel. ¿Realmente se había ido? ¿Absoluta e irrevocablemente? Parecía imposible. No podía ser que nos hubiera dejado por completo. Por fuerza tenía que quedar algo de ella allí para consolarnos. ¿No existía un hechizo, un talismán, una palabra mágica que pudiera devolvérnosla? ¿No había nada que yo pudiera decir que llegara a ella?

El calor de su mano me hizo creer que podría oírme. El calor de su mano hizo que todas las palabras se concentraran en mi pecho, atropellándose unas a otras en su impaciencia por volar hasta el oído de Emmeline.

– Encuentra a mi hermana, Emmeline. Por favor, encuéntrala. Dile que la estoy esperando. Dile… -Mi garganta era demasiado estrecha para todas las palabras que chocaban entre sí y emergían quebradas, asfixiadas- ¡Dile que la echo de menos! ¡Dile que me siento sola! -Las palabras abandonaban mis labios con ímpetu, con apremio. Volaban fervorosamente por el espacio que nos separaba, persiguiendo a Emmeline-. ¡Dile que no puedo esperar más! ¡Dile que venga!

Pero ya era tarde. La pared medianera se había levantado. Invisible. Irrevocable. Implacable.

Mis palabras se estrellaron como pájaros contra un cristal.

– Oh, mi pobre niña. -Sentí la mano de la señorita Winter en mi hombro, y mientras lloraba sobre los cadáveres de mis palabras rotas, su mano permaneció ahí, con su peso liviano.

Finalmente me enjugué las lágrimas. Solo quedaban algunas palabras, vibrando sueltas sin sus viejas compañeras.

– Era mi gemela -dije-. Estaba aquí. Mire.

Tiré del jersey remetido en mi falda y acerqué el torso a la luz.

Mi cicatriz; mi media luna, de un rosa plateado y pálido, de un nácar translúcido. La línea divisoria.

– Ella estaba aquí. Estábamos unidas y nos separaron. Y ella murió. No pudo vivir sin mí.

Sentí el revoloteo de los dedos de la señorita Winter siguiendo la media luna sobre mi piel y luego la tierna compasión de sus ojos.

– El caso es… -Las palabras finales, las palabras definitivas, después de esto no necesitaría decir nada más, nunca más- que creo que yo no puedo vivir sin ella.

– Criatura. -La señorita Winter me miró manteniéndome suspendida en la compasión de sus ojos verdes.

No pensaba en nada. La superficie de mi mente estaba totalmente quieta, pero debajo había conmoción y revuelo. Sentía el fuerte oleaje en sus profundidades. Durante años los restos de un naufragio, un barco oxidado con su cargamento de huesos, habían descansado en el fondo. Y en ese momento el barco comenzaba a moverse. Yo había perturbado su calma, y el barco creaba una turbulencia que levantaba nubes de arena del lecho marino, motas de polvo que giraban desenfrenadamente en las oscuras y revueltas aguas.

Durante todo ese rato la señorita Winter me sostuvo en su larga y verde mirada.

Luego, lentamente, muy lentamente, la arena se asentó de nuevo y el agua recuperó su quietud, lentamente, muy lentamente. Y los huesos se reasentaron en la oxidada bodega.

– En una ocasión me pidió que le contara mi historia -dije.

– Y me dijo que usted no tenía historia.

– Ahora ya sabe que sí.

– Nunca lo dudé. -Esbozó una sonrisa apesadumbrada-. Cuando la invité a venir creí que ya conocía su historia. Había leído su ensayo sobre los hermanos Landier; era excelente. Sabía mucho de hermanos. Pensé que sus conocimientos procedían de su interior. Y cuanto más analizaba su ensayo, más convencida estaba de que tenía una hermana gemela, así que la elegí para que fuera mi biógrafa, porque si después de tantos años contando mentiras sentía la tentación de mentirle, usted me descubriría.

– Y la he descubierto.

Asintió con calma, con tristeza, sin el menor asombro.

– Ya iba siendo hora. ¿Qué ha descubierto?

– Lo que usted me dijo. Solo una trama secundaria, esas fueron sus palabras. Me contó la historia de Isabelle y las gemelas y yo no le presté atención. La trama secundaria era Charlie y sus actos violentos. Usted dirigía constantemente mi atención hacia Jane Eyre . El libro sobre la intrusa de la familia; la prima huérfana de madre. No sé quién es su madre ni cómo llegó sola a Angelfield.

La señorita Winter negó con la cabeza con pesar.

– Las personas que podrían responder a esas preguntas están muertas, Margaret.

– ¿No puede recordarlo?

– Soy un ser humano, Margaret. Y como todos los seres humanos, no recuerdo mi nacimiento. Cuando nos hacemos conscientes de nosotros mismos ya somos niños y para nosotros nuestro advenimiento es algo que tuvo lugar hace una eternidad, en el principio de los tiempos. Vivimos como las personas que llegan tarde al teatro: debemos ponernos al día como mejor podamos, adivinar el comienzo deduciéndolo de los acontecimientos posteriores. ¿Cuántas veces habré retrocedido hasta la frontera de la memoria y escudriñado la oscuridad del otro lado? Pero no son solo recuerdos lo que ronda por esa frontera. En ese reino habitan toda clase de fantasmagorías. Las pesadillas de un niño que está solo. Cuentos de los que se apropia su mente hambrienta de una historia. Las fantasías de una niña imaginativa que ansia explicarse lo inexplicable. Sea cual sea la historia que yo haya podido descubrir en el confín del olvido, no me engaño diciéndome que esa es la verdadera.

– Todos los niños mitifican su nacimiento.

– Exacto. De lo único de lo que puedo estar segura es de lo que John-the-dig me contó.

67
{"b":"93415","o":1}