Me pongo de cuclillas y me alejo. Mantengo el cuerpo bajo. Me escondo. Llegan hasta la muchacha en la hierba y cuando me aseguro de que la han visto, les dejo con ella. En la iglesia me cuelgo del hombro el zurrón, aprieto al bebé contra mi costado y salgo.
En el bosque reina la calma. La lluvia, ralentizada por el dosel de hojas, cae suavemente sobre la maleza. El niño gimotea, luego se duerme. Mis pies me llevan a una casita situada en la otra linde del bosque. Conozco la casa; la he visto muchas veces en mis años de fantasma. Una mujer vive allí, sola. Cuando desde la ventana la veía tejer o preparar pasteles, siempre pensaba que parecía una buena mujer, y cuando leo acerca de abuelas y hadas madrinas bondadosas, les pongo su cara.
Le entregaré al bebé. Me asomo a la ventana, como he hecho tantas otras veces, la veo en su lugar de siempre junto al fuego, tejiendo. Pensativa y tranquila. Está deshaciendo los puntos que ha tejido, tirando de ellos uno por uno. Tiene las agujas al lado, sobre la mesa. En el porche hay un lugar seco. Dejó ahí al bebé y espero detrás de un árbol.
Abre la puerta. Levanta al pequeño. Al ver la expresión de su cara sé que estará seguro con ella. La mujer alza la vista y mira a su alrededor, en mi dirección, como si hubiera visto algo. ¿He movido las hojas desvelando así mi presencia? Se me pasa por la cabeza salir de mi escondite. Seguro que la mujer me ayuda. Dudo, y el viento cambia de dirección. Huelo el fuego al mismo tiempo que ella. Se vuelve, dirige la vista al cielo, suelta un grito ahogado al ver el humo que se eleva por encima de la casa de Angelfield. Y el desconcierto se dibuja en su cara. Se acerca el bebé a la nariz y olisquea. Por el contacto con mi ropa, huele a fuego. Tras un último vistazo al humo entra con determinación en su casa y cierra la puerta.
Estoy sola.
Sin nombre.
Sin hogar.
Sin familia.
No soy nada.
No tengo adonde ir.
No tengo a nadie.
Me miro la palma abrasada, pero no puedo sentir dolor.
¿Qué soy? ¿Estoy siquiera viva?
Podría ir a cualquier lugar, pero regreso a Angelfield. Es el único lugar que conozco.
Emergiendo de los árboles, me acerco a la casa. Un coche de bomberos. Aldeanos con cubos, algo apartados, aturdidos y con la cara tiznada, viendo cómo los profesionales lidian con las llamas. Mujeres contemplando hipnotizadas el humo que se eleva hacia el cielo negro. Una ambulancia. El doctor Maudsley arrodillado sobre una silueta en la hierba.
Nadie me ve.
En la linde del campo donde se desarrolla toda esa actividad me detengo, invisible. Quizá sea cierto que no soy nada. Quizá nadie pueda verme. Quizá perecí en el incendio y todavía no me he dado cuenta. Quizá, por fin, soy lo que siempre he sido: un fantasma.
Una de las mujeres se vuelve hacia mí.
– Mirad -grita, señalándome-. ¡Está ahí!
Y todos se vuelven. Me clavan sus miradas. Una de las mujeres corre a avisar a los hombres. Los hombres apartan los ojos del fuego y me miran también.
– ¡Gracias a Dios! -exclama alguien.
Abro la boca para decir… no sé el qué. Pero no digo nada. Me quedo quieta, haciendo muecas con la boca, sin voz, sin palabras.
– No intentes hablar. -El doctor Maudsley está ahora a mi lado.
Tengo la mirada fija en la muchacha que yace en la hierba.
– Sobrevivirá -dice el médico.
Miro la casa.
Las llamas. Mis libros. No creo que pueda soportarlo. Recuerdo la página de Jane Eyre , la pelota de palabras que salvé de la pira. La he dejado con el bebé.
Empiezo a sollozar.
– Está bajo el efecto del trauma -le dice el médico a una de las mujeres-. Manténgala abrigada y quédese con ella mientras metemos a su hermana en la ambulancia.
Una mujer se me acerca chasqueando la lengua con preocupación. Se quita el abrigo y me envuelve en él, con ternura, como si estuviera vistiendo a un bebé, y murmura:
– No te preocupes, te pondrás bien, tu hermana se pondrá bien. Oh, mi pobre chiquilla.
Levantan a la muchacha de la hierba y la trasladan a la camilla de la ambulancia. Luego me ayudan a subir. Me sientan frente a ella. Y nos llevan al hospital.
Ella tiene la mirada perdida. Los ojos abiertos y vacíos. Tras un primer instante desvío los ojos. El hombre de la ambulancia se inclina sobre ella, se asegura de que respira y se vuelve hacia mí.
– ¿Qué me dices de esa mano?
Aunque mi mente no haya advertido el dolor, mi cuerpo desvela mi secreto: estoy apretando con mi mano izquierda la derecha.
El hombre me toma la mano y dejo que me estire los dedos. Tengo la marca profunda de una quemadura en la palma. La llave.
– Cicatrizará -me dice-. No te preocupes. ¿Quién eres tú, Adeline o Emmeline?
Señala a la otra muchacha.
– ¿Ella es Emmeline?
No puedo responder, no puedo sentirme, no puedo moverme.
– No te preocupes -dice-. Todo a su tiempo.
Renuncia a intentar hacerse entender. Masculla para sí:
– Pero tenemos que llamarte de alguna manera. Adeline, Emmeline, Emmeline, Adeline. Mitad y mitad, ¿no es cierto? Se pasará todo cuando te lavemos.
El hospital. Abren las puertas de la ambulancia. Ruido y bullicio. Voces hablando deprisa. Trasladan la camilla a una cama con ruedas y empujan a gran velocidad. Una silla de ruedas. Unas manos en mi hombro, «Siéntate, cariño». La silla avanza. Una voz a mi espalda: «No te preocupes, criatura. Cuidaremos de ti y de tu hermana. Ya estás a salvo, Adeline».
La señorita Winter dormía.
Observé la suave flojedad de su boca entreabierta, el mechón de pelo rebelde sobre la sien. Mientras dormía me pareció muy, muy vieja y muy, muy joven. Con cada respiración las sábanas subían y bajaban sobre sus hombros huesudos, y con cada descenso las cintas del borde de la manta le rozaban el rostro. No parecía notarlo, pero de todos modos me incliné para doblarla y devolver el rizo de pelo blanco a su lugar.
No se movió. ¿Dormía realmente, me pregunté, o había entrado ya en un estado de inconsciencia?
No sé cuánto tiempo estuve contemplándola. Había un reloj, pero el movimiento de sus manecillas significaban tan poco como un mapa de la superficie marina. Las olas del tiempo me lamían mientras mantenía los ojos cerrados pero despiertos, como una madre atenta a la respiración de su hijo.
No sé muy bien qué decir sobre lo que ocurrió entonces. ¿Es posible que alucinara a causa del cansancio? ¿Me quedé dormida y soñé? ¿O es cierto que la señorita Winter habló una última vez?
«Le daré el mensaje a su hermana.»
Abrí los ojos de golpe, pero ella los tenía cerrados. Parecía tan profundamente dormida como antes.
No vi venir al lobo. No lo oí. Solo hubo esto: poco antes del alba tomé conciencia del silencio reinante, y me di cuenta de que la única respiración que se oía en la habitación era la mía.