– Esto no traerá nada bueno; te lo digo yo. Nada bueno.
Llegó un momento en que Hester y el médico deberían haberse rendido. Ninguno de sus planes había dado fruto y, aunque se devanaban los sesos, no se les ocurrían más tácticas. Justo entonces Hester detectó pequeños signos de progreso en Emmeline. La muchacha había vuelto la cabeza hacia una ventana y la habían visto asiendo con fuerza una baratija brillante de la que se negaba a separarse. Escuchando detrás de las puertas (lo cual no es de mala educación cuando se hace en nombre de la ciencia), Hester descubrió que la muchacha cuando estaba sola, hablaba en susurros en el antiguo lenguaje de las gemelas.
– Se consuela a sí misma imaginando la presencia de su hermana -le dijo al médico.
El médico decidió entonces dejar a Adeline sola durante largas horas mientras él escuchaba detrás de la puerta, libreta y pluma en mano. Nunca oyó nada.
Hester y el médico se recordaban a sí mismos que debían ser pacientes en el caso más serio de Adeline, al tiempo que se felicitaban por los progresos de Emmeline. Anotaban animados el aumento de su apetito, su buena disposición a sentarse recta, los primeros pasos que había dado por sí misma. Emmeline no tardó en pasearse de nuevo por la casa y el jardín sin abandonar del todo su aire errabundo. Oh, sí, coincidían Hester y el doctor, ¡el experimento realmente empezaba a dar resultados! Es difícil decir si en algún momento se pararon a pensar que lo que ellos llamaban «progresos» no era más que el regreso de Emmeline a los hábitos que ya mostraba antes de que comenzara el experimento.
No todo era coser y cantar con Emmeline. Hubo un terrible día en que su olfato la llevó hasta el armario donde estaban guardados los andrajos que su hermana solía ponerse. Se los llevó a la cara, aspiró su olor rancio animal, y, feliz, se los puso. Era una situación delicada, pero lo peor estaba por venir. Así vestida, se vio en un espejo y, confundiendo su reflejo con su hermana, echó a correr hacia él. El topetazo fue lo bastante estrepitoso para que el ama llegara corriendo. La mujer encontró a Emmeline junto al espejo, llorando no por su dolor, sino por su pobre hermana, que se había roto en varios pedazos y estaba sangrando.
Hester le quitó los harapos y ordenó a John que los quemara. Como medida de precaución, le pidió al ama que girara todos los espejos hacia la pared. Emmeline estaba perpleja, pero no volvieron a producirse incidentes de esa índole.
Emmeline no hablaba. Pese a sus cuchicheos en solitario, puertas adentro, siempre en el antiguo lenguaje de las gemelas, era imposible inducirla a pronunciar una sola palabra en inglés delante del ama o de Hester. Era un asunto controvertido. Hester y el médico tuvieron una larga charla en la biblioteca y llegaron a la conclusión de que no había de qué preocuparse. Emmeline podía hablar, así que con el tiempo lo haría. Su negativa a hablar y el incidente con el espejo eran decepciones, desde luego, pero la ciencia funcionaba así. ¡Y había que ver los progresos! ¿Acaso Emmeline no estaba ya lo bastante fuerte para permitirle salir? Además, últimamente pasaba menos tiempo en el borde de la carretera merodeando frente a la línea invisible que no osaba traspasar, mirando en dirección a la casa del médico. Las cosas no estaban yendo del todo mal.
¿Adelantos? No eran los que habían esperado al principio. Si los comparaban con los resultados que Hester había obtenido con la muchacha cuando llegó a la casa, no eran muchos, pero era cuanto tenían y le estaban sacando todo el partido posible. Es probable que, en el fondo, se sintieran aliviados. Pues ¿cuál habría sido la consecuencia de un éxito definitivo? Se habrían terminado las razones para seguir trabajando juntos. Y aunque no querían verlo, eso era lo último que deseaban que sucediera, dejar de trabajar juntos.
Jamás habrían terminado el experimento por su propia voluntad. Jamás.
Haría falta algo, algo externo a ellos, para detenerlo. Algo que llego de forma totalmente inesperada.
– ¿Qué?
Aunque se nos había terminado el tiempo, aunque ella tenía es aspecto demacrado y ceniciento que adquiría cuando se acercaba la hora de la medicación, aunque estaba prohibido hacer preguntas, no pude contenerme.
Pese al dolor, los ojos verdes de la señorita Winter brillaron con picardía cuando se inclinó confidencialmente hacia delante.
– ¿Cree en los fantasmas, Margaret?
¿Creía en los fantasmas? ¿Qué podía contestar? Asentí con la cabeza.
Satisfecha, la señorita Winter se reclinó en su butaca y tuve la familiar sensación de que había desvelado más de lo que creía.
– Hester no. Ningún científico cree. Por tanto, como no creía en los fantasmas, tuvo serios problemas el día en que vio uno.
He aquí lo que ocurrió:
Un día soleado, tras haber terminado sus tareas antes de lo acostumbrado, Hester salió de casa temprano y decidió ir a casa del médico tomando el camino más largo. El cielo estaba completamente azul, el aire era fresco y limpio y se sentía llena de una poderosa energía a la que no podía poner nombre pero que despertaba en ella el deseo de hacer algún ejercicio extenuante.
El camino que bordeaba los prados la condujo hasta lo alto de una pequeña loma que, sin llegar a ser colina, brindaba una espléndida vista del paisaje y las tierras circundantes. Se hallaba a medio camino de la casa del médico, avanzando con el paso enérgico y el corazón acelerado, pero sin la más mínima sensación de sobreesfuerzo, sintiendo que podría echar a volar si se lo proponía, cuando vio algo que la detuvo en seco.
A lo lejos, jugando juntas en un prado, estaban Emmeline y Adeline. Eran inconfundibles: dos melenas pelirrojas, dos pares de zapatos negros; una niña con el vestido de popelín azul marino que el ama le había puesto a Emmeline esa mañana, la otra con el vestido verde.
No podía ser.
Pero sí podía ser. Hester era científica. Podía verlas, por lo tanto allí estaban. Seguro que había una explicación. Adeline se había escapado de la casa del médico. Su letargo se había desvanecido con la misma rapidez con que había llegado y, aprovechando una ventana abierta o un juego de llaves desatendido, había huido antes de que alguien reparara en su recuperación. Eso era.
¿Qué debía hacer? De nada le serviría echar a correr hacia las gemelas. Para abordarlas tenía que atravesar un largo trecho de campo abierto y ellas la verían y huirían antes de que hubiera cubierto la mitad del terreno. Así pues, fue directa a la casa del médico a la carrera.
Momentos después estaba aporreando con impaciencia la puerta. Fue la señora Maudsley quien abrió, irritada por el alboroto, pero Hester tenía cosas más importantes en la cabeza que una disculpa y, apartándola, caminó hasta la puerta del consultorio. Entró sin llamar.
El médico levantó la vista, sorprendido de ver el rostro de su colaboradora encendido por el esfuerzo y el pelo, normalmente impecable, salido de las horquillas. Le costaba respirar; quería hablar, pero todavía no podía.
– ¿Qué le ocurre? -preguntó él levantándose de la silla y rodeando la mesa para posar las manos en los hombros de Hester.
– ¡Adeline! -jadeó-. ¡La ha dejado salir!
Presa del pasmo, el doctor frunció el entrecejo. Volvió a Hester Por los hombros hasta colocarla de cara al otro extremo de la habitación.
Y allí estaba Adeline.
Hester se volvió rauda hacia el doctor.
– ¡Pero si acabo de verla con Emmeline! En la linde del bosque al otro lado del prado de Oates… -comenzó con vehemencia, pero su voz se fue apagando a medida que aumentaba su extrañeza.
– Tranquila, siéntese aquí, beba un poco de agua -dijo el médico.
– Probablemente se escapó. Pero ¿cómo consiguió salir? ¿Y cómo pudo volver tan deprisa? -Hester se esforzaba por comprender.
– Adeline no se ha movido de esta habitación en las últimas dos horas, desde el desayuno. No ha estado sola ni un minuto. -El médico miró a Hester a los ojos, conmovido por su agitación-. Debió de ver a otra niña. Un niña del pueblo -sugirió manteniendo su dignidad médica.
– Pero… -Hester meneó la cabeza-. Era la ropa de Adeline. El pelo de Adeline.
Hester se volvió de nuevo hacia Adeline. Los ojos de la muchacha, abiertos como platos, eran indiferentes al mundo. No llevaba puesto el vestido verde que Hester había visto hacía unos minutos, sino el azul marino, y no tenía el pelo suelto, sino recogido en una trenza.
La mirada que Hester dirigió de nuevo al médico era de puro desconcierto. Todavía respiraba agitadamente. No había una explicación científica, racional, para lo que había visto. Y Hester sabía que el mundo era totalmente científico. Por lo tanto, solo podía haber una explicación.
– Debo de estar loca -susurró. Sus pupilas se dilataron y las fosas nasales le temblaron-. ¡He visto un fantasma!
Los ojos se le llenaron de lágrimas.
Ver a su colaboradora reducida a semejante estado de turbación produjo una extraña sensación en el médico. Y aunque era el científico que había en él quien primero había admirado a Hester por su fría cabeza y su infalible cerebro, fue el hombre, animal e instintivo, el que respondió a su desmoronamiento envolviéndola en un apasionado abrazo y posando sus firmes labios en los de ella.
Hester no opuso resistencia.
Escuchar detrás de las puertas no es de mala educación cuando se hace en nombre de la ciencia… y la esposa del médico era una científica entusiasta cuando se trataba de estudiar a su marido. El beso que tanto sobresaltó al médico y a Hester no sorprendió en absoluto a la señora Maudsley, que llevaba tiempo esperando algo así.
Abrió la puerta y, en un arrebato de indignada rectitud, irrumpió bruscamente en el consultorio.
– Le agradecería que abandonara inmediatamente esta casa -le dijo a Hester-. Puede enviar a John con la berlina para que recoja a la niña.
Luego volviéndose hacia su marido dijo:
– Contigo hablaré más tarde.
El experimento había terminado. Y con él muchas otras cosas.
John recogió a Adeline. No vio ni al médico ni a su esposa, pero se enteró de los acontecimientos de la mañana por boca de la criada.
Una vez en casa, acostó a Adeline en su antigua cama, en su antigua habitación, y dejó la puerta entornada.